Los barceloneses estamos dejando de ser ciudadanos para convertirnos sólo en consumidores. El alcalde de Barcelona, Xavier Trias, no para de ofrecer los espacios públicos al mejor postor privado olvidando que la ciudad no es suya y que él está de paso. El último ejemplo es la decisión de que Vodafone patrocine el servicio público de alquiler de bicicletas a partir del mes que viene. A cambio de cuatro millones de euros, esta poderosa multinacional de la telefonía móvil hará realidad su sueño: ser omnipresente gracias a los usuarios del Bícing, que harán propaganda de la marca involuntariamente y gratis.
El servicio Vodafone-Bícing, como se llamará a partir de abril el Bícing, es sólo una muestra de los que vendrá. El paso siguiente será el patrocinio de las marcas en las estaciones de metro más emblemáticas de la ciudad, tal y como anunció Trias hace unos meses. Y mucho me temo que le seguirán otras iniciativas tan escandalosas como abusivas si lo consentimos. Centros cívicos, bibliotecas, playas, parques, museos, monumentos, hospitales, escuelas…nada quedará al margen de la voracidad del mercado y de la presión de los lobbys sobre el gobierno municipal de CiU.
Por suerte, algunas pruebas piloto han resultado un fracaso estrepitoso. Hablo, por ejemplo, de las máquinas de vending que se instalaron hace unos meses en algunos autobuses. La tontería que supone vender chicles y, en cambio, no poder comprar una tarjeta de transporte integrado ha obligado al consistorio a eliminar la idea de su lista de despropósitos. Sin embargo, parece que sigue adelante la apuesta de poner unos agarradores móviles con publicidad que nuestros ojos verán tanto si quieren como si no cada vez que subamos al bus.
Invadir una ciudad con publicidad supone una usurpación descarada de los espacios públicos que pagamos con nuestros impuestos. Además, también priva al ciudadano de su libertad individual a la hora es decidir qué consumir porque la exposición constante a la publicidad no nos da ningún margen de maniobra. Y para acabar, tampoco es nada democrática porque se impone tanto si quieres como si no, y porque sólo puede anunciarse quién tiene mucho dinero.
No deja de ser una paradoja que mientras que algunas ciudades comienzan a plantearse una legislación más restrictiva para defender a sus ciudadanos del impacto que supone la invasión de la publicidad y la contaminación visual que la acompaña, el Ayuntamiento de Barcelona hace lo contrario, demostrando una vez más su apuesta por modelos obsoletos de gestión del espacio público.
Se calcula que una persona recibirá involuntariamente a lo largo de su vida el impacto de más de 140.000 mensajes publicitarios, pero creo que los barceloneses superaremos el récord porque a chulos no nos gana nadie. Al paso que vamos, tendremos que dejar los ojos en casa antes de salir a la calle.