¿Qué llevó en 1983 a Jesús Martínez, profesor de autoescuela nacido en Murcia, a pasearse las calles de Santa Coloma de Gramenet megáfono en mano para exigir una escuela en catalán para sus hijos? “Lo que había vivido yo como emigrante no quería que lo sufriesen mis hijos, queríamos que tuvieran todas las herramientas para desempeñarse en la vida, y eso pasaba por aprender catalán”, recuerda.
Martínez era entonces de los pocos vecinos que chapurreaban el catalán en una ciudad en la que apenas un 50% de la población declaraba entender la lengua, según datos del consistorio entonces. Poblada a partir de las distintas olas migratorias españolas, Santa Coloma era una localidad fundamentalmente obrera y castellanohablante, como tantas otras en la periferia de Barcelona.
Y, con todo, fue esta ciudad la que vio nacer el modelo de inmersión lingüística en Catalunya, ahora cuestionado por el Gobierno central, en parte por la insistencia de los que a principios de los 80 vieron en él la única forma de que sus hijos aprendieran catalán. “Había gente que llevaba a sus hijos a colegios privados en catalán en Badalona, pero necesitábamos oferta pública”, rememora Martínez, que se juntó con otros padres y madres para empezar una protesta que al cabo de unos meses acabó en el despacho de Jordi Pujol, en el Palau de la Generalitat.
“Aquella reivindicación venía de otra constatación”, añade Josep Miquel Lacasta, maestro y luego concejal de Educación por el PSUC. “El sistema que teníamos entonces, con algunas clases en catalán, no funcionaba en un entorno tan castellanohablante, en el que era muy difícil que los chavales acabaran adquiriendo el idioma”, sostiene. En 1979, un Real Decreto abría la puerta del catalán en la enseñanza, pero maestros como Lacasta se daban cuenta que no era suficiente.
Constituidos en una asamblea de padres y madres, en Santa Coloma editaron panfletos con el título de “Per l'escola pública en català”, que fueron repartiendo por la localidad. Una de sus acciones fue salir al encuentro de Pujol en su visita oficial a la ciudad, y este acabó citándoles a Palau a principios de 1983, en plenas negociaciones de la Ley de Normalización Lingüística, que iba a sentar las bases del modelo lingüístico en Catalunya para las siguientes décadas.
Una encuentro con Pujol en el Palau
“En la reunión algunos eran catalanes y otros castellanos como yo, que le dije que mi hijo no sabía ni siquiera donde estaban las Islas Medas; y él nos prometió que al año siguiente tendríamos escuela”, relata Martínez. Y así nació el primer programa de inmersión al año siguiente, en 22 aulas de Santa Coloma, “aunque en condiciones muy precarias de materiales e instalaciones”, precisa. La de Martínez se llamaba Colegio Público Rosselló-Pòrcel y sigue abierto a día de hoy.
El apoyo que recibía la inmersión en aquella época estaba lejos de ser amplio, pero pronto la comunidad educativa se fue sumando al modelo. De acuerdo con los datos de preinscripciones del Ayuntamiento, el primer curso 1983-1984 solo el 13% de los padres optaron por matricular a sus hijos en colegios en catalán; dos años después, la cifra ya se elevaba hasta el 50%. Cabe recordar que, al inicio de la inmersión, esta debía contar con el consentimiento de las familias.
“Al principio era una solución de unos pocos, pero se fue extendiendo a toda la comunidad al ver que funcionaba”, comenta Josep González-Agápito, catedrático de Teoria de la Educación de la UB. De Santa Coloma se fue extendiendo a otros municipios metropolitanos de la mano de la petición de algunas familias y de la convicción cada vez mayor de una Generalitat que, según este profesor, al principio todavía no tenía muy claro cuál debía ser el modelo lingüístico escolar.
Una más de las reivindicaciones sociales
Tampoco es que fuera una demanda unánime en las zonas castellanohablantes. Jesús Martínez recuerda como se discutía con algunos familiares y amigos que no lo veían claro. En Esplugues de Llobregat, por ejemplo, Rosario Calero explica que la lengua no era la principal reivindicación, sino que esta se centraba en pedir más plazas públicas. Pero todo ello se discutía en las asociaciones de vecinos y en sindicatos como CCOO, en el que él militaba. “Las reivindicaciones sobre la lengua iban ligadas a las demandas progresistas de autonomía y de más servicios”, expone.
En su caso, esta pareja de migrantes extremeños (ella era maestra, él se sacó la licenciatura de Historia mientras trabajaba en la fábrica CIVSA de Cornellà) optó por llevar a su hijo a una escuela cooperativa de Esplugues en la que se daba clase en catalán. Ellos se movilizaron, precisamente, para que ese colegio, Lola Anglada, se acabara pasando a la red pública a mediados de los 80, como hicieron muchas otros centros alternativos que se habían fundado durante el franquismo.
“Nosotros apostamos por el catalán por dos razones: la más práctica es que si quieres que tu hijo triunfe en la vida debe saber la lengua de donde vive; la otra, más obvia, es que hay que hablar catalán en Catalunya”, argumenta Calero. “Lo que se planteaba es que la escuela pública debía garantizar que los alumnos aprendieran catalán, era un deerecho que tenían, y la inmersión fue el instrumento pedagógico adecuado para que eso fuera posible”, resume el concejal Lacasta.
Los pilares: no segregación y bilingüismo social
Más allá de la demanda social, el liderazgo y expansión de la inmersión fue a cargo del Servei d'Educació de Catalunya (SEDEC), dirigido por Joaquim Arenas, que en su libro La immersió lingüística. A Catalunya, un projecte compartit relata cómo en los tres primeros años contabilizó más de 300 reuniones en 90 localidades distintas para convencer a las comunidades escolares de las bondades de la inmersión. En 1990, el 75% de los colegios ya deban clase enteramente en catalán.
El SEDEC tenía las espaldas cubiertas con la Ley de Normalización Lingüística, aprobada por unanimidad en el Parlament en 1983 (solo una abstención). Tras años de discusión pedagógica sobre cuál debía ser el modelo lingüístico, CiU, PSC, PSUC, UCD, ERC y PSA votaron a favor de una norma que, en materia de educación, fijaba dos líneas rojas: no se debía segregar a los alumnos en función de su lengua y todos debían ser bilingües al acabar la escolarización. Esas premisas han perdurado en el Estatut de 2006 y la Ley de Educación de 2009.
“El problema es ahora, que vienen desde Madrid a decirnos en qué lengua deben estudiar nuestros nietos”, lamenta Martínez. Lacasta ahonda en esa idea: “La inmersión fue para muchos un motivo de esperanza, de voluntad de aprendizaje, y a día de hoy la gente sigue viviendo la escuela con normalidad, pero si seguimos así acabaremos alimentando la confrontación”, concluye.