El íntimo relato de dos monjas que se enamoran en un convento
La de Fani y Marita es una historia de dos huidas. La primera, hacia la Iglesia, dejando atrás la opresión de familias violentas y pueblos sin perspectivas de futuro. La segunda, desde sus respectivos conventos –que resultaron ser igual de sofocantes– hacia la libertad y, sobre todo, hacia una historia de amor juntas, apacible vida en pareja que todavía perdura.
El documental Fe y libertad. Un amor de clausura es el relato intimista y en primera persona de estas dos exmonjas croatas, dos jóvenes lesbianas que acabaron por colgar sus hábitos para poder vivir acorde con su orientación sexual y sin renunciar al amor. Una tensión que habita en la Iglesia Católica desde hace siglos desde el caso de la abadesa lesbiana Benedetta Carlini que, a principios del XVI, fue condenada por tener amantes hasta nuestros días como demuestra el ejemplo de los sacerdotes alemanes que salieron del armario con una campaña contra la homofobia en la institución.
En Catalunya existe desde 1990 la Asociación Cristiana de Lesbianas, Gais, Transsexuales y Bisexuales (ACGIL), que participará en la proyección de este documental este jueves en los Cinemes Girona de la mano de Docs del Mes. El film, autoría de Ivana Marinic Kragic, ha recibido premios como el Lateral/LGTBIQ+ en el Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires o el de Mejor Película en el Festival Internacional de Documentales Zagreb Dox.
Fani y Marita crecieron en una Croacia en guerra, en la década de 1990, y en el seno de familias conflictivas. Alcoholismo, abusos, ausencias… Para la primera, que vivía en la isla de Korcula, el futuro era desesperanzador. “Allí tenía una vida hasta los 18 años; después eras madre”, resume. La segunda, ya conocedora de su orientación sexual desde el instituto, sabía que en una sociedad cerrada como la suya, la adultez le deparaba soledad y soltería.
Por eso, ambas vieron en la Iglesia una vía de escape. Pero lo cierto es que, incluso cuando todavía eran postulantes –ya en la vida del convento, pero todavía en formación–, las dos tuvieron relaciones sexuales o sentimentales con otras monjas, que coincidieron en acabar muy mal. “Estaba obsesionada conmigo, me chantajeaba. Y, aunque quería huir de aquella relación, no podía”, relata Fani sobre una de sus compañeras. Tuvo que pedir ayuda a una superiora con la que tenía confianza. Marita, por su parte, sufrió una manipulación psicológica muy similar por parte de otra monja de su convento, que amenazaba con contar su romance a las demás. “A causa del estrés perdí entre 10 y 15 kilos”, recuerda.
La presencia de mujeres lesbianas en los conventos, coinciden ambas hoy, era y es habitual. Al menos, según su experiencia en Croacia. “En cada generación había al menos una monja que era lesbiana. Era así y quien diga lo contrario, miente”, apunta Marita.
Una en Split, la otra en Zagreb, estas dos jóvenes se conocieron en unos cursos de formación anuales para el noviciado y ya entonces relatan una especie de flechazo; pero ambas siguieron con su vida de clausura durante años, sin más contacto que en esas jornadas. Su reencuentro sucedió en Split, cuando Fina ya había colgado los hábitos por una crisis de fe tras los abusos sufridos por su compañera. Una noche de fiesta se cruzó con Marita y, ya en casa, decidió mandarle un SMS: “¡Haces que sienta cosas!”.
No fue fácil. “No estábamos seguras de nada, pero arriesgó mucho para verme”, recuerda Fina sobre cómo su hoy pareja salió una noche de su convento para reunirse con ella, preocupada por cómo daría explicaciones a sus compañeras. “Estaba pelando patatas y preguntándome qué haría con mi vida”, rememora Marita, “ella me tenía lo suficientemente intrigada como para distraerme de mis tareas cotidianas”. “Yo creía que Dios me conocía, que sabía lo que sentía antes de entrar en el convento, y ahora había puesto a esta mujer en mi vida. Consideré que era una señal”, se explica años después Marita.
“Ni el gobierno ni las autoridades eclesiásticas pueden obligar a los cristianos a renunciar a su libertad”, reclama esta pareja en el documental. Ahora viven en Korcula, donde se han arreglado una habitación al lado de la casa familiar. Siguen siendo creyentes, pero solo van a la Iglesia cuando no hay nadie. “Disfrutamos del silencio. Y rezamos. Dios lo ve todo. Y los que quieran juzgar, que juzguen”, dicen. A ellas, añaden, esto ya les da igual.
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