Uno de los capítulos que mejor representan la importancia que la Assemblea Nacional Catalana (ANC) tuvo para los partidos independentistas fue la guerra que se abrió en mayo de 2015 para elegir al presidente que debía sustituir a Carme Forcadell. Las elecciones las había ganado la activista de origen norteamericano Liz Castro, sin filiación partidista, pero Convergència se empleó a fondo hasta conseguir que Jordi Sànchez fuera el elegido por los secretarios nacionales. En aquella época, controlar la Assemblea era tanto como tener a sueldo al árbitro en el campo del independentismo.
Casi una década después, la que fuera la asociación símbolo del procés se desangra en una inacabable batalla interna que, en su último capítulo, ha enfrentado a partidarios y detractores de lanzar una lista electoral a las próximas elecciones catalanas. En una ajustada votación, los contrarios a presentarse a las elecciones catalanas con una cuarta candidatura independentista se impusieron por solo 98 votos a los favorables a la denominada “lista cívica”.
Esta polémica ya supuso el año pasado un terremoto dentro de la entidad, con dimisiones de hasta 13 de sus consejeros (de 68 en total) y la salida del vicepresidente Jordi Pesarrodona entre acusaciones de autoritarismo. La oposición interna continuó a través de las asambleas locales y la votación final entre los socios ha supuesto un revés a los planteamientos de la presidenta de la ANC, Dolors Feliu, una de las dirigentes que abogó por concurrir el 12-M.
El choque por la lista electoral es solo el último de una entidad que vive en el incendio permanente desde, al menos, el año 2017. “La naturaleza cainita tiene que ver con la estructura, en la que todo el mundo puede hablar y abrir debates, hay muy pocos espacios verticales”, resume una persona que conoce bien cómo funcionan las cosas en el interior de la ANC.
A su forma de ver, lo que ha ocurrido con la Assemblea en los últimos años es que ha dejado de tener capacidad para influir en los partidos, situación que ha llevado a la organización al círculo vicioso entre la desorientación y la desmovilización. Con todo, advierte, no debería darse por muerta a la ANC ni considerar que el problema afecta solo a esta entidad. “Todo el movimiento independentista está de capa caída y cosas como los CDR o el Consell per la República han supuesto fiascos mayores”, observa.
Una ANC sin capacidad de presionar a los partidos
La pérdida de influencia de la Assemblea es un hecho. En la Diada del año pasado, una de las menos concurridas que se recuerdan, la presidenta Dolors Feliu reclamó “hacer efectiva la independencia” o convocar elecciones. No solo nada de eso pasó, como es obvio ahora. Dos meses después ERC y Junts, los dos partidos independentistas con representación en el Congreso estaban invistiendo a Pedro Sánchez y no a cambio de nada parecido a un referéndum de independencia, sino a cambio de una amnistía que la ANC desdeña.
Nada que ver con lo que ocurría una década antes. La operación que en 2015 llevó a Jordi Sànchez a la presidencia de la Assemblea tenía uno y hasta varios porqués. Ocho meses antes la propia Forcadell, que dirigió la entidad teniendo carné de ERC, había puesto en apuros a Artur Mas pidiéndole en medio de una Diada que “pusiera las urnas”, una referencia a la votación del 9-N que sin embargo ponía en circulación la idea de las elecciones que tanto temía el president. Así que un año después Convergència respondía al golpe de Forcadell utilizando los resortes de la ANC para obligar a Oriol Junqueras a diluirse en la lista conjunta de Junts pel Sí.
Todo eso era capaz de conseguir la ANC. Todo este inmenso poder de influencia atesoraba. Y una de las razones principales era que, desde la eclosión del procés en el 2012 y hasta el referéndum del 2017, la entidad logró ser vista como la expresión más nítida del secesionismo, sin intereses de partido (al menos en teoría) y con el único objetivo de llegar la independencia.
Por eso, si los cerca de 50.000 socios de la Assemblea se posicionaban a favor de hacer una consulta unilateral, en el Palau de la Generalitat se comenzaba a estudiar la viabilidad de aquello que luego fue el 9-N. Y si la asociación votaba a favor de una lista unitaria, Junqueras ya podía irse despidiendo de sus aspiraciones a la presidencia. Ahora, en cambio, ni Pere Aragonès ni Carles Puigdemont siguen las consignas de la entidad, ni siquiera en las cuestiones menos trascendentes.
“El mejor resumen de lo que le ocurre a la ANC es que es irrelevante. El único día que se escucha a la ANC es el 11 de septiembre. De todo el amplio margen de incidencia que tenía se ha quedado en ese día. Y, además, al día siguiente, sus reivindicaciones ya no tienen efecto ni interés”, resume David Minoves, presidente del CIEMEN (Centro Internacional Escarré para las Minorías Étnicas y Nacionales), además de miembro y exsecretario de la Assemblea.
Para Minoves, el verdadero problema de la entidad es no haber hecho una lectura correcta del fracaso de la intentona independentista de 2017. “Ha desconectado de la pulsión mayoritaria de la ciudadanía de Catalunya. Los análisis de la ANC no responden a la realidad sino a una idealización sobre cómo debe ser Catalunya o qué es y qué quiere el independentismo de base. Y ha acabado abrazando una tesis que carga todas la culpas a ciertas élites o incluso a la política en general, por lo que su cometido se limita a perseguir botiflers”, incide.
Tras las grandes manifestaciones, la Diada descafeinada
Si la influencia en los partidos fue la gran habilidad de la entidad al inicio del procés, la fuerza de la ANC residía en su enorme capacidad de movilización. El 11 de septiembre de 2012, cuando desde el Govern de Artur Mas aún se priorizaba el pacto con el Estado a abrazar la vía independentista, la Assemblea protagonizó una inesperada manifestación masiva que inundó las calles de Barcelona bajo el lema “Catalunya, nuevo estado de Europa”.
Ahí empezó un maratón de marchas del independentismo que demostraron una sorprendente capacidad de movilización del movimiento. Aunque la guerra de cifras siempre estuvo presente, algunas de las manifestaciones más icónicas de la primera época fueron un éxito de convocatoria sin paliativos. Valga para muestra lo que ocurrió con la cadena humana del año 2013, sobre la que Sociedad Civil Catalana impulsó un estudio dirigido por el profesor de estadística Josep Maria Oller, tratando de desacreditar la cifra de los organizadores. La conclusión de la investigación fue que, si bien la ANC había inflado la cifra a cerca del doble de la real, en la cadena humana “solo” habían participado 793.683 personas. Es decir, la friolera de un 10% de la población de Catalunya.
Fuentes de la propia organización admiten ahora que en los últimos años no ha sido fácil sostener ciertas movilizaciones. “En parte quedó eclipsado por la pandemia, pero la ANC ha dejado de poder ser reactiva, porque convocando de un día para otro no sabes si llenarás Plaça Sant Jaume”, explican estas voces, en referencia a la plaza que es uno de los escenarios habituales de las protestas y que, por sus dimensiones, se considera fácil de abarrotar.
Más allá de las percepciones, el recuento de la Guardia Urbana también es demoledor. En el año 2019 la policía de Barcelona contabilizó 600.000 personas en la marcha por la independencia. Tras la pandemia, nunca más volvió a dar una cifra mayor de 150.000. Comparando cifras, la manifestación de la Diada mantiene hoy la fidelidad de uno de cada 10 personas que salieron en aquellos primeros años de efervescencia independentista en la calle.