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Mariana Bellido, modelo de dibujo: “Lo único que tenía para salir adelante eran unas pestañas postizas y una minifalda”

Mariana Bellido, la semana pasada en Barcelona.

Javier Pérez Andújar

Barcelona —
28 de marzo de 2025 22:21 h

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Mariana Bellido (Fuente Álamo, 1947), llega a la entrevista andando con dificultad y vestida de cuero negro. Se ha torcido el pie al salir de casa y ahora le duele mucho, pero es más de hablar con alegría que de callar y sufrir. Dice que luego irá al médico para ver qué le ha pasado. Es un escándalo de persona: “Yo era un escándalo. No me dejaban andar por la calle”. Pero, ¿no te sentías agredida, Mariana? “Solo por la guardia civil, cuando estaba con Josep Maria dentro del coche, y se acercaban y nos enfocaban con las linternas”.

Su marido, Josep Maria Beà, es uno de los dibujantes míticos de la historieta europea. Series como Historias de taberna galáctica y En un lugar de la mente marcaron a miles de lectores y han influido en creadores actuales del cómic, del cine y de la literatura. Mariana fue modelo de Beà y de otros dibujantes en un montón de tebeos. Pepe González y Enrique Torres, que hacían las portadas de Vampirella para Estados Unidos, se inspiraban a veces en fotos de Mariana de manera reconocible. Aunque, oficialmente, posaba de modelo para Vampirella la bailaora de Gorafe, Juana de Haro. La vampira de buen corazón de los tebeos de miedo era del sur de la vieja península Ibérica.

Pero Marina Bellido no es ninguna vampira. Al contrario, da su sangre en todo lo que hace y su reflejo está en la carrera y en la obra de todos quienes la han tratado.

¡Qué chulada, Mariana, qué jovencita estás en esta foto de modelo!

¡Es que he sido jovencita, cariño!

¡Tú has sido una sex symbol de los tebeos! ¿Cómo empezaste?

Mira, yo vine a Barcelona muy pequeña. Antes, vivíamos en un pueblito de Murcia, Fuente Álamo. Era un pueblo con casitas. En cada casa tenía una amiga, y las puertas estaban siempre abiertas. Nosotras íbamos al colegio como la Heidi por el campo. Entonces, cuando a los siete años me dijeron que tenía que irme a Barcelona, sentí que estaba a punto de perder todo lo que conocía. Pero me aseguraron que me iba a encantar, porque en Barcelona había muchos jardines y mucha luz. Así que, en 1956, llegué a la estación de Francia. Yo esperando ver los jardines, y me encontré con una Barcelona gris, sucia y oscura.

Tus padres venían a trabajar.

Mi padre se vino antes que nosotras. Tenía la sastrería del pueblo y unas oficialas que trabajaban para él. Todo el mundo iba allí a hacerse los trajes, pues era la única sastrería. Pero nunca sabía cuándo iba a cobrar. Le decían: “Luis, el traje de la boda de mi hijo ya te lo pagaré, porque me he quedado sin dinero”. Mi padre nos miraba a mis hermanas y a mí, y se preguntaba: “¿Qué futuro les espera a estas criaturas?”. En aquel momento, éramos tres hermanas, y luego fuimos cuatro. Dio la coincidencia de que había un señor que veraneaba en el pueblo, y que tenía una gran finca. Era de Barcelona, y se llamaba el marqués de Galtero. Mi padre y él tenían muy buena relación, y le dijo que le gustaría irse a Barcelona. El marqués habló con uno de los directores de la Seat, y le dieron a elegir entre tres puestos en la empresa. Como a mi padre le encantaba tener poder, escogió el puesto de encargado de orden y vigilancia. Tenía alma policial.

¿Dónde os instalasteis al llegar?

Pues cuando mi padre ya llevaba un tiempo en Barcelona, llamó a mi madre y le dijo: “Vendedlo todo allí y veniros”. Entonces, nos vinimos la abuela, que era suegra de mi padre, mis hermanas, mi madre y yo. Y fuimos a casa de mis tíos, que vivían detrás de la plaza de toros de la Monumental. Yo no veía jardines por ninguna parte. Mis tíos nos alojaron con mucho cariño, hasta que encontramos una casa. El mismo día que llegamos, me dijeron: “Mientras guarda tu madre las maletas, baja a comprar”. ¡Amigo mío! Yo nunca había estado en una finca con escaleras y con puertas. Mientras salía, pensaba que no iba saber volver. No recordaba en qué puerta estaba. Y tuve la sensación de que en Barcelona estaba perdida. Aquí no conocía a nadie.

Pero luego tuvisteis vuestra propia vivienda.

Sí, y entonces llegó la luz. Mis padres cogieron un piso con una terraza muy grande, y nos fuimos a vivir juntos toda la familia. Así empecé a descubrir que Barcelona no era tan oscura. Nos fuimos a la parte de abajo de la montaña de Montjuïc, por el lado donde está la estatua ecuestre del Sant Jordi desnudo, que es de Llimona. Era la calle Sant Fructuós. Y también volví a ir al colegio, y empecé a tener amigas. Así empecé a amar Barcelona.

¿Qué era lo que más te gustaba?

Que había muchísimas cosas para elegir. En el pueblo solo había una tienda de cada cosa. Aquí, iba andando al colegio, que lo tenía a tres calles, y pasaba por una panadería y veía que tenía cruasanes. Todo eso me gustaba muchísimo.

Cuando llegué a Barcelona, esperaba ver jardines y me encontré una ciudad gris.

¿Descubriste entonces la moda?

El cine, la moda, todo eso lo descubrí muy pronto. Mi primer trabajo fue en el mundo de la moda. Pero, antes, en mi casa se habían montado una empresa sumergida. Mi madre era bordadora, mis dos hermanas mayores también, y bordaban los uniformes de los trabajadores de la Seat, de la cerveza Damm... A mí me daba mucha pena que me mandaran al colegio, cuando ellas se quedaban escuchando a Elena Francis por la radio. Encima, me decían: “Al volver del colegio, trae el pan”. Así dejé de querer ir a la escuela. Porque veía que ellas se quedaban juntas escuchando la radio, y conmigo solo contaban para mandarme a hacer los recados.

¿No te gustaba estudiar?

No me gustaba nada en absoluto. Iba a un cole de barrio, que lo llevaba un cura. Mi madre era una fanática religiosa. Era el colegio de la iglesia de Santa Dorotea, un sitio muy aburrido. El cura nos vigilaba en el patio para que no nos mezcláramos con los niños. Desde muy pequeña, nunca he dejado que me supervisen. Siempre he tenido una necesidad de libertad imperiosa. Es innata. En aquel colegio me agobiaba, y en mi familia me sentía disminuida. Después de mucho insistir y mucho llorar, cuando tenía 13 años, mis padres me dijeron: “Si ya no quieres estudiar más, quédate en casa; pero te ponemos una máquina, y a bordar”. Yo les dije: “¡Tampoco!”.

¿Qué querías hacer?

No quería estar bordando de la mañana a la noche, sin salir a la calle. Y encima, el sábado se distribuía la limpieza de la casa, y solo quedaba el domingo para salir un ratito. Yo no tenía referencias de otras experiencias, pues siempre había vivido allí, pero algo a mí me decía que había otras formas de vivir.

¿No sentías que te estabas escaqueando de las obligaciones familiares?

No. En absoluto. Yo notaba una sensación de que tenía que haber otras formas de vida, y de que esa no era la que me gustaba. Así que le dije a mi madre que no quería bordar. Y mi madre decía: “Si no has querido estudiar y no quieres bordar, te tendrás que ir a una fábrica. Levantarte a las cuatro de la mañana. Y este es un trabajo de señoritas, estás en tu casa”. Pero yo pensaba: “Yo no soy señorita. Yo no soy señorita”.

¿Había escapatoria?

Busqué en el periódico, y un día vi que había una escuela de maniquíes en Barcelona, en la calle Rosselló. Ya tenía 15 o 16 años. Y me dije: “Pues, aquí, como estoy delgada, igual pego”. Así que empecé a decirle a mis padres que quería apuntarme, porque era una escuela profesional, y al acabar los cursos te daban un diploma, y así podría tener trabajo. Insistí tanto que, al final, mi padre le dijo a mi madre: “Va, Celia, acompáñala, total, como le van a decir que no”. O sea, mi padre siempre estimulando.

Pero le salió el tiro por la culata.

Porque fui y me dijeron que acababa de empezar un curso, al que podía sumarme. Mis padres se quedaron a cuadros. Al poco, en la agencia me dijeron: “Estamos preparando el concurso de Miss Barcelona. Si quieres, te puedes presentar”. No sabes lo contenta que me puse.

Te preparaste a tope para el concurso.

Iba todos los días. Me enseñaban a caminar recta. Nos decían: “Imaginaos que lleváis un libro en la cabeza y que no se os puede caer”. Nos corregían la manera de andar... También nos enseñaban un poco de maquillaje. Cuatro tonterías. Pero a mí me gustaba porque pensaba que era distinto, y que me daba la opción de no quedarme trabajando en mi casa y de aprender algo diferente.

¿Te fue bien?

Quedé dama de honor de Miss Barcelona. Tengo un vídeo. El original está guardado en Televisión Española. Siempre que se lo enseño a alguien, digo: “Pero he cambiado. Ha llovido mucho desde entonces, y ahora sé lo que significa pasear con un número”. Entonces no era consciente, pero lo cierto es que estaba rodeada de vejestorios, y señores gordos, mientras paseaba con un numerito por el Salón Rosa, en el paseo de Gràcia, en medio de una cena. Los hombres comían y las modelos desfilábamos por la pasarela, que estaba alzada, para que nos vieran bien los vejestorios que tenían que votarnos.

¿Te daba repelús?

Entonces no, porque para mí era una forma de salir de mi casa y de librarme de ir a la fábrica. A partir de aquel momento, empezaron a llamarme para participar en cabalgatas, las maniquíes íbamos con una carroza. Encima, como en aquellos días se impuso la moda op art, nos hacían unos vestidos muy llamativos. Nosotras éramos las de la agencia de modelos, que era la que había, y luego puso otra Teresa Gimpera.

Con el tiempo, he comprendido lo que significa desfilar por la pasarela con un número.

¿Cómo era la vida en la escuela?

Tenías que ir defendiéndote de todo. Y eso que la llevaba un matrimonio. Cuando yo llegué para preguntar, tuve que pasar una entrevista. Y cuando me dijeron que estaba admitida, me hicieron entrar en el despacho del director para hablar con él. Y el director va y me dice “Siéntate aquí, en sus piernas, y cuéntame”. Y yo le contesté: “No, si quiere que le cuente se lo cuento, pero sin sentarme ahí”. Y su mujer, rondado por la escuela.

¿Lo pasaste mal?

No, porque yo ya era una guerrera desde pequeñita, y de joven, y de siempre. Yo, lo que quería lo hacía; pero me lo veía venir. Y lo que no quería, no quería. El caso es que nunca más me dijo que me sentara encima de él. Pasé el examen y me saqué el título de modelo. Y como era menor de edad, me salían muchísimos trabajos. De modelo de punto, fotografías para marcas, desfiles para empresas de ropa..., cosas así.

¿Qué decía tu padre?

Mi padre era muy reacio a que yo entrara en ese mundo; pero, cuando vio que en un desfile yo cobraba como él en un mes, tuvo que callarse. Igual ganaba 4.000 o 5.000 pesetas al mes, y esto solo con 16 años. Lo que pasaba es que como mi padre era de la sección de orden y vigilancia, y su hija era menor de edad, yo siempre llevaba al guardia conmigo, mi padre siempre al lado. Iba con una cara como diciendo: ¡Cuidado! La verdad es que me protegía, pero también era un poco un incordio, tanto para la empresa como para mí.

Tan joven y ganando tanto dinero, ¿eras feliz?

No. Porque, en ese momento, empecé a encontrar a faltar todos los años de estudios y aprendizaje que no había tenido. Había ahí un vacío brutal, y yo me daba cuenta. Sabía que tenía que prepararme para estar más completa, para tener más confianza en mí. Entonces, apareció Beà.

¿Tú ya estabas en el mundo del cómic?

¡Qué va! Yo fui un canje. Yo tenía un amigo, que era el hermano de Isidre Sola, el locutor de radio, que era la voz de Taxi Key, y que había sido novio de la Massiel. Bueno, pues este, Javier, era el hermano pequeño. Éramos como amigos del colegio, aunque él no iba a ese colegio, pues estaba en un estadio superior. Pero sí venía a la parroquia de Santa Dorotea, porque la madre era portadora del estandarte de la iglesia. Era tan beata como la mía. Imagínate qué dos huesos para roer. El caso es que empezamos los dos a salir. Habíamos ido alguna vez al cine, que si la manita, que si tal, pero nada. Y él era muy amigo de Beà. Y le dijo: “Mira, Josep Maria, yo tengo una amiga que está muy bien, pero no puedo hacer nada con ella porque su madre y la mía se conocen mucho. ¿Por qué no hacemos una cosa? Tú haces una fiesta, yo te la presento y, si te gusta, me la cambias por una de las tuyas”. ¿Qué te parece, muy feminista?

¿Te gustó Beà desde el principio?

¡Claro! Hubo flechazo. Yo, que iba con chicos de mi edad, de mi colegio, me encontré con Josep Maria, que tenía 7 años más que yo. Y yo comparaba a los niños que conocía con Beà, que me vino a buscar con su 600, y una corbata de flores, que la llamaban la corbata Antoine, se las traía de Londres el Toutain (Josep Toutain, propietario de la agencia Selecciones Ilustradas donde trabajaba Beà). Imagínate. Me deslumbró. Josep Maria era un dibujante profesional, un artista. Ya había hecho la mili. Era muy pijo. Sus padres eran burgueses y de derechas, y nunca supieron que su hijo era de izquierdas.

Viste en él a una persona con formación.

Vi todo lo que me podía enseñar ese hombre a todos los niveles. Era culto a todos los niveles, y era mayor que yo.

¿Sentías complejo?

Pero contraté a una profesora particular. Le expliqué: “Mire, es que mi novio me lleva a unas reuniones con unas personas muy politizadas, y no entiendo nada, y me quedo callada. Cuando salgo, le pregunto, y me lo explica todo muy bien, pero no es plan”. Y la profesora me dijo: “No te preocupes. Tú compra distintos periódicos de distintas tendencias. Y trae cada mañana estos periódicos y los vamos leyendo. Lo que tú no sepas, o te interese, lo comentamos”. Yo tenía una voluntad de hierro para aprender, y así fui comprendiendo. Pero, además, Josep Maria siempre se portó conmigo maravillosamente bien y nunca me hizo sentir mal.

Has aprendido con el tiempo.

Entonces yo no era como soy ahora, que no me da miedo hablar y me digo: “Mira, esto es lo que soy yo”. Pero, en aquella época, lo único que yo tenía para defenderme, para abrirme puertas, era mi físico. Lo único que yo tenía para salir adelante eran unas pestañas postizas y una minifalda. Sin embargo, eso no me hacía feliz en absoluto. Al contrario, me daba mucha pena, porque pensaba: “Dentro de mí, yo tengo más cosas que dar. No soy solo esto”.

¿Estabas conforme con tu aspecto?

Mi aspecto era una forma de encubrir mi insatisfacción personal. Lo que yo quería era entrar en ese otro mundo.

Mi aspecto era una forma de encubrir mi insatisfacción personal.

¿Por qué dejaste el trabajo de modelo?

Porque aquello no era una vocación, era un salto. Se dieron varios episodios que me fueron alejando del modelaje. Una vez, me llamaron para participar en un concurso donde tenía la posibilidad de que me hicieran modelo exclusiva para una marca. Nos citaron en el restaurante La Pérgola, en Montjuïc. Era una cena y yo tenía que salir en el desfile. Y fui tan contenta con Josep Maria. Pero en la puerta le dijeron a él que no podía pasar. Y les dije que me borraran de la lista, porque yo me iba con él. Todo eso me hizo dejarlo. Veía que tampoco ese era mi mundo. Beà me decía que no lo hiciera por él; pero, desde siempre, yo tengo muy claro lo que quiero hacer.

¿Y a dónde fuiste?

Un día vi que pedían una encargada para una galería de arte en la Rambla de Catalunya, con Diputació, que se llamaba Sennacheribbo. Ahora están la calle Enric Granados. En aquel mismo local, tenían otra sección, que era la librería italiana. El caso es que fui, me hicieron una serie de pruebas del tipo cómo enmarcarías esto, dónde lo pondrías..., y empecé a trabajar al momento. Todo lo que sabía de cuadros y pintura lo había aprendido de Beà, que también es pintor y, antes de casarnos, había estudiado en París con unos herederos de la Academia Julian, por donde pasaron muchos grandes de la pintura francesa. Cuando nos casamos, él tenía 28 y yo tenía 21.

Hay una relación artística entre ser modelo de modas y trabajar en una galería de pintura.

Pero hubo un paso intermedio entre ambos trabajos, que fue cuando, a los 15 días de casarnos, murió el padre de Beà y le dejó las tiendas en herencia. Vendían juguetes, carritos de bebé, cunas, artículos de deporte... Una tienda estaba en la calle Creu Coberta, en el tramo de Hostafrancs, y la otra en la calle del Call, en el barrio gótico. Esa tienda era preciosa, con un artesonado modernista... Todavía existe. Pero Josep Maria no quería llevarlas, y yo le dije: “Pues yo también quiero ser libre como tú”.

¿En Sennacheribbo tratabas con artistas?

Claro, estuve 14 años trabajando allí. Era maravilloso. Fue una escuela de aprendizaje. Hacíamos marcos a medida y muchos pintores querían que fuera yo quien les enmarcase los cuadros. Conocí a Antonio Saura. ¡Qué guapo era Saura! ¡Tenía un aura ese hombre! Y muchísimo a Félix Revello de Toro. Victoria de los Ángeles también era clienta, y fue ella quien me animó a escuchar ópera. Y, además, fue aquí donde aprendí a hablar catalán. Me ayudaron todos.

¿Por qué la dejaste?

Porque Beà dejó la revista Rambla por problemas con su socio. Era una revista de cómics que había tenido mucho éxito. Cuando se fue, decidí que tenía que ayudarle a montar su propia editorial. Así que le dije: “No te preocupes, ponemos una editorial tú y yo, y me voy de Sennacheribbo. Yo me encargo de toda la parte comercial, y tú de la artística”. De este modo, nació Editorial Intermargen, que fue una aventura que arrancó muy bien, hasta que empezamos a perder dinero.

¿Tenías experiencia previa como editora?

No, pero yo siempre he ido así por la vida. Si que hay que montar una editorial, se entera una de cómo se monta una editorial, dónde te tienes que dar de alta, qué hay que hacer, con quién hay que hablar, y adelante.

Podría decirse que también has sido la agente de Beà.

Aparte de su relación con Toutain, siempre le he hecho yo de agente a Josep Maria. Desde que me conoció, se lo he repetido: “Mira, lo que yo sé hacer, puede hacerlo mucha gente. Pero lo que tú puedes hacer, no; porque eso es un arte que tú tienes, que no se puede transpolar. Por lo tanto, a mí no me importará hacer cosas que me gusten, pero que vayan en apoyo a que tú puedas hacer aquello te guste”.

¿No sentías que ponías tu vida al servicio de la suya?

¿Por qué? Son mis decisiones. Y yo siempre he tenido muy en cuenta toda la ayuda que él me proporcionó para darme otro nivel de de conocimiento y otras relaciones. Por eso he sido yo muy generosa. Siempre he celebrado sus éxitos como míos, porque también lo son un poco, o más que un poco.

Vivisteis en Castelldefels en la época de las drogas y el rock.

Sí, pero yo no tomaba nada de droga nunca. Es que no quise ni probarla. Soy una persona que sé que, si pruebo algo que me gusta, no tengo voluntad. Voy a aquello que me gusta, a repetir. No me fiaba de mí, me conocía. Así, que mejor no probarla. En Castelldefels vivía Pete Sinfield, que había sido letrista de King Crimson, y nos hicimos muy amigos. Montamos una pandilla. Pete organizaba fiestas particulares en una discoteca que se llamaba El Mosquito, e invitaba a sus amigos que andaban por España de concierto. Venían Roxy Music... Mucha gente. Era fantástico.

Siempre he celebrados los éxitos de mi pareja como míos.

¿Por qué os fuisteis de allí?

Por lo que te he dicho. Porque todo el mundo consumía y había de todo en bandejas. Coca, cristal líquido... Ibas a una fiesta, y te recibían preguntándote ¿qué quieres, subir o bajar? Te ofrecían lo que quisieras. Y enseguida empezaron a morirse uno detrás de otro. Todo tipo de muertes. Se estampaban por la carretera al salir de una fiesta. Un día me quedé mirando dentro de mi casa, y le dije a Josep Maria: “¿Te das cuenta de que todos los camellos de Castelldefels han estado aquí? Si en este momento hay una redada, con el tipo de gente que nos visita no salimos”. Josep Maria siempre ha tenido mucha curiosidad por conocerlo todo. Y yo me sentía absolutamente aislada. A mí me gustaba estar con él, ir a comer juntos, irme a la playa con él... Sin embargo, hubo un momento en que siempre iba sola. Además, me daba miedo viajar en coche en según qué condiciones. Hasta que al final le dije: “Mira, nos estamos jugando la vida. Tú decides. O te quedas con el rollo de Castelldefels, pero entonces te quedas sin mí, o dejamos Castelldefels y nos vamos juntos”. Y dejó Castelldefels y seguimos viviendo plácidamente.

¿Cómo es tu vida plácida actual?

He estudiado. Después de cuidar a mi suegra, que estuvo cuatro años viviendo con nosotros, murió a los 97 años, dulcemente, durmiendo, me apunté a la escuela de adultos para sacarme el graduado escolar. Y, cuando lo obtuve, me preparé para el acceso a la universidad. Lo aprobé y me matriculé en Periodismo, en la rama de Humanidades, en la Universitat Pompeu Fabra. Pero solo aguanté un año.

¿Dejaste la universidad?

La empecé con 60 años y ahora tengo 77. Era la mayor de mi curso de largo, las que más se me aproximaban eran treintañeras.

¿Fue por eso?

No. Fue porque me decepcionó. Creía que iba a descubrir que la gente estaba movilizada, y me encontré que estaba llena de niños Dios. Cuando había que hacer una huelga, la gente se iba al cine. Le dije a un profesor: “He venido buscando una revolución para mejorar o para cambiar algo, y no la encuentro”. Su respuesta fue: “Tienes una idea muy romántica de la universidad”. Esa forma de enseñar me desmoronó.

Ay, Mariana. ¿Has visto la película de Bob Dylan? Trata de un artista que solo se ha sido fiel a sí mismo.

Algo de eso hay. En la universidad, un profesor les decía a los estudiantes que hay que trabajar para los periódicos sin tener en cuenta si son de derechas o de izquierdas, que hay que amoldarse. Fue entonces cuando lo dejé. Yo no voy a dejar de ser yo.

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