Su Dang Lu se multiplica a sí misma tras la barra del bar 104 del Poblenou de Barcelona. Es la hora del almuerzo en este barrio lleno de oficinas. Se recoge el pelo mientras saca cafés y bocadillos y saluda a clientes. Lleva 9 años trabajando en el mismo local, que compró tras haber llegado de China, una década atrás. Pero hace un par de semanas algo cambió en su día a día. Esos clientes a los que lleva años sirviendo y sonriendo ahora la llaman por su nombre.
Es gracias a unos estudiantes de diseño que han ideado una campaña llamada #TengoNombre. Es una idea sencilla pero eficaz, que consiste en colgar carteles que rezan “No soy el 'chino'. Me puedes llamar...”, seguido de un espacio para que el propietario del local o sus trabajadores escriban su nombre.
Laia Sánchez y Alex Porras son los jóvenes detrás de la iniciativa. Son estudiantes en la escuela de creatividad Brother Ad de Barcelona. “Nos dimos cuenta de que expresiones como 'comprar en un paki' o 'un bar chino' son racistas. Nunca lo habíamos pensado, pero engloban a una persona en un grupo y lo victimizan”, explica Sánchez. Reconoce que ella misma ha usado estas fórmulas más de una vez, aunque su hermana siempre la corregía. “Yo pensaba que no era para tanto, pero sí lo es. Se trata de ponerse en la piel de los demás”.
Un gesto tan fácil como preguntar el nombre o referirse a estos establecimientos simplemente como bar, tasca, colmado o supermercado supone una gran diferencia para personas como Dang. “Es muy ofensivo que nos llamen 'chino'. Y ya no te digo 'chinito'”, dice en referencia a sus hijos, que estudian en una escuela del barrio, “Todos los compatriotas decimos a los niños que no hagan caso ni digan nada, porque no queremos problemas”, explica esta hostelera.
Pero, gracias al cartel rojo que luce en la puerta de su bar, ha cambiado de opinión. Ahora sí insta a sus hijos a quejarse. Igual que ella empieza a reprender a los clientes que la llaman 'china'. “Una cosa es que me lo digan de manera cariñosa, como yo llamo 'gallego' a Miguel, el propietario de un bar de aquí al lado. Porque está orgulloso de ser gallego igual que yo de ser china, pero no me lo digas porque te dé igual cómo me llame. Soy una persona y tengo nombre”, reivindica.
“No tengo un nombre tan difícil”
“Pues no, no lo sabía y no me lo había preguntado nunca”, confiesa uno de los clientes del bar de Dang, preguntado por si conocía el nombre de la mujer que cada mañana le pone el café a él y a sus compañeros, trabajadores de una oficina cercana. Dice que ahora –“por supuesto, qué menos”– la llamará por su nombre, y se acerca a mirar el cartel, para memorizar las tres sílabas: Su Dang Lu. “Es que, además, no tengo un nombre tan difícil de pronunciar”, ironiza la hostelera.
Malik tampoco entiende por qué a la gente “le cuesta tanto” aprender un simple nombre. Este tendero de un colmado cercano llegó de Pakistán hace 5 años, con 17 y, desde entonces, ha trabajado siempre en este tipo de tiendas. Poco a poco ha ido progresando y tiene la suya propia, con diversos trabajadores. Pero su verdadero sueño está a punto de cumplirse: en pocos días abrirá un restaurante de comida pakistaní.
“Han sido muchos años de trabajo duro. Me he esforzado, conozco a la gente del barrio, voy a darles de comer... Pero seguiré siendo 'el paki'”, se lamenta Malik. Por eso está contento de tener un cartel como el de Dang en la puerta, en su caso amarillo y con el nombre de Alí, uno de sus trabajadores.
“Hemos aprendido el idioma y trabajamos aquí, pero nos dicen que no nos integramos. Es muy triste que nos lo diga gente que no se molesta ni en aprenderse nuestro nombre”, se lamenta el joven. Tanto él como Dang saben que se trata de un pequeño gesto. “No es muy importante, pero son cosas como estas las que pueden cambiar el mundo”, dice, esperanzada, la hostelera.
Estos pequeños cambios son los que persiguen Laia y Alex, los creadores de la campaña. “No queremos convencer a nadie, simplemente generar debate y hacer que la gente se cuestione cosas que tiene muy asumidas y que, aunque crean que son inofensivas, sí ofenden”, aseguran.
Ahora hay una decena de carteles colgados por el barrio y en su perfil de Instagram han subido los materiales para que quien quiera pueda replicar el gesto. A pesar de que algunos comerciantes les han comunicado que sus carteles han sido arrancados o vandalizados, se muestran esperanzados. Eso demuestra que se trata de una campaña necesaria. Y, por eso, mucha otra gente ha respondido de manera favorable.
En menos de una semana han conseguido más de 7.000 seguidores y tienen pendientes colaboraciones con diversas entidades antirracistas. También quieren ampliar la campaña y no sólo denunciar microrracismos. “Una cosa que tienen en común los colectivos minoritarios y marginalizados es que no se los llama por su nombre”, reflexiona Laia, que apunta que eso afecta a mujeres, trabajadores precarios, y a muchas otras personas en las que ni siquiera hemos reparado.