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Núria Marcet, 91 años y en primera línea contra los desahucios: “La vida consiste en no aceptar las injusticias”

Núria Marcet, durante la acción para paralizar el desahucio de la calle Lleona, en Barcelona, este miércoles

Pau Rodríguez

16 de mayo de 2021 21:47 h

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La hora prevista para la llegada de la comitiva judicial es a las 10.40, pero ella se presenta unos veinte minutos antes. Abrigada con un poncho blanco con rayas negras, empujada su silla de ruedas por uno de sus vecinos, Núria Marcet, de 91 años, acude un día más a tratar de paralizar un desahucio en su barrio, el Gótico de Barcelona. Hoy es miércoles y hay programados hasta media docena de desalojos en el distrito, pero esta anciana ya tenía claro desde el principio a cuál iba a acudir esta vez: al de la calle Lleona. “Aquí vive una vecina que es amiga, Kris. Algunas veces los desahucios son de personas queridas y muchas veces no. Pero da igual: todos son injustos”, explica, sonriente pese a las circunstancias. 

La escena es la habitual de una mañana de desalojos en el centro histórico y turístico de Barcelona. A medida que se acerca la hora, a la calle Lleona van llegando los activistas, la mayoría jóvenes y otros no tanto, todos pegados al móvil. “Parece que conseguiremos parar el desahucio en la calle Roca”, dice uno. “Los Mossos han cargado en el Raval”, comentan sobre otro desahucio en el barrio vecino. Desde la azotea del número 6 se asoma Kris, que les saluda y lanza besos. “¡Resiste!”, le gritan desde abajo. Al cabo de poco, aparece más gente con megáfonos y tambores y la calle se llena de griterío: “¡Vecina, despierta, desahucian en tu puerta!”. 

A su edad, Núria Marcet es quizás la activista contra los desahucios más veterana de Barcelona. También una de las más apreciadas por sus compañeros de lucha, que la saludan con efusividad. Desde hace varios años, acude casi cada semana a alguna de las convocatorias de la asociación 'Resistim el Gòtic' para frenar desalojos en la puerta de los afectados. Antes iba sola y andando; desde que sufrió una caída hace un año, lo hace en silla de ruedas y acompañada. “Tiene tantos amigos en el barrio que siempre se entera de adónde hay que ir”, comenta Xavier Domínguez, que vive en su mismo bloque y hoy se ha ofrecido a pasar la mañana junto a ella. 

“Yo, mientras pueda, seguiré viniendo. No podemos permitir que haya gente que se quede en la calle o que se tengan que ir del barrio”, lamenta Marcet. Ella llegó al Gótico a mediados de los años 80. “Me gustaba porque era como vivir en una ciudad y a la vez un pueblo, donde todos nos conocíamos”, recuerda. “Ahora esto es cada vez más difícil”, constata. En este barrio, que ha sufrido en las últimas décadas varias oleadas de gentrificación –la expulsión de vecinos de toda la vida por otros de mayor poder adquisitivo, o directamente por turistas–, un desahucio no es solo una tragedia para el afectado; significa también un vecino menos. 

Marcet llegó al activismo antidesahucios a través de la Asociación de Vecinos del Barrio Gótico, muy centrada en los últimos años en ganar equipamientos públicos frente al boom turístico, pero este es para ella solamente el último capítulo de una trayectoria vital llena de giros de guión. Nació en Terrassa en 1930, en una familia religiosa de 14 hermanos y bien posicionada socialmente. De muy joven entró de monja en la Congregación de María Reparadora, en la que estuvo casi dos décadas, pero llegó un día en el que se dio cuenta de que aquello no era para ella. “Había mucha gente de dinero, muy clasista, nunca me pareció bien y al final me decidí”, recuerda.

Dejó los hábitos y se fue a vivir al Camp de la Bota, un barrio de chabolas hoy desaparedido. Allí formó una cooperativa de artesanía en la que trabajaba con población gitana, junto a figuras como la del sacerdote y activista social Francesc Botey. “Al cabo de unos años, cuando desmantelaron el barrio, me puse a estudiar enfermería”, prosigue. Estuvo en el Hospital Vall d’Hebron, durante la época de la Transición, pero tampoco aquella etapa fue para ella definitiva. Viajó varias veces a la India y, con el tiempo, se acabó estableciendo como profesora de yoga, una de las primeras que habría en la ciudad. 

Entre los activistas que han acudido este miércoles a parar el desahucio de Kris, los hay que la conocen desde hace más de una década. Como Tere Picazo, otra histórica del barrio, que la describe así: “Núria es una mujer tozuda en el buen sentido. Es alguien que se ha cultivado mucho, que ha vivido sola y que esto la ha hecho ser muy autónoma. La solidaridad, como la que muestra aquí, es el leit motiv de su existencia”, explica. Ambas se encuentran cada viernes junto a otras amigas en el Espacio Social La Negreta para jugar al Rummy. “Nos gana a menudo”, se ríe. 

Desde hace apenas un par de meses, además, esta mujer da nombre a un piso para mujeres sin hogar de la ciudad. Es una de las estancias del Centro de Inclusión Residencial (CIR) La Llavor, en Collserola, gestionado por Sant Joan de Déu en concierto con el Ayuntamiento de Barcelona. En febrero de 2020, cuando cumplió 90, también bautizaron con su nombre una de las salas de La Negreta. El homenaje fue una de las últimas fiestas antes de la pandemia. 

La mañana avanza en la calle Lleona y la comitiva judicial no aparece. Sí han llegado la procuradora, en nombre de la propiedad, y la técnica de la unidad antidesahucios del Ayuntamiento. Un retraso así, de más de tres horas, no suele ser habitual. Marcet lo tiene claro: “Esto es porque quieren cansarnos y que nos vayamos a casa para entonces desahuciarla. Ni hablar”. Ella no se mueve. La otra duda es si aparecerán los Mossos, aunque a esas horas todo el mundo parece tener claro que no. La última vez que Marcet estuvo en un desalojo con antidisturbios fue en La Rambla, con una de las pocas vecinas que queda en la avenida, Maite. “Aquel día conseguimos pararlo. Fue muy bonito”, recuerda. 

La comitiva judicial se acaba presentando pasadas las 14.00 y, tras una breve charla con todas las partes, acuerda suspender el lanzamiento. Kris y los demás activistas se dirigen al grupo para celebrarlo, emocionados. “Pues ha merecido la pena. Por fin podemos ir a comer”, sonríe la mujer. Y concluye: “La vida es muy sencilla, ¿no? Consiste en no aceptar las injusticias”.

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