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Olesa de Bonesvalls, el pueblo de las inmatriculaciones: 82 fincas de la Iglesia y una familia expulsada tres siglos después

El antiguo Hospital de Cervelló, de Olesa de Bonesvalls, ahora en obras. Frente a él, el concejal Vico y el capataz de la obra

Germán Aranda Millán

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Viñas secas y muertas rodean el imponente hospital gótico de Cervelló, edificio amurallado del siglo XII, en Olesa de Bonesvalls, un pequeño municipio catalán de solo 1.800 habitantes que sin embargo es el que más bienes inmatriculados por la iglesia ostenta en todo el estado, 82 en total, la misma cifra que el Pont de Suert, en Lleida. Estas propiedades, hasta un total de 34.961 en todo el estado –según la lista que se dio a conocer en febrero–, fueron registradas entre 1998 y 2015 gracias a la ley hipotecaria de José María Aznar que permitió a la Iglesia certificar sus bienes.

En Olesa, emplazada en la comarca del Alt Penedès, a 30 kilómetros de Barcelona, las inmatriculaciones no han dado lugar hasta el momento a litigios. Más allá del antiguo hospital –que hacía las funciones de hospedería durante el medievo–, las propiedades mayoritariamente están registradas como “bosque y matorral”, pero suman 700 de las 3.000 hectáreas que ocupa el municipio, es decir, cerca de una cuarta parte del pueblo. Eso sí, los 350.000 euros que cuesta la obra de rehabilitación del edificio gótico los pone la Diputación de Barcelona y no la propia Iglesia. 

Desde la diócesis de Sant Feliu de Llobregat, que ostenta la mayoría de propiedades religiosas del pueblo, recalcan que a pesar de la gran extensión de propiedades se trata de “una casualidad” que sea el municipio con más bienes de este tipo. “Se podría haber registrado todo en una sola finca pero se ha hecho registrando parcela a parcela, hasta 80, algunas muy pequeñas e incluso alguna de 200 metros cuadrados”, apuntan. Quien lo explica es Joan Torra, responsable de patrimonio del obispado de Sant Feliu de Llobregat. El hospital funcionaba como hospedería de peregrinos “con la obsesión de vertebrar el territorio entre Tarragona y Barcelona”, de modo que en el municipio del Penedès dormían quienes recorrían a pie ese trayecto. El entonces obispo de Barcelona mandó construir este hospital originariamente de la familia Cervelló, que acabó dejándolo a la Iglesia según unas escrituras medievales que sirvieron a la Iglesia para inmatricular las fincas. 

“Antiguamente, nadie cuestionaba que lo que era de la Iglesia era de la Iglesia. Existimos desde mucho antes de que existiera el catastro y el registro de propiedad, así que no se trata de que nos hayamos adjudicado cosas que no son nuestras, sino que lo hemos ordenado de acorde a la nueva ley. En algunos casos puede haber habido alguna equivocación, pero en Olesa no ha pasado”, defiende Torra con un testimonio que coincide con el de Carles Vico, edil de urbanismo del municipio que nos recibe en el pueblo. “Que nos conste, en Olesa sólo han inmatriculado lo que realmente es suyo”, dice. 

Mientras que desde el obispado Torra aseguraba que las tierras de la Iglesia no tienen ánimo de lucro en Olesa, el edil Vico asegura que desde el obispado estarían “encantados” si de la reforma en marcha del hospital saliera un negocio como un hotel. “Los beneficios serían para la Iglesia”, dice Vico, aunque reconoce que el consistorio ha mediado con la Diputación de Barcelona y les han “regalado” los 350.000 euros de la reforma, dice en sentido coloquial. En una ocasión, la Iglesia se mostró dispuesta a vender unos terrenos que permitirían crear una cantera cerca del pueblo, pero el Ayuntamiento se opuso por las molestias que ya generan las canteras existentes en los aledaños. “Tienen poco dinero y necesitan ventas así, pero me quedo con lo que me dijo una vez un representante de la Iglesia: ”Nosotros no tenemos prisa. Llevamos 2.000 años y aquí seguiremos“. 

Vico dice no ser “nada” religioso y explica que el pueblo lo es “muy poco”. “A la misa de los domingos van cuatro o cinco personas”, cuenta, aunque explica que la fiesta mayor del pueblo, que consiste en bendecir el pan, sí que despierta todavía bastante expectación entre sus habitantes. La reforma del hospital, uno de los pocos edificios civiles del Gótico que existen en Catalunya, puede “ayudar” a potenciar el turismo en el pueblo, aunque Vico no cree que “ayude a poner el pueblo en el mapa”, como defiende desde el obispado Torra. “Aquí ya tenemos un turismo importante de caminantes y ciclistas, que aumentó muchísimo durante la pandemia en los momentos en que no había confinamiento municipal”, aclara, y expresa que lo que él desea es que “el hospital pueda tener un uso público para el pueblo, con salas de conferencias, exposiciones…”. 

La familia expulsada después de 300 años en la finca 

En un paseo por el interior del hospital, cuesta creer que allí adentro ha estado viviendo hasta hace apenas unos meses una familia que desde hace 300 años ha ido cuidando, de generación en generación, el enorme recinto. Eran los masovers, beneficiarios de una forma de arrendamiento tradicional que consiste en habitar y trabajar en una masia que no es tuya a cambio de conservarla en buen estado.

El interior, en plena obra, mantiene intacto el aire medieval y no parece habilitado para una vivienda. Una orla de la facultad de derecho de la Universitat de Barcelona del año 92 colgada en una pared es de los pocos signos de vida reciente que se aprecian. “Es mi hermana”, confirma Francesc Mitjans, el último de los masovers que ha vivido en el hospital hasta ser expulsado definitivamente hace unos meses

El masover, que ya alternaba el cuidado de las viñas, almendros y la finca con otros trabajos desde hacía años, ha conseguido hacerse con otra casa en el pueblo y vivir de su empleo en la cantera, donde ya hace quince años que trabaja. Pero se indignó con la Iglesia, que reclamaba la vivienda y el garaje que su familia se construyó con el tiempo dentro del mismo recinto del hospital. Según Francesc, esa casa es suya. “Lo primero que querían hacer cuando aprobaron la obra es tirarlo, pero esta parte es mía”, dice, y así se lo hizo saber al Ayuntamiento y al obispado, que acabaron respetando su parte –por ahora alquilada a otra familia–. 

Cuenta cómo fue el proceso que le llevó a abandonar el cuidado del hospital en diciembre: “Mi abuelo tenía contrato para cuidar la casa, pero mi padre ya no, así que decidieron que yo me podría quedar hasta que murieran mis padres. Y mi madre falleció el año pasado, así que me fui”. Desde la iglesia critican que los masovers “no han cuidado bien del hospital” y que incluso han ocasionado algún desperfecto con alguna de las obras, pero Francesc responde a las acusaciones: “La Iglesia siempre decía que no tenía dinero para las reparaciones. ¿Cómo lo vamos a tener nosotros? Dicen que está mal, pero el edificio está ahí, en pie y nuestra familia lleva 300 años cuidándolo. Hacer obras en una casa como esa cuesta mucho dinero”. Los 350.000 euros de la obra en marcha le dan la razón. 

El antiguo masovers también responde a la afirmación de Torra de que la Iglesia “solo pedía el cuidado de la casa y permitía a la familia que se quedara con el beneficio que pudiera sacar de las viñas”. “Eso dicen, ¿no?”, se pregunta Mitjans retóricamente, y muestra un contrato de 2007 en el que le pedían una quinta parte de los beneficios que obtuviera. “Si sacaba 6.000 euros en un año, les tenía que dar 1.200, pero yo ponía el camión, yo lo ponía todo...No dan para vivir tierras así, de modo que tuve que buscarme otro trabajo”, explica. 

El masovero buscó a un sucesor que cultivara las viñas, pero unos años después éste también desistió y llevan tiempo descuidadas, por eso lucen secas y muertas. El bosque colindante tampoco está todo lo cuidado que debería, aunque Torra, desde el obispado de Sant Feliu, explica “la responsabilidad forestal de la Iglesia como propietaria de mantener los bosques”. Josep, que vive a pocos metros del hospital, se muestra muy crítico con este descuido: “Está seco y lleno de ramas en el suelo que luego no te dejan ni cogerlas. Si un día llega un loco y prende fuego, arderá todo”. El hombre, que trabaja en la automoción, apunta a la fábrica de chicles Fleer y a las canteras como algunos de los principales polos de empleo para el pueblo. “¿Cuántos trabajáis en los chicles?”, pregunta a un joven fornido que le está construyendo una caseta para un gallinero. Unos 90, responde el joven, y después aclara que por la tarde empieza su jornada en la fábrica de chicles y que lo de la carpintería “es un hobby”. 

El pueblo, apacible y silencioso, vive un poco al margen de las inmatriculaciones, muchos vecinos ni siquiera sabían que el suyo es el municipio con más propiedades registradas por la Iglesia. Francesc Mitjans, en cambio, guarda gracias a la memoria oral algunas historias casi legendarias que tuvieron lugar entre las cuatro paredes del rojizo edificio amurallado. No tiene dudas al escoger la más sonada: “Una noche, durante las guerras carlistas, uno de mis antecesores hospedó a los combatientes de un bando. Al cabo de unas horas, llegaron combatientes del otro bando preguntando también si podían quedarse. Durmieron en plantas diferentes, pero mi pariente no pudo pegar ojo. Por la mañana, se fueron a horas diferentes y nunca supieron que habían dormido en el mismo lugar. Pudo correr sangre, pero no fue así”.

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