Paso la mañana del lunes dos en Munich, donde estaba desde el viernes por motivos laborales. El domingo, día del referéndum, viví sensaciones muy extrañas al sentirme muy lejos y al mismo tiempo muy cerca de los acontecimientos mientras descubría la dificultad de informarme en tiempo real por el maniqueísmo exaltado de las redes y la nula imparcialidad de la mayoría de medios al narrar los hechos Me sentí desesperado, preocupado y con muchas ganas de amanecer para poder leer con calma un relato consistente, que tampoco llegó con el inicio de la semana.
A lo largo de esa última mañana bávara recibí muchas llamadas de trabajo informándome de la mal llamada huelga general del martes, un paro forzoso que rompía, paradojas del Procés, el derecho a decidir de los trabajadores. Esas charlas incrementaron mi malestar entre la desproporcionada violencia durante las votaciones, ya dije en su momento que si cargaban se lo cargaban, y la incertidumbre, sin duda la palabra que más nos ha acompañado durante la semana.
Al llegar a Barcelona aterricé en otro mundo y para entenderlo me guié por la calle repleta de carteles, algunos impolutos y muchos otros arrancados, como si la pugna maniquea se estableciera a partir de esos pequeños gestos, algo que el paso de la semana confirmó con creces.
El martes me quedé en casa trabajando como buen autónomo mientras desde la radio y las redes me llegaban ecos de lo que acaecía en la calle. La pisé a las ocho de la noche, cuando recorrí media ciudad para ir a una cena. El paseo deparó varias metáforas. El primero mientras circulaba por Pare Claret. Iba solo, callado y tranquilo. En travessera de Gràcia atisbé un grupo bastante numeroso con banderas españolas. Habían dejado atrás la comisaría donde los volví a ver el miércoles. En Industria, como ven estaba emparedado, otra concentración no menos abundante entonaba cánticos y empuñaba esteladas.
En Gràcia volvió una cierta normalidad, pero claro, llegaron las nueve de la noche y, de repente, me encontré en Marià Cubí, una zona bien para que me entiendan los que no son de Barcelona, en pleno discurso del rey, y con el mismo llegó la esquizofrenia. Intentaba seguirlo con el móvil mientras unos vecinos gritaban vivas a España y al monarca mientras otros levantaban la voz llenándola de independencia. Fue surrealista, escribí un tuit dejando clara mi opinión sobre el error de lo leído por Felipe VI y entré en el restaurante.
El retorno fue tranquilo. El miércoles pude retomar con mucha alegría mis actividades cotidianas y a las ocho de la tarde hablé con los chicos de una cadena norteamericana que querían saber más sobre el tema. A las nueve entramos a un bar a escuchar a Puigdemont, con franca ventaja en estética, frame e ideas sobre el jefe del Estado al hablar después, y así lo atestiguó el arsenal semiótico de su breve parlamento entre darlo de pie, la puerta entreabierta y una ligera moderación en el tono. Sin embargo lo mejor transcurría en ese local del carrer Sicilia, donde el barman discutía con un cliente hasta desgañitarse. Al final fueron a fumarse un cigarro y apareció el pinche, proclamándose un rojo que estaba fins els collons de toda la historia, y lo mismo dijo una señora a la que me crucé en plena cacerolada.
Pensaba coger el metro, pero esa ansía de saber a partir del caminar me llevó a la comisaría de travessera de Gràcia, donde los nacionalistas españoles habían dejado un mísero hueco para que circuláramos los transeúntes, otra vez mudos mientras ellos aullaban no estáis solos y viva la Guardia Civil.
Las cosas se calmaron tras dejarlos atrás. El jueves amaneció más tranquilo, casi como una tregua. Di una clase y en la esquina de passeig de Sant Joan con Diagonal vi, por primera vez en seis años, más senyeres que estelades, quizá un leve indicio de cordura ahora que muchos, los que no llevan estandartes, empiezan a despertar y levantan la voz por un diálogo que defiendo desde siempre en estas páginas.
Por la tarde fui a pasear con alumnos. Tocaba visitar el barrio de Vallcarca, donde tuve la nota agradable de la jornada al conocer al vecino que vive en la casa de una fachada con perros escultóricos en el carrer Bolívar. El buen hombre me confirmó que la vivienda, una magnífica muestra de eclecticismo de finales del siglo XIX, cuando la zona era punto de veraneo para los barceloneses, está expropiada y desaparecerá con la nueva rambla verde de Vallcarca. Y bien, no creo que Ada Colau me lea, pero por favor alcaldesa, si hace falta trasládela piedra por piedra a otro sitio. No haga que perdamos el patrimonio de los barrios, muchos más valioso en ciertos aspectos que el patrocinado por la marca BCN, la misma que, por ejemplo, expulsa a muchos vecinos del Poblenou comprando edificios enteros.
Al terminar la ruta vi cómo la casa que precisamente inaugura la calle Bolívar, una joya de 1790, también está medio en ruinas. Al lado brillaba un cartel de Democracia, el primer mensaje en el que reparé. Otra vez solo bajé por Gran de Gràcia y no paré de toparme con más carteles, muchos de ellos reescritos con tachaduras enemigas, clamores para parar el desaguisado y otras lindezas que no merece la pena constar en acta. En la plaça de la Vila de Gràcia me paré un rato para escuchar una asamblea y en la de Revolució vi otra guerra de pintadas justo al lado del antiguo banc expropiat. La original pedía máximo respeto para los mossos. El añadido la contrarrestaba recordando las cargas del 27 de mayo de 2011 en plaça Catalunya. Así estamos pensé, y la llegada al bar para desconectar con los amigos se convirtió en un estupenda terapia con muchas risas, justo lo que nos falta, percibiendo a lo largo de la noche un ambiente muy festivo en el barrio y una indudable voluntad de humor para acallar tanto ruido de fondo.
Quería seguir este diario semanal hasta el lunes, pero se ve que ya no habrá DUI el nueve de octubre y por lo tanto terminaré esta crónica en viernes, muy anodino, de tregua urbana mientras los bancos cambian de sede y Artur Mas dice que Cataluña no está preparada para la independencia, lo que parece apuntar a una especie de marcha atrás ante el miedo que genera lo económico. Otros dicen que hay conversaciones secretas entre ambos irresponsables del problema. La incertidumbre seguirá durante meses, pero al menos en mi fuero interno da la sensación que la tensión cede ante el deseo ciudadano de diálogo, algo fundamental, como asimismo lo es que la gente de a pie al final, por si alguien lo dudaba, tiene mucha más cordura que sus representantes políticos. La mayoría de habitantes de este país, no me hagan precisar cuál porque al final ni yo lo sé, no llevan banderas, quieren tranquilidad y un acuerdo. Hablar siempre ha sido lo más importante en política, ahora sólo falta que los máximos implicados lo entiendan, y no es tan difícil, créanme.