El último parte de guerra de Franciso Franco, después de declarar “cautivo y desarmado el Ejército Rojo” anunciaba que la guerra (provocada por el alzamiento de los facciosos contra la legítima II República) había terminado. Las tropas mal llamadas “nacionales” habían alcanzado sus últimos objetivos militares. Y mientras continuaba el horror de la represión, empezaba una larga senda de perpetuación de su vengativa victoria contra nuevas víctimas aún por nacer, concebidas entre el horror de los bombardeos, o el miedo a las sacas y los paseos que acababan en las cunetas… y que se extendería a los hijos de sus hijos. Como una maldición bíblica. Como una tragedia que apenas se muestra ni se distingue, y que se vive en la casi inconsciencia de unos seres que heredan, sin saberlo, lo que va a enfermarles: las miradas que se ciegan de los seres más queridos, sus silencios atronantes, sus palabras enterradas.
Clara Valverde nos habla en su nuevo libro de la transmisión generacional del trauma. Y basta con leer a quién dedica su libro (a su abuelo materno Wilhelm Gefäll, cuya familia no sobrevivió al Holocausto nazi, y a su abuelo paterno J.M. Valverde Cano, preso de Franco) para entender que nada de lo que escribe puede serle ajeno. La gran ventaja que la autora nos lleva es que ha sabido identificar la herencia no deseada, reconocer sus daños, elaborar su duelo, y convertirlo generosa y lúcidamente, en palabras vivas y con relieve.
Las personas que se asomen al último libro de Clara Valverde podrán ir descubriendo invisibilidades y enigmas de su propia historia, del mismo modo cómo he podido hacerlo yo al comprobar que acertaba sin saberlo cuando intuía un dolor paralizante en gestos inexplicables que acababan inconcretos y en el vacío, o en “manías” y sobresaltos cotidianos que se exacerbaban por un trozo de pan que no se comía, o un ruido inesperado, o la visita de un pariente cuya sombra no podía traspasar el dintel.
El largo trabajo de destrucción y carcoma de una guerra que nunca acabó de terminar, de una memoria histórica no elaborada, de unas palabras tan necesitadas de oxígeno (y sin embargo, falsamente enterradas) muta en sus efectos -como los virus más resistentes- según la generación a la que se pertenece, la historia familiar y la propia elaboración personal y colectiva del duelo. Un duelo que los verdugos niegan, mientras cronifican un odio que atraviesa también generaciones, haciendo imposible que ninguna transición pueda presumir de ejemplar.
En la presentación del libro editado por Icaria con prólogo de la documentalista Montse Armengou, autora de numerosos trabajos sobre la dictadura y la represión franquista, Clara Valverde estuvo acompañada por Jorge Barudy, el neuropsiquiatra chileno que fue también víctima del golpe pinochetista. Barudy no escatimó elogios sobre la autora y el libro, al que definió como un “minitratado sobre la psico-traumatología”, mientras confesaba su perplejidad ante el hecho de que en España no se fuera más consciente de cómo sigue afectando a toda la sociedad la traumatización sufrida a raíz del alzamiento franquista. Barudy resaltó la diferente manera de abordar el shock (o no quererlo abordar en el caso de España) en los dos países, a pesar de que en Chile hubo 8.000 desaparecidos, y para España hablamos de más de 100.000. “Cuando la sociedad hace todo lo posible por no reconocer los traumas, tiene todos los números para seguir traumatizada para siempre”.
Carlos Jiménez Villarejo recordó por su parte en la presentación de “Desenterrar las palabras”, que a finales del 2013 había visitado España el grupo de expertos en desapariciones de la ONU y el relator especial para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. Lo destacable de la visita, y que pone de relieve la oportunidad y necesidad del libro, es que en el año 2013 dicho comité sólo fue a tres países: Nepal, Siria y España. “El silencio, el miedo, las penas sufridas en España desde julio de 1936 conllevan una dificultad de las generaciones posteriores para asumirlo”, sostuvo Jiménez Villarejo, que lamentó también la inexistencia de una Comisión de la Verdad “como forma de conocer la realidad de la violencia impuesta y el grado de violación de los Derechos Humanos que se produjo”.
No me resisto a reproducir unas palabras del prólogo escrito por Montse Armengou y con las que me identifico plenamente:
“En esa espiral infernal que causa el maltrato y la tortura —características esenciales de la represión franquista junto con la humillación y la aniquilación física y psíquica del «enemigo»— y en la que la víctima acaba sintiéndose culpable, el padre asesinado termina siendo el responsable de la desgracia familiar. Solo en el momento en el que la víctima —porque los hijos y los nietos siguen siendo víctimas como muy bien explica y analiza Clara Valverde en su trabajo— se reconoce como tal en el contexto de un simple documental, es cuando aprehende su condición de víctima y entiende que lo es y lo fue porque unos diseñaron un plan sistemático para que así sucediese.
Así que psicólogos, periodistas, antropólogos, forenses, historiadores, etc., que deberíamos estar al servicio de las más elementales políticas de reparación impulsadas por el Estado, acabamos siendo los bomberos del rescate de la represión de la dictadura y, lo que es más grave y vergonzoso, del olvido de la democracia.
El magnífico libro que nos presenta Clara Valverde habla de las víctimas, de esas voces silenciadas, de los sucesos que sucedieron ayer y que les han marcado de por vida. Pero, ¿qué tiene esto que ver conmigo? y ¿cómo nos afecta?, se interroga la autora. Todo, porque el libro habla principalmente de hoy, del presente, de esa salud democrática afectada por un trauma no resuelto y que vamos transmitiendo de generación en generación.“
Clara Valverde nos ayuda de nuevo a transitar por los caminos saludables de la verdad, a respetar las palabras, a no tener miedo a nuestra propia imagen en una historia cruel para que el futuro pueda construirse de modo más digno, y a poner en alto las palabras que importan para acabar con los silencios que nos quieren cómplices y culpables. Abramos las fosas comunes de nuestro relato para ennoblecer nuestra memoria.