El otro día iba por la calle y me paró una señora cargada con 2 bolsas de plástico. Creí que iba a preguntarme por una calle, pero no, quería venderme una pequeña estrella de ropa que había cosido la noche anterior. No paraba de decirme que estaba avergonzada, pero esa mañana no tenía ni un vaso de leche para su hijo de 16 años y la vergüenza se la tragó y salió a la calle a pedir. Era una mujer catalana de unos 50 años, extremadamente delgada y con buena educación. Se notaba que años atrás había vivido mejor.
La historia es real, no inventada, pero por respeto a ella, no daré detalle de su identidad, ni tampoco ofreceré pistas sobre la calle en la que la encontré. Lo que más me sorprendió fue que desconocía que ella tenía derecho a una ayuda en su ayuntamiento natal. Estaba convencida que dichas ayudas solo son para los emigrantes.
Y aquí es donde quería llegar. La opinión pública en general cree que los migrantes reciben mayor número de ayudas sociales en los ayuntamientos y lo cierto es que no es así. Cuando remueves ciertas cifras y puedes entablar conversación con algunos funcionarios de distintas poblaciones catalanas, resulta que los datos arrojan todo lo contrario. Más del 50% de las ayudas que se destinan van a parar a hogares catalanes, a través de pagos de suministros energéticos, becas comedor, tickets de comida, abonos de alquiler…
Todo no empieza y acaba en los comedores sociales, como pudiéramos pensar; es más, en muchas localidades no tienen, porque han considerado que daña la dignidad de las personas y por esta razón, prefieren ofrecer vales canjeables en establecimientos colaboradores con el ayuntamiento.
La última novedad de Hacienda es que los beneficiarios de dichas ayudas deben declarar la cuantía de las mismas, en caso contrario, puede ser un agravio para el ayuntamiento que las dispensa. Todo bajo control. Lo cual no es malo, ya que las ayudas como su nombre indica, son eso, procesos puntuales para que la persona pueda relanzar de nuevo su vida.
Pero cuando el control se ceba en los puntos más débiles de la sociedad, desaparece el concepto de transparencia que tanto exigimos en el siglo XXI, para convertirse en un estrangulamiento lento y por tanto, más penoso para quienes sienten vergüenza por ser pobres.
Hay vergüenza por pedir, por acceder a un trabajo inferior a tu currículum, por buscar trabajo, por no llegar a final de mes, por tantas cosas y los políticos saben de esa vergüenza y se amparan en ella para sesgar cada vez más en los recursos para servicios sociales. La vergüenza no deja aflorar toda la pobreza que hay en nuestras calles y me pregunto cómo podemos afrontar esta vergüenza, que paraliza más que el miedo.
El otro día iba por la calle y me paró una señora cargada con 2 bolsas de plástico. Creí que iba a preguntarme por una calle, pero no, quería venderme una pequeña estrella de ropa que había cosido la noche anterior. No paraba de decirme que estaba avergonzada, pero esa mañana no tenía ni un vaso de leche para su hijo de 16 años y la vergüenza se la tragó y salió a la calle a pedir. Era una mujer catalana de unos 50 años, extremadamente delgada y con buena educación. Se notaba que años atrás había vivido mejor.
La historia es real, no inventada, pero por respeto a ella, no daré detalle de su identidad, ni tampoco ofreceré pistas sobre la calle en la que la encontré. Lo que más me sorprendió fue que desconocía que ella tenía derecho a una ayuda en su ayuntamiento natal. Estaba convencida que dichas ayudas solo son para los emigrantes.