Cada época tiene su Wert. En la década de los años diez del siglo XX, el azote del catalán era el senador Antonio Royo Vilanova, que colaboró en algunas de las campañas más sonadas en favor del catalán con declaraciones incendiarias que animaban a cerrar filas. Por ejemplo, no se recató al denunciar «la práctica abusiva de la Diputación de Barcelona de redactar en catalán los expedientes administrativos de carácter judicial», o mejor aún, aquella frase que incidía en el principal motivo por el que los catalanes hablamos catalán: «El día que los catalanes se convenzan de que no nos molesta su idioma, cesará el mayor motivo de su uso». Si es que, básicamente, hablamos catalán para joder...
Pero la respuesta a la inventiva de Royo y otros no fueron únicamente el lamento y la protesta, ni tampoco la serie de razones históricas, culturales y de todo tipo que podría aducirse para la defensa del catalán en el uso público. A iniciativa del Centro Autonomista de Dependientes del Comercio y de la Industria (el CADCI), el día 1 de enero de 1916 se celebró la primera edición del Día de la Lengua Catalana, con el objetivo de fomentar la lengua en unos momentos en que arrancaba la normativa ortográfica y la Mancomunitat de Catalunya ya empleaba el catalán como lengua vehicular. Y existía un auténtico entusiasmo por la lengua. Decía ese día el periodista y escritor Josep Morató i Grau en La Veu de Catalunya: «La lengua catalana es; la lengua catalana fue; la lengua catalana será, pese a quien pese, y quieran o no sus enemigos». De este modo, y aparte de la legítima protesta reivindicativa, la sociedad civil se puso en marcha para convertir la defensa de la lengua catalana en una auténtica fiesta.
Somos auténticas hachas en montar fiestas. Solo hay que ver el estallido de los últimos años del Onze de Setembre, pero también tenemos Sant Jordi, un gran fiestón instituido no muchos años después de la experiencia del Día de la Lengua Catalana, en 1923. Al margen de los lamentos perpetuos sobre la ignominia del lapao en Aragón, o sobre la nueva batalla por la lengua en Valencia −donde ahora el Estatuto puede legalizar la ignorancia−, nos interesa más que nunca dejar a un lado el victimismo ceñudo y entender que es partir de la fiesta que debemos defender la lengua, que debemos proyectarla a todas partes, pero de una forma lúdica, participativa, luminosa, feliz, cívica y coral. Y pocas iniciativas pueden ser más efectivas, en este sentido, que la restauración del Día de la Lengua Catalana.
Disponemos pues de un antecedente propio, cuando se celebraba el 1 de enero, y también de iniciativas que recientemente han pretendido instaurar una conmemoración similar pero en coincidencia con la Diada de Sant Jordi. Sin embargo, ninguna de las dos fechas propiciará una celebración singularizada, y la fiesta quedará eclipsada por prácticas bastante más arraigadas en el calendario. Para el castellano, a iniciativa del Instituto Cervantes, en el año 2009 se empezó a celebrar el Día E, su propio día de la lengua, en el que abundan los actos culturales, las lecturas públicas de El Quijote y un concurso para elegir por votación popular la palabra más bonita de la lengua española. En ningún caso, sin embargo, se les ocurrió programar este día coincidiendo por ejemplo con el 12 de octubre, y lo celebran en el último sábado antes del solsticio de verano, y por lo tanto en alguno de los días más largos del año, lo que permite alargar las celebraciones con actos en la calle.
En esto han sido listos, y debemos copiarles. Hay restaurar el Día de la Lengua Catalana, pero disociado de las dos grandes algarabías del país, para convertirlo en una jornada festiva de fomento de la lengua y quién sabe si con el tiempo tendríamos una tercera jornada para celebrar. Habría elegir una fecha de primavera o verano, por ejemplo de mayo a julio, que pudiera generar adhesiones en todo el dominio lingüístico, porque al menos un día, aunque sea festivamente, la unidad de la lengua sea un hecho. Y empezar a pensar en un programa de actos bien variado: lectura pública de obras literarias (no sólo el Tirant, ¡que tenemos más!), concursos de dictados, mesas redondas, exposiciones, puertas abiertas a archivos y bibliotecas, juegos en catalán al aire libre, descuentos en productos en catalán y un larguísimo etcétera de lo más variado. Y teniendo en cuenta el grado de consenso que siempre ha generado la defensa de la lengua catalana, no sería muy sorprendente que el número de adhesiones y participantes acabara siendo de aúpa.
Ah, sí, la Constitución nos disgrega, la LOMCE nos subordina, el lapao nos ridiculiza y la justicia nos limita. Pues montemos una fiesta que sirva para demostrar, aquí, allí y en todo el mundo, que no somos una lengua pequeña. Si nos ponemos, ríete tú del Día E.