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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Cerrando heridas, abriendo brechas

En el año 2007, con la aprobación de la mal llamada Ley de la Memoria se consagraron dos anomalías. La primera, comprobar cómo partidos políticos con los que habíamos compartido cultura y luchas antifranquistas y antifascistas (IU, PSOE, PNV…) aprobaban un texto legislativo insultante para las víctimas. Y en segundo lugar, convertir de facto al Estado español en una excepción entre las democracias maduras en la medida que se blindaba un modelo de impunidad imposible de homologar con aquellas. Ambas han hecho del español un caso único.

Otras sociedades que padecieron el infortunio de regímenes dictatoriales, incluso menos sanguinarios que el Franquismo, tarde o temprano reconciliaron a la ciudadanía mediante la asunción de la verdad de todo lo acaecido y la reparación jurídica de las víctimas. No ha sido así en el caso español, para cuyos sucesivos dirigentes la demanda de hacer justicia con el ánimo y voluntad de invertir en el fortalecimiento de los valores democráticos de las nuevas generaciones ha sido una opción sistemáticamente descartada.

El caso español es único porque las víctimas no son reconocidas jurídicamente como tales, al considerarse legales los tribunales de la Dictadura, hecho que imposibilita la nulidad de sus sentencias. Justo lo contrario de lo que se ha hecho en Alemania o Italia.

El caso español es único porque el Estado es todavía incapaz de reconocer sus responsabilidades en la deportación de miles de republicanos a los campos de exterminio nazis. Y porque todavía se inhibe ante los miles de desaparecidos, asesinados en cunetas y ante tapias de cementerio, hasta el punto de tratar legalmente las fosas encontradas como si fueran necrópolis romanas.

El caso español es único porque el Estado se niega a reparar el trabajo esclavo de los republicanos que permitió a grandes empresas españolas sumar capitalizaciones. Como se niega igualmente a poner al alcance de la ciudadanía los archivos policiales  y la desclasificación de la documentación reservada o a retornar los patrimonios expoliados a miles de personas.

El caso español es único porque mientras obvia las víctimas de los grupos ultraderechistas y de las organizaciones paramilitares organizadas por el mismo Estado o sus funcionarios, despliega todos sus recursos para impedir que la causa abierta en la República argentina pueda avanzar.

La lista de agravios sería interminable, pero ya a estas alturas debería avergonzar a tantos y tantos políticos españoles que se pretenden decentes, sean de derechas o izquierdas. Políticos que durante años han publicitado cínicamente las bondades de la Transición sin ninguna voluntad de ejercer una mínima autocrítica como muestra de respeto a las víctimas y sus descendientes. Aún al contrario, políticos que callaron y aplaudieron una Ley de la Memoria que desviaba la atención de un sistema judicial español que se mantenía bunquerizado ante las demandas de justicia para con sus ciudadanos.

El mismo sistema judicial que sí se atrevía con la persecución de verdugos y mandatarios vulneradores de los Derechos Humanos en América Latina. Sin duda un noble empeño que, sin embargo, hoy ya no sería posible a raíz de la modificación de la legislación, propiciada por el PSOE primero y por el PP después, que limita el alcance de la aplicación de los principios de justicia universal.

El mundo democrático clama contra el vergonzante y distintivo modelo español de impunidad. Y así llegamos, un año más, al aniversario del fusilamiento del President de Catalunya Lluís Companys. Pese a los compromisos adquiridos en 2005 ante su tumba por parte de la entonces vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, el Estado español sigue negando la anulación de la sentencia que condujo a su ejecución. Para el Estado, Companys no sólo no es víctima, sino que es culpable.

No obstante, la imprescriptibilidad de los Crímenes contra la Humanidad (así como los Crímenes contra la Paz y los Crímenes de Guerra) son hoy día un valor de civilización que difícilmente la democracia española podrá burlar. El gesto político que los republicanos catalanes llevamos a cabo en 2007 votando no a una Ley de la Memoria que legitimaba la preconstitucional Ley de amnistía de punto final de 1977 hoy tiene un enorme valor.

Lo tiene reforzado por una nueva realidad, que ofrece un triple escenario. Por un lado, buena parte de las fuerzas políticas que entonces aprobaron la ley (IU, ICV y los nacionalistas catalanes y vascos) hoy reconocen que no es merecedora de nuevos avales. Por otra parte, la constatación que van a abrirse nuevas causas en otros países al igual que se abrió camino la Querella Argentina. Y, por último, la brecha catalana.  

Catalunya aprobará dentro de pocos días la ley que declarará anulados y sin efectos jurídicos todos los consejos de guerra y las correspondientes sentencias instruidas por causas políticas en Catalunya por parte del régimen franquista. El Govern de la Generalitat emitirá a solicitud de los procesados o de sus familiares una certificación de la nulidad del procedimiento y sentencia correspondientes. Por primera vez en el Estado español, la causa de las víctimas superará el estricto ámbito de lo legítimo para alcanzar también el de lo legal. En el marco del proceso iniciado en Catalunya hacia el ejercicio del Derecho a Decidir y el establecimiento de una nueva legalidad, el Parlament legisla para reparar jurídicamente a las víctimas, catalanas o no, que fueron juzgadas en Catalunya.

Al fin y al cabo, es por ello, y para ellos y ellas, que en Catalunya no cesamos en el empeño de constituir una nueva República. Ante la constatación de la imposibilidad de cambiar los cimientos profundos del Estado español, sólo una nueva legalidad inequívocamente democrática y republicana puede garantizar el respeto a las víctimas y reconciliar a la ciudadanía. Y los que opten, queriendo o no, por mantener un statu quo caduco deben ser conscientes que están sosteniendo una anomalía vergonzante a escala mundial.

Este estado de cosas no es una maldición eterna. Puede y debe cambiar. Sirva la brecha catalana como prueba de que si se quiere, se puede.

En el año 2007, con la aprobación de la mal llamada Ley de la Memoria se consagraron dos anomalías. La primera, comprobar cómo partidos políticos con los que habíamos compartido cultura y luchas antifranquistas y antifascistas (IU, PSOE, PNV…) aprobaban un texto legislativo insultante para las víctimas. Y en segundo lugar, convertir de facto al Estado español en una excepción entre las democracias maduras en la medida que se blindaba un modelo de impunidad imposible de homologar con aquellas. Ambas han hecho del español un caso único.

Otras sociedades que padecieron el infortunio de regímenes dictatoriales, incluso menos sanguinarios que el Franquismo, tarde o temprano reconciliaron a la ciudadanía mediante la asunción de la verdad de todo lo acaecido y la reparación jurídica de las víctimas. No ha sido así en el caso español, para cuyos sucesivos dirigentes la demanda de hacer justicia con el ánimo y voluntad de invertir en el fortalecimiento de los valores democráticos de las nuevas generaciones ha sido una opción sistemáticamente descartada.