A principios de agosto de 2013, el director general de la Mobile World Capital Foundation, Ginés Alarcón, enunció la buena nueva: “Barcelona debe liderar la transformación social de la vida conectada a través del móvil”. Con esa epifanía, se revelaban las bases estratégicas de la Fundación creada por GSMA (la organización mundial de operadores de telefonía móvil), la Generalidad de Cataluña, el Ministerio de Industria, el Ayuntamiento de Barcelona y la Feria; según Alarcón, “el mejor ejemplo de colaboración entre administraciones públicas en un proyecto de promoción económica desde los Juegos Olímpicos del 92”. Para el ex de T-Systems, sobre todo, había que fomentar la concertación público-privada para atraer capital, nuevas empresas y convertir la ciudad “en el centro del conocimiento mundial sobre la vida conectada”. Hacer de Barcelona una smart city era una oportunidad económica “brutal”, y debía traducirse en un incremento del PIB, “como hizo el textil en el siglo XX”. [1]
Pocas semanas después, sin una relación aparente entre los acontecimientos, el vecindario de Ciudad Meridiana -barrio barcelonés conocido como “Villa-Desahucio”- ocupó el Centro de Creación Digital que se construye en la zona. El objetivo: hacer un nuevo Banco de Alimentos, necesario para paliar la situación extrema que se vivía en el barrio debido a la ausencia estival de las becas-comedor. Hasta entonces, la crisis alimentaria había sido afrontada desde la autogestión, y en los desbordados locales de la Asociación de Vecinos, en pocos meses, se habían repartido 18 toneladas de alimentos básicos. [2] Con la ocupación del edificio y sus usos autogestionados, el vecindario no sólo ilustraba como la cooperación social se activa solidariamente para hacer frente la emergencia urbana, sino que despertó algo más: la tragedia de las clases populares barcelonesas en la era de las smart cities. La pregunta, incisiva, hería el aire: “¿qué demonios hace un Centro de Creación Digital en un barrio necesitado de alimentos?”.
Dos fuerzas, dos ritmos de fondo
En mayo de 2011, durante la campaña que lo llevó a la alcaldía barcelonesa, Xavier Trias lo explicó orgullosamente. Acompañado de Antoni Vives, futuro regidor de Habitat Urbano, el alcaldable desgranó el proyecto de instalar un Ateneo de Fabricación en Ciudad Meridiana. El espacio debería acoger una de las sedes de la FabLab Barcelona, ââcentro de producción e investigación digital promovido por el Massachusetts Institute of Technology, que serviría para “reindustrializar Barcelona con la tecnología del siglo XXI”. Vives, además, cargó contra el consistorio socialista, por no pensar nunca en este tipo de barrios cuando una universidad norteamericana se quería instalar en Barcelona, afirmando que “sería revolucionario llevar un centro de estas características a un barrio como Ciudad Meridiana”. La inversión no era menor: terminar la adecuación del edificio costaría 250.000 euros, de una partida de 1.500.000 para el conjunto de los FabLab barceloneses. No obstante, como vaticinó la periodista Meritxell M. Pauné, “Ciudad Meridiana no se convirtió en Massachusetts” [3] y el verano siguiente el vecindario organizado pasó a la acción. Frente la incapacidad municipal de afrontar necesidades más perentorias como la pobreza y la desigualdad social, ocupó el espacio para ponerlo al servicio de las exigencias comunitarias.
La contradicción relatada, esencialmente, explicita el choque de realidad entre dos fuerzas en la ciudad. Por un lado, la lucha vecinal y popular, activada para resolver necesidades básicas colectivas, sostenida por el ritmo de fondo de la autogestión y la cooperación social. Por otro lado, la orquestación de la inversión pública al servicio de los proyectos estratégicos del empresariado urbano y global, esta vez en torno al conocimiento, esto es, en palabras de David Harvey, “un proceso de urbanización que genere rentas de monopolio por el capital privado”. [4] Dos fuerzas, dos ritmos de fondo. ¿Ciudades cooperativas o smart cities?
Democracia ecónomica urbana
Si la tecnología nos ha de servir para algo, no debe ser para conectar (o someter) la vida en la acumulación privada de capital, sino para transformar la matriz productiva de las ciudades y ponerla al servicio de las necesidades del conjunto de sus habitantes. Una ciudad inteligente no es la que, lisa y llanamente, tolera crecientes desigualdades económicas y abismos sociales en su seno, sino la que moviliza sus capacidades para impulsar una nueva economía urbana basada en la cooperación social y la apropiación colaborativa de la riqueza.
Después de años de insistencia, hemos entendido finalmente que Barcelona es una empresa: ahora lo que corresponde es colectivizarla: sus 100.000 parados lo necesitan. Y colectivizarla significa implementar una alternativa al modelo neoliberal de ciudad, superar una economía política urbana que violenta de forma permanente nuestras vidas. El Modelo Barcelona de gobernanza público-privada ha sido un éxito... para los inversores. Ahora requerimos de un modelo de gestión municipal-comunal-cooperativo para el 99%.
La crisis de las políticas sociales urbanas se debe, además, a la orientación estatal-mercantil que las ha estrangulado. Por tanto, hay un cambio sustancial: deben ser sustentadas por una nueva economía metropolitana, gobernada por las comunidades locales y con coordinación municipal. En esta nueva economía solidaria que articule la ciudad, los barrios deben ser un instrumento político no sólo de una cierta descentralización administrativa, sino, sobre todo, de autogestión popular.
Crear ciudades cooperativas significa impulsar una economía autocentrada en lo local, protagonizada por las comunidades vecinales y basada en la resolución de las necesidades desde la proximidad. El trabajo, el consumo, el crédito, los transportes, los abastecimientos, los servicios comunitarios, y en general todas las dimensiones que organizan la vida en la ciudad, deben ser progresivamente autogobernada con formas de propiedad colectiva y gestión democrática. Y las plusvalías que generan los sectores económicos específicos de la productividad urbana (turismo, patrimonio, cultura, vivienda, comunicación, servicios...) deben devolver a la colectividad que las ha sustentado.
Urge construir una democracia económica urbana, detectar las necesidades materiales y culturales de las precarizadas poblaciones metropolitanas, y resolverlas en base a las potencialidades de la inteligencia colectiva -la cooperación social- que ya habita en el territorio. Más que smart cities que sometan la vida al capital privado, necesitamos ciudades cooperativas que creen y distribuyan solidariamente la riqueza común. Es necesario un cambio de régimen político y económico metropolitano: las decisiones y los recursos de Barcelona deben estar en manos de la mayoría social.
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[1] Pujol, I. “Barcelona ha de liderar la transformació social de la vida connectada a través del mòbil. Entrevista a Ginés Alarcón”, Diari Ara, 7 d’agost del 2013.
[2] Alcántara, A. “Ateneus de fabricació vs bancs d’aliments. Quin model de cultura volem?” a http://educaciotransformadora.wordpress.com/ consultat el 27 d'agost del 2013.
[3] Pauné, M.P. “Ciutat Meridiana no serà Massachussets (ni el Pedralbes del segle XXI)” a Carrer 126, FAVB, desembre del 2012.
[4] Harvey, D. Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana. Madrid: Akal, 2012.
A principios de agosto de 2013, el director general de la Mobile World Capital Foundation, Ginés Alarcón, enunció la buena nueva: “Barcelona debe liderar la transformación social de la vida conectada a través del móvil”. Con esa epifanía, se revelaban las bases estratégicas de la Fundación creada por GSMA (la organización mundial de operadores de telefonía móvil), la Generalidad de Cataluña, el Ministerio de Industria, el Ayuntamiento de Barcelona y la Feria; según Alarcón, “el mejor ejemplo de colaboración entre administraciones públicas en un proyecto de promoción económica desde los Juegos Olímpicos del 92”. Para el ex de T-Systems, sobre todo, había que fomentar la concertación público-privada para atraer capital, nuevas empresas y convertir la ciudad “en el centro del conocimiento mundial sobre la vida conectada”. Hacer de Barcelona una smart city era una oportunidad económica “brutal”, y debía traducirse en un incremento del PIB, “como hizo el textil en el siglo XX”. [1]
Pocas semanas después, sin una relación aparente entre los acontecimientos, el vecindario de Ciudad Meridiana -barrio barcelonés conocido como “Villa-Desahucio”- ocupó el Centro de Creación Digital que se construye en la zona. El objetivo: hacer un nuevo Banco de Alimentos, necesario para paliar la situación extrema que se vivía en el barrio debido a la ausencia estival de las becas-comedor. Hasta entonces, la crisis alimentaria había sido afrontada desde la autogestión, y en los desbordados locales de la Asociación de Vecinos, en pocos meses, se habían repartido 18 toneladas de alimentos básicos. [2] Con la ocupación del edificio y sus usos autogestionados, el vecindario no sólo ilustraba como la cooperación social se activa solidariamente para hacer frente la emergencia urbana, sino que despertó algo más: la tragedia de las clases populares barcelonesas en la era de las smart cities. La pregunta, incisiva, hería el aire: “¿qué demonios hace un Centro de Creación Digital en un barrio necesitado de alimentos?”.