El Rey ofreció su mejor servicio al país un día del siglo pasado, cuando se puso del lado de la Democracia en una noche de tricornios golpistas y militares con síndrome africanista. Juan Carlos se ganó el respeto de muchos republicanos, quienes, naturalmente, no se convirtieron en monárquicos sino en juancarlistas, en el mejor de los casos. El juancarlismo es un fenómeno generacional, propio de la Transición y, como la mayoría de factores específicos de este período, da muestras inequívocas de agotamiento. En el caso real, no solo como consecuencia del paso de un tiempo que lo hizo posible y lo blindó con un consenso político y mediático muy respetado, también por la pobre hoja de servicios del titular de la monarquía desde el 23-F.
Una descripción objetiva de la Corona a día de hoy podría ser la siguiente: un rey entrando y saliendo del hospital, con evidente pérdida de facultades físicas, asediado por el escándalo personal íntimo y económico, lastrado por un yerno pendiente de juicio por presunta corrupción habiendo utilizado el nombre del suegro en beneficio propio y una hija llamada a declarar como supuesta socia de su marido. Aún aceptando que la infanta Cristina pueda quedar legalmente apartada del caso después de declarar y que el hecho de haber sido tratada como una ciudadana cualquiera permita a la Casa Real una campaña de marketing con el “todos somos iguales ante la ley” (una obviedad en un estado de derecho), aún así, la mejora será muy relativa dado que la sombra de la sospecha seguirá muy viva en el imaginario colectivo. Si por el contrario, el juez mantiene la imputación a la princesa, la situación será asfixiante.
El Estado necesita de un poder moderador ante las grandes cuestiones, llámese como se llame la institución. España vive sometida a la máxima tensión social y política por el envenenamiento de dos problemas endémicos, crisis económica al margen o quizás agravados por esta coyuntura: la corrupción y la insatisfacción de los catalanes en su relación con Madrid. Cualquiera de estos factores, por separado, haría tambalear el sistema, pero al coincidir en el tiempo se convierten en una auténtica amenaza de ruptura. La justificada indignación ciudadana por los escándalos financieros de los políticos y la aceleración de la conciencia soberanista en Catalunya –innegable, más allá de cierta sobreactuación independentista para favorecer la confusión del proceso con uno de los resultados posibles--, no parece que vayan a desaparecer con la tradicional confianza en el paso del tiempo como método para atemperar conflictos.
La intervención del Rey podría ser decisiva para hallar una salida a esta encrucijada, enconada por la miopía de gobierno y oposición en no querer ver la trascendencia, y por tanto la necesidad de afrontar estos dos desafíos huyendo de tópicos antiguos como el compromiso corporativo de no volver a pecar con el dinero de todos o atrincherándose en el inmovilismo constitucional. La Corona podría ejercer como motor de las reformas legales para combatir la corrupción sistemática y la actualización de la Constitución; podría constituirse en garante de la confianza y la lealtad entre soberanías reconocidas, se materialicen éstas en fórmulas federales, confederadas o en estados asociados. Pero justo ahora, cuando la monarquía debería prestar este servicio (lo mismo que se pediría a una república, para entendernos), su titular está en fuera de juego, agotado, prisionero de sus errores personales y familiares, sin autoridad moral. En circunstancia tan grave, ninguna República podría permitirse el estar sin presidente, tampoco la Corona puede estar sin Rey.
La cuestión es, pues, cuanto daño está dispuesto a infligir el Rey a la Monarquía antes de abdicar? O, qué grado de desprestigio puede soportar la Corona antes de verse sometida al escrutinio popular con la República?
El Rey ofreció su mejor servicio al país un día del siglo pasado, cuando se puso del lado de la Democracia en una noche de tricornios golpistas y militares con síndrome africanista. Juan Carlos se ganó el respeto de muchos republicanos, quienes, naturalmente, no se convirtieron en monárquicos sino en juancarlistas, en el mejor de los casos. El juancarlismo es un fenómeno generacional, propio de la Transición y, como la mayoría de factores específicos de este período, da muestras inequívocas de agotamiento. En el caso real, no solo como consecuencia del paso de un tiempo que lo hizo posible y lo blindó con un consenso político y mediático muy respetado, también por la pobre hoja de servicios del titular de la monarquía desde el 23-F.
Una descripción objetiva de la Corona a día de hoy podría ser la siguiente: un rey entrando y saliendo del hospital, con evidente pérdida de facultades físicas, asediado por el escándalo personal íntimo y económico, lastrado por un yerno pendiente de juicio por presunta corrupción habiendo utilizado el nombre del suegro en beneficio propio y una hija llamada a declarar como supuesta socia de su marido. Aún aceptando que la infanta Cristina pueda quedar legalmente apartada del caso después de declarar y que el hecho de haber sido tratada como una ciudadana cualquiera permita a la Casa Real una campaña de marketing con el “todos somos iguales ante la ley” (una obviedad en un estado de derecho), aún así, la mejora será muy relativa dado que la sombra de la sospecha seguirá muy viva en el imaginario colectivo. Si por el contrario, el juez mantiene la imputación a la princesa, la situación será asfixiante.