Detrás de cada atentado terrorista siempre asoma el discurso del miedo. Este jueves los medios nos interrumpieron la siesta para darnos la noticia que nunca quisiéramos oír. Daesh cometía un fatídico atentado terrorista en la Rambla de Barcelona, y ya entrada la medianoche, otro en Cambrils, que causó la muerte de 14 personas y más de un centenar de heridas. A todo esto le debemos sumar la relación de estos atentados con la explosión de una casa en Alcanar, donde parece que los terroristas tenían más de cien bombonas de gas butano.
Podríamos pensar que después de tantos atentados en Europa estos últimos años, nos hemos acostumbrado a convivir con el terror y con la incertidumbre de no saber nunca si la próxima ciudad será nuestra. A pesar de esta “normalidad”, siempre se repiten los mismos patrones: muestras de solidaridad por parte de unos, y aumento del discurso del odio y del rechazo al islam por parte de otros.
Uno de los hechos que habría que analizar con detenimiento es el grado de consecución de los objetivos que se había marcado la organización terrorista con este atentado. Se podría deducir que el grado de consecución de los objetivos se puede determinar, en primera instancia, por el número de víctimas causadas directamente por los atentados, y en segunda instancia, en los efectos psicológicos sobre la población residente o visitante, así como en la sociedad y las instituciones del territorio.
A nadie se le escapa que uno de estos objetivos es incidir sobre la sociedad a la que pertenecen las víctimas. De esta manera pretenden causar pánico y generar una percepción de creciente inseguridad y romper con la cohesión social, validando y haciendo crecer el discurso del odio... Y podríamos seguir hasta la desarticulación total de la comunidad, que sería el colofón.
Uno de los efectos que debería preocuparnos especialmente, es si el terrorismo tiene capacidad para alcanzar sus objetivos a la hora de romper la sociedad catalana, una sociedad diversa en la que conviven personas venidas de diferentes lugares, también de países de cultura islámica y con mayorías de población musulmana. Y un buen indicador para medir el grado de consecución de este objetivo es observar las variaciones en el volumen, extensión, intensidad e incidencia del discurso islamófobo tras el atentado.
Entendemos la islamofobia como el proceso de proyectar en toda una comunidad, como es el caso de los musulmanes o la religión del Islam, actitudes o acciones individuales que generan rechazo. La islamofobia no es un hecho nuevo en las sociedades europeas, como tampoco lo es el antisemitismo o la gitanofobia. Pero su crecimiento se incrementó con la proliferación de atentados terroristas en Europa, que si bien sólo representa un 0,1% del total de la actividad terrorista mundial, es percibida por las sociedades europeas como una amenaza de primer orden contra la seguridad.
De hecho la islamofobia está presente de manera visible en nuestro entorno más inmediato en especial en las redes sociales, pero a menudo nos pasa desapercibida, pues cada uno vive la red desde su burbuja. Una buena manera de identificar la islamofobia son los mensajes acompañados por el hashtag #stopislam. Pero los mensajes más peligrosos no son los mismos, sino los que se esconden en el discurso político que valida las tesis, pues en normalizan el discurso.
Son muchos los ejemplos de islamofobia y aumento del discurso del odio en toda Europa que se han sabido aprovechar de atentados como los de Barcelona y Cambrils para ganar adeptos. Una de las manifestaciones más evidentes ha sido el protagonizado por Pegida, acrónimo en alemán de “Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente”, surgida en Dresde en octubre de 2014. Este movimiento islamófobo llegó a reunir miles de personas en sus manifestaciones de cada lunes, aprovechándose de los terribles atentados de París contra el semanario Charlie Hebdo para crecer aún más. Afortunadamente los movimientos sociales y las fuerzas progresistas de Alemania denunciaron que detrás de la nueva máscara de la islamofobia, escondía el nazismo de siempre.
El aumento de Pegida y de partidos de extrema derecha en toda Europea evidencian que el rechazo hacia la población migrada en general, y hacia la población musulmana en particular, ha crecido. Ahora bien, si analizamos detalladamente las encuestas de opinión, como la Encuesta Social Europea, vemos como el gran problema no es tanto el aumento del número de personas islamófobas sino la cada vez más fuerte polarización de nuestra sociedad entre personas receptivas hacia la inmigración o aquellas que la rechazan.
En nuestro país, algunos estrategas políticos carentes de escrúpulos, viendo el rédito que había logrado Plataforma per Catalunya en las elecciones municipales de 2011 con el discurso islamófobo de “primero los de casa”, decidieron aprovechar este filón durante las últimas elecciones municipales de 2015.
La estrategia implicaba identificar de manera clara y comprensible el supuesto enemigo global como un enemigo local, y poder proyectar en él las culpas de todas las privaciones que sufren los sufridos electores. Y nada como aprovechar el eco del terrorismo islamista para proyectar en los musulmanes o en los inmigrantes nacidos en países de mayoría musulmana todos los males. Negocio redondo.
Por suerte esta estrategia no triunfó, gracias a un modelo catalán de integración que no es ni el asimilacionista francés ni el multiculturalista británico, sino que es una evolución de ambos, surgido desde unas instituciones autonómicas y locales que tuvieron que hacer frente la llegada de 1,5 millones de personas en poco más de 10 años sin tener las competencias ni la financiación y evitando poner en peligro la cohesión social.
Pero todo esto no habría sido posible sin la labor de movimientos como Unitat Contra el Feixisme i el Racisme (UCFR), picando piedra para desenmascarar los fascistas que se escondían bajo el discurso xenófobo e islamófobo en el ámbito local. Buena muestra de ello es que a diferencia de lo ocurrido en otros lugares de Europa, en Catalunya no ha surgido un movimiento de rechazo a los refugiados, al contrario, hemos liderado con #volemacollir un mensaje esperanzador con eco internacional. Pero esto puede no durar siempre si no somos capaces de adelantarnos a las nuevas amenazas, que las hay.
Lo que pasó en Charlottesville en Estados Unidos hace pocos días debería poner alerta, ya sea por complejos con que los supremacistas blancos apelaban a los compromisos del presidente Trump y su “America First” como por la tibia respuesta inicial de Trump y su reacción incontrolada equiparando fascistas y antifascistas como dos extremos igualmente responsables de la violencia que se llevó la vida de una manifestante antifascista. La semilla de la división en el discurso del líder de la potencia hegemónica se convierte en un escaparate demasiado potente para no tratar de contrarrestarlo.
El atentado de Barcelona puede ser el cebo goloso que anhela la extrema derecha para volver a poner sobre la mesa este debate. Algunos ya han querido sacar rédito pocas horas después de los atentados: la extrema derecha convocó una manifestación islamófoba y Josep Anglada y otros elementos fascistas aprovecharon para hacerse ver intentando recoger adeptos a su discurso islamófobo.
Sin embargo, el rechazo masivo ante la convocatoria fallida de manifestaciones islamófobas al día siguiente del atentado nos avisa de que aún estamos a tiempo. De nuestra capacidad de señalar los discursos islamófobos y descubrir los xenófobos que se esconden detrás, dependerá que seguimos siendo un solo pueblo, diverso y cohesionado. Profundizamos en el eslogan #notincpor que llamó espontáneamente la población de Barcelona el 18 de agosto en la plaza de Catalunya para combatir la islamofobia y el discurso del odio. Nos jugamos la cohesión social.