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El general Batlle y el muerto de Brians

Si algo avala el nombramiento de Albert Batlle como nuevo director general de los Mossos son los siete años que dirigió la política penitenciaria de Cataluña. Un cargo no tan espinoso pero casi, al que llegó por pura casualidad y sin ningún conocimiento ni experiencia previa en la materia. Lo suyo, de siempre, había sido la política municipal de juventud y deportes, nada que ver pues, pero en 2003 se quedó sin el acta de concejal porque los resultados del PSC fueron peores de los previstos, y unos meses después el primer conseller de Justicia del tripartito, Josep Maria Vallès, lo rescató como secretario de prisiones. Se suponía que empezaba una nueva era, más progresista y transparente, y sobre todo menos permisiva con los abusos. No fue así.

La noche del 4 de enero de 2004, pocos días después que Batlle ocupara su nuevo despacho, murió un interno en la prisión de Brians después de ser reducido por cinco funcionarios. Se llamaba Manuel Valencia Jorge y era enfermo mental (detalle que siempre se ocultó en los comunicados de prensa del departamento). Fue el primer marrón que se tuvo que tragar el nuevo y novato director penitenciario. Pero aplicó el manual y sacó un sobresaliente. La primera reacción fue prometer que se investigaría a fondo, y efectivamente abrió lo que se llama una información reservada; pero al tercer o cuarto día el asunto ya había desaparecido de los medios y a partir de ahí Batlle ignoró todos los indicios que hacían pensar en que la víctima había recibido una paliza antes de expirar, se agarró a la autopsia (según la cual había sufrido un paro cardio-respiratorio porque tenía una malformación coronaria) y corrió a dar el caso por cerrado. Veredicto: accidente fortuito, funcionarios exculpados. Habían pasado exactamente diez días desde la muerte de Manuel Valencia. Eficiencia máxima. Un diez por él.

Manuel Valencia era un pobre desgraciado, llevaba 15 años en el talego, sin un solo día de permiso, padecía esquizofrenia paranoide y era hijo de una familia extremadamente humilde de Mataró. Seguramente no valía la pena empezar con mal pie por alguien así, porque ya se sabe que a la mínima que un cargo público da verosimilitud a cualquier acusación de torturas o malos tratos los sindicatos se le echan al cuello. En ningún otro lugar los funcionarios cierran filas como en las cárceles. Quizá por eso Batlle prefirió no dar importancia al hecho de que Manuel Valencia no había muerto en Urgencias como se informó, sino mientras yacía esposado en el camastro de una celda de aislamiento de Brians, que se le había aplicado la sujeción sin la supervisión de la doctora de guardia, o que la autopsia había revelado que no había ingerido el medicamento que tenía prescrito. La instrucción judicial fue un poco más seria que la administrativa, por lo menos duró un año, pero tampoco sirvió para probar nada determinante.

Uno de aquellos días, cuando el caso Valencia era todavía muy reciente, tuve una larga entrevista con Batlle en su despacho de la calle Aragón. Yo era entonces el director adjunto de El Triangle y hacía aproximadamente un año que iba siguiendo los temas de prisiones. Con mi santa inocencia esperaba encontrarme a alguien con espíritu de izquierdas, una persona decidida a transformar la guarida de lobos heredada de la administración convergente pero consciente de la dificultad de tamaña empresa. Alguien que quizá me daría alguna pista más sobre el caso Valencia o que bajo secreto de confesión me confirmaría que efectivamente todo aquello olía muy mal. Al contrario. Batlle no tenía ningún interés en hablar del muerto de Brians, a cada pregunta mía respondía con una evasiva, seguida de un sermón sobre lo que creía debía centrar mi interés informativo. Con educación, amabilidad y buenas formas, eso hay que reconocerlo. Como fuera que yo iba insistiendo, tuvo tiempo de explicarme alguna batallita de juventud, de cuando en los setenta era el joven idealista que intentaba seguir aparentando y soñaba con hacer la revolución. Y al final claudiqué. Fue después de que me revelara que se sentía como un general al frente de un ejército de 3.000 soldados. En otras palabras, que no había que perder de vista quien era el verdadero enemigo, y su tropa siempre podría contar con el apoyo de su primer oficial hiciera lo que hiciera.

Todo este episodio no es que esto lo esté sacando ahora por oportunismo o ganas de criticar, en realidad lo tengo publicado -y perdón por la autocita- en el libro La Catalunya més fosca (Ed. Base).

Meses después de este decepcionante encuentro se produjo el famoso motín de la prisión de Quatre Camins, que tuvo dos partes y dos procedimientos judiciales. En primer lugar, la del par de funcionarios de prisiones que casi dejan este mundo mientras duró el motín; y en segundo, la de la treintena de internos que, una vez sofocada la revuelta, fueron zurrados y vejados por dos centenares de funcionarios que acudieron en masa a Cuatro Caminos y decidieron que la Justicia era demasiado lenta para ellos. Otros compañeros del semanario cubrieron estos hechos y por tanto no los tengo tan presentes, pero sólo hay que revisar un poco la hemeroteca para entender que Batlle recurrió al mismo manual que había usado con éxito meses atrás. Primer paso: promesa de ir hasta el fondo. Segundo paso: defender la abnegada labor de sus hombres y no rascar mucho para evitar sorpresas. Mejor ignorar. Esta vez la información reservada duró cinco meses, pero también se cerró sin que ningún funcionario fuera expedientado. Cuando más adelante la instrucción judicial sí dio por probadas las torturas, Batlle declaró que los funcionarios habían desobedecido sus órdenes de no ir a Quatre Camins. Pero ni les había sancionado por ello ni tampoco él dimitió.

O sea que tal vez como director adjunto de la Oficina Antifraude (su empleo desde 2011) ha hecho una gran labor, no tengo ni idea (y no sé si eso es bueno o malo), pero como director de los Mossos me permito poner en duda que, ante de un nuevo caso Quintana o Benítez, o ante el próximo exceso de un Brimo en un desalojo okupa, la actuación del socialista Batlle se distinga en nada a la del convergente Prat. Los 19.000 nuevos soldados del general Batlle pueden estar seguros de que con él las filas seguirán prietas y el corporativismo no sufrirá ni una sola grieta.

Si algo avala el nombramiento de Albert Batlle como nuevo director general de los Mossos son los siete años que dirigió la política penitenciaria de Cataluña. Un cargo no tan espinoso pero casi, al que llegó por pura casualidad y sin ningún conocimiento ni experiencia previa en la materia. Lo suyo, de siempre, había sido la política municipal de juventud y deportes, nada que ver pues, pero en 2003 se quedó sin el acta de concejal porque los resultados del PSC fueron peores de los previstos, y unos meses después el primer conseller de Justicia del tripartito, Josep Maria Vallès, lo rescató como secretario de prisiones. Se suponía que empezaba una nueva era, más progresista y transparente, y sobre todo menos permisiva con los abusos. No fue así.

La noche del 4 de enero de 2004, pocos días después que Batlle ocupara su nuevo despacho, murió un interno en la prisión de Brians después de ser reducido por cinco funcionarios. Se llamaba Manuel Valencia Jorge y era enfermo mental (detalle que siempre se ocultó en los comunicados de prensa del departamento). Fue el primer marrón que se tuvo que tragar el nuevo y novato director penitenciario. Pero aplicó el manual y sacó un sobresaliente. La primera reacción fue prometer que se investigaría a fondo, y efectivamente abrió lo que se llama una información reservada; pero al tercer o cuarto día el asunto ya había desaparecido de los medios y a partir de ahí Batlle ignoró todos los indicios que hacían pensar en que la víctima había recibido una paliza antes de expirar, se agarró a la autopsia (según la cual había sufrido un paro cardio-respiratorio porque tenía una malformación coronaria) y corrió a dar el caso por cerrado. Veredicto: accidente fortuito, funcionarios exculpados. Habían pasado exactamente diez días desde la muerte de Manuel Valencia. Eficiencia máxima. Un diez por él.