Los juicios por corrupción suelen convertirse en una lista de acusados, cómplices, beneficiarios, amigos y familiares que coinciden en alegar que la culpa la tenía el otro, que ellos solamente seguían instrucciones o que ignoraban el carácter delictivo de la actividad juzgada. En algunas ocasiones los imputados eran tenidos hasta aquel momento por personas respetabilísimas. Fèlix Millet utilizaba el prestigio social atribuido a su apellido y a la institución musical que presidía para gestionar-la como un cortijo de los de antes. No ha podido evitar convertirse en el foco evidente del asunto, aunque sería excesivo pensar que lo hizo solito o atribuirlo a una cuestión de talante personal sinvergüenza.
Muchos prestigios sociales como el suyo se dan todavía hoy por descontados, hasta el día que los vemos sentados materialmente en el banquillo de los acusados. Entonces se admite la evidencia de unas irregularidades, unos delitos que hasta aquel momento parecía imposible atribuir a personas consideradas tan honorables.
A partir del momento de la imputación, los cómplices, beneficiarios, amigos y familiares del acusado intenten marcar distancias a efectos procesales. Desde muchos años antes de su detención e imputación, las administraciones públicas que subvencionan al Palau de la Música y forman parte de los órganos rectores que tienen por misión controlar su gestión (la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona en primer lugar), no quisieron ver todo aquello que la justicia encontró imposible continuar sin ver. Pocas semanas antes de la detención, el Ayuntamiento de Barcelona anunció en julio de 2009 la concesión de la Medalla de Oro del Mérito Cultural a Fèlix Millet por su “gestión ejemplar” al frente del Palau de la Música desde 1984, después de veinticinco años de ejercicio más que sospechoso del cargo.
Durante aquel largo cuarto de siglo, la Sindicatura de Comptes informó el año 2000 a les administraciones públicas responsables de irregularidades contables, acumulación de cargos por parte de Millet y descontrol financiero en el Palau de la Música. El informe pasó por el Parlament y por el Tribunal de Comptes, como si escucharan llover. A partir del momento de la detención, han sido necesarios ocho años de instrucción judicial antes de la celebración del juicio.
Concentrar el foco en el estrafalario carácter depredador de Fèlix Millet es ahora una manera de seguir aparentando que escuchan llover por parte de las administraciones públicas responsables durante todos aquellos años –y todavía hoy-- de controlar la gestión de las instituciones en que participan. Como si el caso Palau se tratase simplemente de una oveja negra descarriada, un lamentable incidente atribuible a una persona y sus colaboradores más directos.
Los juicios por corrupción suelen convertirse en una lista de acusados, cómplices, beneficiarios, amigos y familiares que coinciden en alegar que la culpa la tenía el otro, que ellos solamente seguían instrucciones o que ignoraban el carácter delictivo de la actividad juzgada. En algunas ocasiones los imputados eran tenidos hasta aquel momento por personas respetabilísimas. Fèlix Millet utilizaba el prestigio social atribuido a su apellido y a la institución musical que presidía para gestionar-la como un cortijo de los de antes. No ha podido evitar convertirse en el foco evidente del asunto, aunque sería excesivo pensar que lo hizo solito o atribuirlo a una cuestión de talante personal sinvergüenza.
Muchos prestigios sociales como el suyo se dan todavía hoy por descontados, hasta el día que los vemos sentados materialmente en el banquillo de los acusados. Entonces se admite la evidencia de unas irregularidades, unos delitos que hasta aquel momento parecía imposible atribuir a personas consideradas tan honorables.