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Nacionalismos y movilización social en Cataluña

La cabecera de la manifestación por la unidad de España celebrada en Barcelona

Martín Alonso

Las manifestaciones del 8 y el 29 de octubre en Barcelona han dado lugar a interpretaciones diversas que son de interés tanto para el análisis sociológico como para el diagnóstico político, particularmente para aquellos sectores que se sitúan en la izquierda del espectro ideológico. La valoración de estas movilizaciones permite establecer dos grandes bloques. En el de quienes las atribuyen un carácter negativo figuran el conjunto de los partidarios de la secesión y una parte considerable de la izquierda, tanto de dentro como de fuera de Cataluña. Entre quienes las valoran positivamente se encuentran buena parte del nacionalismo español, otra parte considerable de lo que podemos llamar opciones cívicas transversales y, por último, un sector reducido de la izquierda de un lado y otro del Ebro. Hay dos aspectos que llaman la atención en estos agrupamientos. Por un lado, la posición según los dos ejes de la movilización, el ideológico y el identitario. Por otro, el contraste en las apreciaciones entre las movilizaciones convocadas por Societat Civil Catalana (SCC) y las organizadas desde 2012 por las organizaciones promotoras del secesionismo: Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium Cultural (OC).

Para elucidar estos dos aspectos es preciso dar un pequeño rodeo. A la pregunta “¿Se puede ser nacionalista y de izquierdas?”, el investigador del CSIC y especialista en la historia oscura del siglo XX y los usos de la memoria, Manuel Reyes Mate, contesta: “Es imposible por lo que acabo de decir”. Lo que acaba de decir es que “el prestigio del nacionalismo sólo se da en Europa en la ultraderecha. Las generaciones posteriores al holocausto, al repensar las piezas que llevaron al desastre, vieron que había caminos que no se podían seguir. […] Por eso es impensable que un intelectual crítico, que es un hombre con conciencia histórica, sea nacionalista en Europa. Este es el problema que hay en Cataluña”. La posición de Reyes Mate atiende explícitamente a los dos ejes mencionados, pero implícitamente lo que se puede leer es que el apoyo a los nacionalismos radicalizados –y eso es lo que expresa la sustitución de la senyera por la estelada– es incompatible con la izquierda porque tiene que serlo con las posiciones cívicas a la vista del legado del siglo XX.

Para clarificar estas aproximaciones es necesario distinguir los dos ejes de coordenadas de la inclusión: el social cuya dominante es izquierda derecha y el identitario, que tiene que ver con la afiliación nacional. Como observa Ralf Dahrendorf (The modern social conflict), inicialmente el descubrimiento de la etnicidad supuso una extensión de los derechos; pero la armonía inicial sucumbió pronto ante lo que él denomina fundamentalismo, que no es otra cosa que el   organicismo romántico traducido en preferencia nacional: La France aux Français, Make America great again, Buy British, los españoles primero, la lengua propia… Dahrendorf asegura (escribía en 1988) que las renacidas reivindicaciones de autenticidad y defensa de la cultura autógena alimentan políticas de corte romántico y que el liberalismo es culpable de haber abandonado los logros de un suelo de derechos y titularidades comunes para todos por el empeño en acomodarse al separatismo de las minorías.

Para este sociólogo esto es un paso atrás en la historia de la sociedad civil; y de graves consecuencias, porque ninguna de las experiencias que han servido para responder a la lucha de clases democrática son aplicables a minorías activas que exigen la separación o quieren imponer su credo fundamentalista a los demás. Separatistas, fundamentalistas y románticos, sigue Dahrendorf, tienen otros objetivos que los de la ciudadanía común; el liberalismo democrático en cambio necesita la heterogeneidad porque solo ella puede asegurar el pluralismo.

Las manifestaciones de octubre han provocado un shock en el secesionismo porque, de acuerdo con su querencia homogeneizadora, la geometría de Cataluña termina donde terminan los colores de la estelada. El recurso principal fue desautorizar la calidad de los manifestantes y lo hicieron acudiendo al otro eje de las ligaduras para adscribirlos a la extrema derecha. Este tipo de desautorizaciones infundadas –ningún documento elaborado por SCC y ninguna acción imputable a sus miembros responden al perfil ideológico de la extrema derecha y en esas convocatorias se hacía mención expresa al respeto de los símbolos constitucionales– puede entenderse, en el sentido menos comprometido de la palabra, dentro de la lógica del nacionalismo.

Es loable la unanimidad desde la izquierda a la hora de establecer que nacionalismo español e izquierda son incompatibles pero es sorprendente que esta valoración no se extienda a los otros nacionalismos. Reyes Mate resume el quid del embrollo: “Es un autoengaño relacionar izquierda y nacionalismo. Sólo es posible en España, además. Mi generación, yo tengo 75 años, se ha autoengañado. ¿Por qué? Porque el nacionalismo [periférico], al ser perseguido por el franquismo, pasó a ser considerado como una forma antidictatorial y democrática. Y eso es un grave error, porque el nacionalismo era efectivamente antidictatorial, pero profundamente antidemocrático. Pero como fue objeto de persecución, ha tenido esa vitola de izquierdas”. De modo que cuando hablamos de la herencia del franquismo no se puede olvidar esta carambola y cuando se habla del ‘régimen del 78’ tampoco se puede olvidar, como se hace a menudo, su legado más ominoso, la ejecutoria de ETA y la aquiescencia de que gozó entre quienes nunca vieron más allá de las sombras siniestras del nacionalismo español.

Hay entonces una falta de lucidez añadida a la falta de sentido histórico a la hora de comprar el relato de la supuesta opresión de catalanes y vascos. Opresión que tendría que serlo por los habitantes de otras comunidades, pongamos Galicia o Extremadura. La mínima exigencia de rigor respecto a la evaluación de condiciones objetivas e indicadores de calidad de la vida obligaría a mirar con precaución la retórica victimista de robos y agravios.

Paralelamente, deberían tomarse las debidas cautelas cuando se remite a argumentos de autoridad para sustentar la atribución de ultra a SCC y por extensión a quienes acuden a sus convocatorias. Resulta sorprendente que al final, o al principio, de esta genealogía se encuentra una misma persona, el autor de Desmuntant Societat Civil Catalana. A menudo se presenta a este fotoperiodista como un experto en extrema derecha, pero esta es una atribución generosa que se puede contrastar recurriendo a una simple búsqueda en los corpus especializados; y respecto a la validez de sus tesis basta con acudir a un verdadero experto para constatar que el ultranacionalismo español ni es nuevo ni es desde luego masivo, o sea, nada que ver con timing o el tamaño de las manifestaciones de Barcelona.

Hay un paso entre la falta de lucidez y la falta de responsabilidad. La presencia de estos cientos de miles de personas en las calles, con banderas catalanas, españolas –entre ellas alguna, alguna, republicana– y europeas, debería obligar a la izquierda a formularse algunas preguntas Por ejemplo, por las razones de la caída de apoyo popular a los partidos de izquierda (incluido según los últimos sondeos el complejo Comunes-Podemos). No parece exagerado sugerir que ello obedece en parte a que estos partidos (la vieja y la nueva izquierda) han asumido el relato del nacionalismo catalán. No solo el relato: obsérvese la falta de correspondencia entre la distribución de los apellidos entre la población general y en las cúpulas de organizaciones y partidos nacionalistas y de izquierdas. Obsérvese también la relación entre el apoyo al independentismo y el nivel de renta. Son piezas que deberían hacer pensar a la izquierda.

En definitiva, ante la respuesta de una parte de la ciudadanía que había permanecido muda y en cierto modo atemorizada –la espiral del silencio no es un mito–, la izquierda puede envolverse en el traje prestado del secesionismo o recuperar ese espacio dejado yermo en el que, si no es ocupado por formaciones sensibles a los malestares de las clases populares maltratadas por la desigualdad y la crisis, acaban brotando los populismos.

Y entonces sí que se podrá decir con razón que ha venido la extrema derecha. E incluso presumir de su exquisita (otra vez) clarividencia. Como señalaba hace poco por pasiva Juan Torres, para ser una izquierda útil hay que empezar por tener ideas claras, porque, en sus palabras, “¿Alguien puede creer de verdad que la sociedad puede confiar en una izquierda con semejante galimatías en una cuestión tan esencial como es un referéndum en el que se plantea la independencia de un territorio del Estado?”.

Hay otro asunto sobre el que llama la atención J. Torres y que remite a la tercera pieza del triángulo, el del humanismo y la democracia: “Me temo que las izquierdas siguen sin ser capaces o sin tener deseo de ser amables, de ser humanas, y que carecen de prójimos. Hicieron suyas las banderas de la libertad y la igualdad pero dejaron a un lado la fraternidad. Y así es muy difícil que se hagan querer por quienes no compartan su credo o los postulados de su exclusiva razón (o incluso por quienes los comparten)” .

Este llamamiento coincide con las propuestas de actualización del socialismo –un término que, como la expresión derechos humanos, escasea cada vez más en el uso ordinario– que plantea Axel Honneth a partir de una crítica a la “ceguera jurídica” de los primeros socialistas: “puesto que los derechos civiles universales, aún en sus albores […] solo podían ser reconocidos en el fragmento en el que tenían importancia funcional para el centro de control de la economía, necesariamente se perdió de vista el rol emancipador que podían tener, de acuerdo con su significado, en la esfera, tan distinta, de la construcción de voluntad política”   (La idea del socialismo. Una tentativa de actualización, 2017). El horizonte universalista concuerda con los presupuestos del internacionalismo, un rasgo distintivo de la izquierda que se completa con el tercer término del lema revolucionario ya mencionado: la fraternidad. El nacionalismo atenta contra estos dos presupuestos; contra la fraternidad, porque fractura la sociedad desde dentro y contra el internacionalismo, porque necesita banderas y fronteras. En definitiva, engulle en la práctica la agenda social.  

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