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En el negocio subvencionado de la nieve, ¿quién hace el negocio?

De les nueve estaciones de esquí alpino existentes en Catalunya, el gobierno catalán ya posee y gestiona cinco de ellas a través de la empresa pública Ferrocarrils de la Generalitat, a las que podría sumarse muy pronto la sexta (Boí Taüll), todas adquiridas a los anteriores propietarios por falta de rentabilidad, en situación de quiebra. Se trata de La Molina, Vall de Núria, Espot, Port Ainé y Vallter. Solo quedan en manos privadas Baqueira-Beret, La Masella y Port del Comte. El argumento de ayudar con inversión de dinero público a las desfavorecidas poblaciones de montaña no puede encubrir eternamente a los intereses privados del sector inmobiliario (la venta de apartamentos y urbanizaciones) ni subvencionar por siempre un determinado modelo turístico, como si las estaciones de esquí fuesen un servicio público o un equipamiento colectivo.

Con menos razón todavía en a un país en que a principios de diciembre las pistas no pueden abrir por falta de frío suficiente para activar los cañones de nieve artificial, en que la práctica del esquí siempre ha sido minoritaria, en que los deportes de nieve no han alcanzado desde hace 22 años ninguna medalla olímpica (desde el bronce de Blanca Fernández Ochoa en Albertville’92), en que la línea ferroviaria de transporte público Barcelona-Puigcerdá sigue sin recibir la misma atención de la administración que la concesión privada del túnel de peaje del Cadí, y en que se hallan al alcance las vecinas estaciones andorranas, nord-catalanas y aragonesas, sin necesidad siquiera de llegar a las clásicas de los Alpes.

El esquí catalán es una actividad mayoritariamente tutelada por el gobierno por considerarla un motor económico en las comarcas interesadas, como si no fuesen igualmente un motor económico todas las demás empresas en dificultades en el conjunto de sectores productivos. ¿Se ayuda en la misma proporción a otros sectores de actividad, en la montaña o la ciudad, con una implicación tan directa del gobierno?

El secretario de Infraestructuras y Movilidad de la Generalitat, Ricard Font, reconoce que la gestión del negocio de la nieve por parte del gobierno catalán “se ha planteado con criterios de empresa privada”, sin diferencias substanciales vinculadas a la titularidad pública. Incluso el Ayuntamiento de Barcelona acaba de firmar un convenio de colaboración con la Asociación Catalana de Estaciones de Esquí y Actividades de Montaña (ACEM) para promocionar el esquí como actividad extraescolar. Permitirá que una cifra irrisoria de mil escolares de la capital catalana vean subvencionadas las salidas de uno o dos días a la nieve.

De les nueve estaciones de esquí alpino existentes en Catalunya, el gobierno catalán ya posee y gestiona cinco de ellas a través de la empresa pública Ferrocarrils de la Generalitat, a las que podría sumarse muy pronto la sexta (Boí Taüll), todas adquiridas a los anteriores propietarios por falta de rentabilidad, en situación de quiebra. Se trata de La Molina, Vall de Núria, Espot, Port Ainé y Vallter. Solo quedan en manos privadas Baqueira-Beret, La Masella y Port del Comte. El argumento de ayudar con inversión de dinero público a las desfavorecidas poblaciones de montaña no puede encubrir eternamente a los intereses privados del sector inmobiliario (la venta de apartamentos y urbanizaciones) ni subvencionar por siempre un determinado modelo turístico, como si las estaciones de esquí fuesen un servicio público o un equipamiento colectivo.

Con menos razón todavía en a un país en que a principios de diciembre las pistas no pueden abrir por falta de frío suficiente para activar los cañones de nieve artificial, en que la práctica del esquí siempre ha sido minoritaria, en que los deportes de nieve no han alcanzado desde hace 22 años ninguna medalla olímpica (desde el bronce de Blanca Fernández Ochoa en Albertville’92), en que la línea ferroviaria de transporte público Barcelona-Puigcerdá sigue sin recibir la misma atención de la administración que la concesión privada del túnel de peaje del Cadí, y en que se hallan al alcance las vecinas estaciones andorranas, nord-catalanas y aragonesas, sin necesidad siquiera de llegar a las clásicas de los Alpes.

El esquí catalán es una actividad mayoritariamente tutelada por el gobierno por considerarla un motor económico en las comarcas interesadas, como si no fuesen igualmente un motor económico todas las demás empresas en dificultades en el conjunto de sectores productivos. ¿Se ayuda en la misma proporción a otros sectores de actividad, en la montaña o la ciudad, con una implicación tan directa del gobierno?

El secretario de Infraestructuras y Movilidad de la Generalitat, Ricard Font, reconoce que la gestión del negocio de la nieve por parte del gobierno catalán “se ha planteado con criterios de empresa privada”, sin diferencias substanciales vinculadas a la titularidad pública. Incluso el Ayuntamiento de Barcelona acaba de firmar un convenio de colaboración con la Asociación Catalana de Estaciones de Esquí y Actividades de Montaña (ACEM) para promocionar el esquí como actividad extraescolar. Permitirá que una cifra irrisoria de mil escolares de la capital catalana vean subvencionadas las salidas de uno o dos días a la nieve.

El trato preferencial recibido con insistencia por el negocio de la nieve con el argumento aludido de la ayuda a las comarcas de montaña no ha impedido que la cifra de forfaits vendidos en las pistas siga disminuyendo durante los últimos años.

De les nueve estaciones de esquí alpino existentes en Catalunya, el gobierno catalán ya posee y gestiona cinco de ellas a través de la empresa pública Ferrocarrils de la Generalitat, a las que podría sumarse muy pronto la sexta (Boí Taüll), todas adquiridas a los anteriores propietarios por falta de rentabilidad, en situación de quiebra. Se trata de La Molina, Vall de Núria, Espot, Port Ainé y Vallter. Solo quedan en manos privadas Baqueira-Beret, La Masella y Port del Comte. El argumento de ayudar con inversión de dinero público a las desfavorecidas poblaciones de montaña no puede encubrir eternamente a los intereses privados del sector inmobiliario (la venta de apartamentos y urbanizaciones) ni subvencionar por siempre un determinado modelo turístico, como si las estaciones de esquí fuesen un servicio público o un equipamiento colectivo.

Con menos razón todavía en a un país en que a principios de diciembre las pistas no pueden abrir por falta de frío suficiente para activar los cañones de nieve artificial, en que la práctica del esquí siempre ha sido minoritaria, en que los deportes de nieve no han alcanzado desde hace 22 años ninguna medalla olímpica (desde el bronce de Blanca Fernández Ochoa en Albertville’92), en que la línea ferroviaria de transporte público Barcelona-Puigcerdá sigue sin recibir la misma atención de la administración que la concesión privada del túnel de peaje del Cadí, y en que se hallan al alcance las vecinas estaciones andorranas, nord-catalanas y aragonesas, sin necesidad siquiera de llegar a las clásicas de los Alpes.