La primera vez que observé un vehículo circular sobre Las Ramblas de Barcelona con el objetivo de intimidar a las personas fue en Halloween del 2016, mientras realizaba una etnografía con los manteros. Ahí observé, ante la mirada anonadada de turistas pintarrajeados como el Conde Drácula, la patética escena de una furgoneta de la Guardia Urbana – una lechera en el argot callejero -, circulando por el paseo con la intención de expulsar a los manteros que se encontraban vendiendo.
Cuando la lechera se encontraba a escasos centímetros de alguna de las mantas, los vendedores tiraban del cordón con el que pueden transformar su manta en un bulto, se levantaban y volvían a colocarse sobre algún otro punto de Las Ramblas donde no corrieran peligro. La última vez que tengo conocimiento de que un vehículo transitara por la totalidad de la zona, en su área peatonal, fue la semana pasada, pero esta vez no para intimidar sino directamente para matar.
Cierta prensa estatal se encuentra obcecada en señalar que en Barcelona reina la anarquía, y que ha sido cierto permisivismo lo que llevó a evitar la colocación de bolardos que impidiesen el paso de vehículos por Las Ramblas. Todo lo contrario. En el contexto de Barcelona como ciudad espectáculo, la función de la policía tendría un elemento cosmético que generaría una serie de paradojas respecto a, por ejemplo, la situación de los manteros: su presencia en Las Ramblas es incompatible con la imagen desconflictivizada y edulcorada de la urbe, pero también su represión directa sería contraproducente para esta misma imagen; por lo tanto, una de las estrategias para el control del espacio urbano habría sido intimidar a los manteros circulando directamente por el centro de la zona con vehículos policiales. Sin embargo, para que pudieran entrar las patrullas en Las Ramblas era necesario que no hubiese bolardos, situación que aprovecharon los terroristas a escala criminal.
Walter Benjamín mostró, en su análisis de la haussmanización del París decimonónico, como el objetivo de tirar los barrios viejos de la ciudad histórica era acabar con las sinuosas calles donde los pobres podían evadir el control estatal. No hay que olvidar que en esas callejuelas y callejones surgiría, más tarde, la revolución popular conocida como la Comuna de París. Había que hacer grandes bulevares donde pudiesen circular las tropas y así reprimir cualquier acto de sublevación.
Algunas décadas después, David Harvey, en esa gran obra titulada “Paris, capital de la modernidad”, añadiría a las observaciones de Benjamin que, además del intento de Haussman por instauran un sistema de control de lo urbano, había que añadir la búsqueda de la obtención de plusvalías por parte de las capas más florecientes de la burguesía parisina mediante ajustados procesos de especulación; una limpieza de cara a un París con ínfulas de capital global y, por último, una modificación del entramado de la ciudad para facilitar el transporte de cara al acelerado proceso de industrialización que vivía entonces la capital de Francia.
Sin embargo, y volviendo a Benjamin, éste también había intuido las posteriores afirmaciones del geógrafo inglés: que este urbanismo para el control social se volvería funcional para el mercado; los ricos paseaban y compraban en lujosos pasajes, pero también realizaban inversiones inmobiliarias en un centro histórico libre de pobres y piojosos. Esto se consiguió con la garantía dada por el Estado de que, ante cualquier brote de disconformidad, nada impediría el paso de las fuerzas garantes de la ley y el orden.
No es una suerte de libertinaje lo que hace que el urbanismo contemporáneo esté obsesionado con la accesibilidad y la movilidad, por el contrario, es el reino de la transparencia, de la línea recta, de la vigilancia lo que lleva a diseñar ciudades sin obstáculos. En Barcelona hay numerosos ejemplos de ello, entre otros, la conocida Plaça de George Orwell en el Gòtic. No obstante, al abrir la ciudad al control y la vigilancia, también se le expone a múltiples riesgos. Es la paradoja del control social.
La primera vez que observé un vehículo circular sobre Las Ramblas de Barcelona con el objetivo de intimidar a las personas fue en Halloween del 2016, mientras realizaba una etnografía con los manteros. Ahí observé, ante la mirada anonadada de turistas pintarrajeados como el Conde Drácula, la patética escena de una furgoneta de la Guardia Urbana – una lechera en el argot callejero -, circulando por el paseo con la intención de expulsar a los manteros que se encontraban vendiendo.
Cuando la lechera se encontraba a escasos centímetros de alguna de las mantas, los vendedores tiraban del cordón con el que pueden transformar su manta en un bulto, se levantaban y volvían a colocarse sobre algún otro punto de Las Ramblas donde no corrieran peligro. La última vez que tengo conocimiento de que un vehículo transitara por la totalidad de la zona, en su área peatonal, fue la semana pasada, pero esta vez no para intimidar sino directamente para matar.