Mucho se ha hablado en los últimos meses sobre la feminización de la política, a menudo reduciendo el debate a una cuestión de cuotas, a la paridad como objetivo finalista o a una reivindicación de una manera de hacer que las mujeres supuestamente tenemos por el mero hecho de ser mujeres. Sin embargo, no se ha hablado tanto de la importancia de colocar el feminismo en el centro del tablero político en lo que se refiere tanto a las formas de hacer política como las políticas a hacer o, dicho de otro modo, de cómo construir una política verdaderamente feminista.
Durante décadas, y de manera particularmente fructífera en los últimos diez años, la Economía Feminista ha venido realizando, primero en el ámbito de la academia y luego en el seno de los movimientos sociales, una triple enmienda a la mirada de la ciencia y la política económica convencionales. En primer lugar, ha cuestionado la pertinencia de centrar el análisis económico en el ámbito mercantil o considerado productivo; en segundo lugar, ha reivindicado la importancia del ámbito del trabajo no remunerado realizado en los hogares y las comunidades principalmente por mujeres, no sólo para el funcionamiento del sistema económico sino también para la provisión de bienestar y para el sostenimiento de la vida ; en tercer lugar, frente a los modelos económicos imperantes que parten de un individuo autosuficiente y autónomo como el sujeto tipo de la vida socioeconómica contemporánea, defiende la vulnerabilidad y la (inter)dependencia como aspectos fundamentales de la experiencia humana y no como desviaciones de una norma donde las personas están siempre, como por arte de magia, vestidas, alimentadas, saludables, dispuestas a ser productivas, educadas y cuidadas. Lo que habitualmente se denomina situaciones de dependencia no son estados excepcionales en la trayectoria vital de las personas, sino que caracterizan numerosos momentos de nuestras existencias y de nuestra vida cotidiana en común.
De la crítica que desde la Economía Feminista se realiza a los axiomas de la política económica ortodoxa, e incluso a menudo de la heterodoxa, se derivan tres implicaciones políticas fundamentales. La primera es que sacar el cuidado de la invisibilidad social, política y económica debe ser una apuesta estratégica del feminismo. El funcionamiento del sistema económico recibe de manera sistemática un subsidio gratuito en forma de trabajo no remunerado mayoritariamente femenino que garantiza no sólo la reproducción social sino también el funcionamiento del engranaje de la economía capitalista: sin los fundamentos invisibilizados que constituyen el trabajo de cuidado, el edificio social y económico se tambalea.
La segunda implicación política resultante de las reflexiones de la Economía Feminista es la denuncia de las desigualdades sociales que caracterizan la actual organización social del cuidado. Es decir, la provisión del cuidado es habitualmente realizada a costa de los derechos y el bienestar de otras personas: cuando el cuidado se lleva a cabo de forma no remunerada en el ámbito familiar, su construcción social y cultural como actividad propia de las mujeres tiene un impacto en el resto de esferas de nuestras vidas, impacto que se traduce en situaciones de desventaja respecto a los hombres en el mercado laboral, en una negligencia del propio autocuidado, en un deterioro de la salud cuando el cuidado que proveemos es intenso y de larga duración, en una menor capacidad de participar en nuestras comunidades, en un mayor aislamiento social y en renuncias a proyectos vitales propios.
El cuidado remunerado, a su vez, también se caracteriza por la existencia de fuertes desigualdades y por una grave precarización. A modo de ejemplo, según un estudio del Ayuntamiento de Barcelona sobre las condiciones laborales de las trabajadoras del Servicio de Atención Domiciliaria, el 44,6% tienen un contrato temporal, el 76,1% de un contrato a tiempo parcial y el 95,7% gana un sueldo inferior a 9,47 € brutos por hora. El “mercado del cuidado”, además, cuenta con una presencia mayoritaria de mujeres, y particularmente de mujeres de origen migrante, lo que significa que la precariedad laboral que lo caracteriza no tiene sólo un componente de género sino también de origen, y se ve intensificada por legislaciones estatales como la Ley de Extranjería, que obliga a las mujeres migradas a ocuparse en nichos económicos que las condenan a la pobreza y a la exclusión social.
La tercera implicación política del posicionamiento de la Economía Feminista pasa por promover la corresponsabilización de los diferentes actores sociales, incluyendo las administraciones públicas, las comunidades, el sector privado mercantil, el sector privado sin ánimo de lucro y la economía social y solidaria en la provisión de un cuidado digno en el conjunto del ciclo vital. Si defendemos que el cuidado debe ser valorado y visibilizado y, a su vez, que no se puede llevar a cabo a costa de la salud, la autonomía o, entre otras, las condiciones laborales de otras personas, la responsabilidad hacia el mismo, así como sus costes, debe dejar de ser asumida de manera silenciosa por las mujeres en la sombra del hogar y debe ser puesta en el centro de las prioridades sociales, políticas y económicas.
Llevar adelante las propuestas de la Economía Feminista, sin embargo, conlleva una transformación radical no sólo de las políticas públicas sino también del sistema económico. Poner el cuidado de la vida y la provisión de bienestar en el centro entra en conflicto con la priorización actual de criterios económicos como la eficiencia, la competitividad, la productividad y el margen de beneficio; pasa también por generar jornadas laborales, y a su vez existencias vitales, que permitan dedicar tiempo y energías a cuidar de nosotras mismas y de las personas que nos rodean; pasa, finalmente, por acabar con la penalización del cuidado que las mujeres sufrimos en el transcurso de nuestras existencias y por la promoción de modelos e imaginarios en los que el cuidado sea una actividad fundamental y deseable para todos y todas independientemente de nuestro sexo o nuestra identidad de género.
No son estos cambios sencillos ni seguramente realizables a corto plazo, pero de manera reciente se están empezando a dar pasos en esta dirección. Un ejemplo de estos avances es la presentación esta semana en el Ayuntamiento de Barcelona de la Medida de Gobierno por una Democratización del Cuidado, política municipal sin precedentes e innovadora en cuanto a poner la actual organización social del cuidado a debate y empezar a someterla a cambios democratizadores. La Medida de Gobierno, co-liderada por la Concejalía de Feminismos y LGTBI y el Comisionado de Economía Cooperativa, Social y Solidaria y Consumo, politiza finalmente el cuidado y lo sitúa, en su globalidad y complejidad, y desde una mirada claramente feminista, como un ámbito de intervención de la política pública con el objetivo de contribuir a transformar el paradigma económico imperante, así como la posición histórica que las mujeres hemos tenido en él.
De la academia la Economía Feminista llegó a la calle y ahora desde la calle entra finalmente a la acción institucional. Esta Medida de Gobierno constituye una muy buena noticia por los efectos que busca tener en las vidas de los y las barcelonesas, pero sobre todo porque puede constituir un precedente inspirador de acciones similares de vocación feminista, desde un ámbito político tan central como es el económico, no sólo en otros ayuntamientos sino también en otros niveles institucionales que cuentan con mayores competencias para poder alterar la organización social del cuidado, particularmente la Generalitat de Catalunya y el Estado español.
Vivimos unos tiempos en los que parece que la palabra “feminismo” se desprende poco a poco del estigma que la ha caracterizado desde su nacimiento; unos tiempos en que en ciertos sectores de la vida política el uso de este término parece estar de moda; unos tiempos en los que incluso a menudo se llega a utilizar el término con cierta laxitud; unos tiempos donde la “feminización de la política” corre el riesgo de reducirse a cáscara vacía en vez de convertirse en motor de cambio real. Y en estos tiempos, poder presenciar el traspaso de los saberes y las propuestas feministas a la acción institucional y su materialización en actuaciones concretas que, más allá de los eslóganes y las victorias meramente formales, buscan hacer tambalear un iceberg en el que las mujeres seguimos siendo las ciudadanas de segunda que lo mantienen en pie, es un motivo de celebración feminista. Porque, si bien no era, no es, sólo esto; la política feminista también era, también es esto.