El Proceso ha inspirado muchas metáforas. Durante años fue ‘una partida de ajedrez'. Donde cada movimiento se estudiaba al milímetro. Hasta los últimos meses, cuando los jugadores se acercaban al jaque mate, a la hora de la verdad. Era el momento de arriesgar. Tanto que la metáfora dejó de servir. Ya no había partida. El tablero saltó por los aires.
No es tiempo de jugadas inteligentes. Los errores se hacen evidentes. Son clamorosos. Pero no importa porque las reglas del ajedrez no sirven en una confrontación abierta. Para los soberanistas, los plenos del 6 y 7 de septiembre en el Parlament, donde se arrolló la misma legalidad catalana, fueron un mal necesario, inevitable, debido a la intolerancia del Estado. Para el Gobierno del Partido Popular, todo lo contrario. Era la excusa perfecta para aplicar el plan previsto, la operación Anubis, la del dios funerario en el antiguo Egipto. No son tiempos de empatía. El fin justifica los medios.
Mariano Rajoy, que nunca creyó en la partida de ajedrez, se siente ahora más cómodo con un juego basado en la fuerza y no en la inteligencia. Ya no hay que guardar las apariencias, ni las formas. Es el momento de la represión. Alcaldes imputados; altos cargos detenidos; la Generalitat intervenida; medios de comunicación, partidos políticos y directores de escuela intimidados. Y, de fondo, la amenaza de tres barcos llenos de policías y guardias civiles.
Durante cinco años, ni una sola propuesta para una mayoría social que reclama poder votar en referéndum. Ahora, la respuesta, la única, es la derrota. Ya no de un gobierno independentista, sino de la voluntad y los sentimientos de buena parte de los catalanes. Derrota también de los que durante años han ido a contracorriente defendiendo terceras vías, pactos confederales. De quienes se consideran víctimas de un choque de nacionalismos, y que hoy sienten el fracaso de ver que su voz no ha podido evitar el desastre.
Mariano Rajoy, y los poderes que le empujan, están a punto de cometer un inmenso error. Como si fuera el desenlace inevitable de aquel camino que emprendió el Partido Popular cuando recogía firmas 'contra el Estatut' y que una mayoría, aquí, veía 'contra Catalunya'. La represión del referéndum provocará una profunda fractura entre una mayoría social en Catalunya y el Estado español.
El Gobierno de la Generalidad, es verdad, ha emprendido un reto colosal (la independencia) sin tener el apoyo social suficiente. Y posiblemente la historia lo recordará con severidad porque ha puesto en riesgo la principal conquista de Catalunya, la de ser un ‘sol poble'. Pero la respuesta del Gobierno del Partido Popular, si se cumplen los peores augurios, dejará heridas que pueden hacer imposible toda salida dialogada después del 1 de octubre.
Ahora poco importa preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. Afrontamos unas horas decisivas. Inciertas. De alto riesgo. Donde no hay partida de ajedrez posible, pero donde hay mucho en juego. Porque los términos no están ya en la reivindicación de la independencia, ni, incluso, del referéndum. Si no en la defensa de los derechos fundamentales, la dignidad y la libertad. Y del intento, una vez más, de humillar, de derrotar, las aspiraciones legítimas de millones de catalanes que se reconocen como nación.
Así las cosas, el 1-O es mucho más que un referéndum. Es el día en que cristalizan en Cataluña y en España esperanzas y prejuicios alimentados durante tantos años. Donde se despiertan los viejos discursos del odio resumidos en aquel grito de 'a por ellos' que acompañó la salida de algunos convoyes de la Guardia Civil camino de Catalunya. O la solidaridad de la asamblea de cargos electos, promovida por Podemos en Zaragoza, hablando de fraternidad con el eco de los insultos de los ultras. El fantasma de las dos Españas y el temor del nacimiento de dos Catalunyas. Es el día en que Europa, una vez más, se enfrenta la realidad de las naciones sin Estado. Y, tal vez ahora, no podrá seguir mirando hacia otro lado.
El 1-O es mucho más que un referéndum. Porque debe marcar el punto de inflexión: el fin del Procés tal como lo hemos conocido. El gran riesgo es que, de la partida de ajedrez, pasemos a la cronificación de un conflicto latente, eterno, agotador, que sólo sirva para consolidar en el poder a quienes, precisamente, han promovido el desastre. O, por el contrario, que marque el inicio de una transformación política en España que cambie mayorías y permita abrir un diálogo con Cataluña. Esto es lo que está verdaderamente en juego el 1-O.
El Proceso ha inspirado muchas metáforas. Durante años fue ‘una partida de ajedrez'. Donde cada movimiento se estudiaba al milímetro. Hasta los últimos meses, cuando los jugadores se acercaban al jaque mate, a la hora de la verdad. Era el momento de arriesgar. Tanto que la metáfora dejó de servir. Ya no había partida. El tablero saltó por los aires.
No es tiempo de jugadas inteligentes. Los errores se hacen evidentes. Son clamorosos. Pero no importa porque las reglas del ajedrez no sirven en una confrontación abierta. Para los soberanistas, los plenos del 6 y 7 de septiembre en el Parlament, donde se arrolló la misma legalidad catalana, fueron un mal necesario, inevitable, debido a la intolerancia del Estado. Para el Gobierno del Partido Popular, todo lo contrario. Era la excusa perfecta para aplicar el plan previsto, la operación Anubis, la del dios funerario en el antiguo Egipto. No son tiempos de empatía. El fin justifica los medios.