De repente fue sencillo notar cómo el miércoles marcaba un punto y aparte en este camino que llamamos Procés. La noche anterior me despedí de una cena entre bromas sobre el tema, pero de buena mañana la radio me despertó con tono alarmado por las detenciones de los cargos de las distintas Conselleries y las redes sociales iban llenas de una histeria propia de lo que con tanta facilidad denominamos días históricos, aunque esta vez la cosa sí iba de verdad.
Viví la jornada con mis ocupaciones laborales, alejado del centro y con un ojo pegado al móvil. En la zona de Sagrada Familia nada se identificaba con el alboroto del centro. A las cuatro de la tarde, sentado en el jardín de Can Framis, escuché unas distantes sirenas en la Diagonal con probable destino a la sede de la CUP.
De vez en cuando el maldito helicóptero, un clásico de las jornadas repletas de movilizaciones, me alertaba de lo sucedido, como la presencia de coches de la Guardia Civil en demasiadas esquinas.
Pensé en cómo viviría un día parecido alguien del siglo XIX, seguramente con la misma inercia y sin tanto nerviosismo tóxico. En el tren pude pensar más calmado y deduje lo de siempre. En la situación creada tiene una importancia fundamental el dominio del relato sobre la cuestión. En este sentido, y así ha sido desde 2012, la voz cantante la llevan los dirigentes catalanes por la inmensa venda en los ojos de Moncloa y allegados.
Estamos ante dos poderes enfrentados. En otros artículos comentamos su enroque, demasiado persistente y dañino por su perpetua negativa al diálogo. El catalán violó el marco jurídico a principio de septiembre y habla de Democracia, tras excluir de sus decisiones a la mitad del país, con mucha alegría. Nadie le tose porque las acciones emprendidas desde Madrid, tendientes a cumplir la ley, se pasan de rosca, pero si uno se excede no significa que el otro tiene razón.
El problema, como bien comentaba Josep Carles Rius en estas mismas páginas, es que han transformado su obcecación en una cuestión de dignidad para muchos catalanes que han dicho basta a unos métodos demasiado brutales hasta el punto de considerarlos un ataque personal que atenta directamente contra el autogobierno. Esto es lo que ha llevado a la gente a las calles, en algunos casos al son de otra palabra usada impropiamente. Hablan de revolución mientras el govern y las asociaciones soberanistas capitalizan el desaguisado a su favor, con impunidad, porque si bien es cierto que el PP atesora infinitos casos de corrupción, bien podría decirse lo mismo de sus homólogos catalanes.
Estos puntos parecen olvidarse ante la presencia policial salvaje, con los Mossos de nuevo en el papel de villanos, y su desmedida actuación, porque si cargan se lo cargan. Puede oler a Maidan, no lo sé, pero lo que está claro es que se ha llegado tristemente a un punto de no retorno donde quien propugna Razón puede ser tildado de cualquier cosa porque lo emocional ha ganado la partida al matiz que algunos llaman equidistancia y que, poco a poco, de manera acelerada, se ha transformado en un profundo hartazgo hacia cualquiera de los dos bandos enfrentados por su cerrazón y nula voluntad de pensar en las virtudes del término medio.
Entre otras cosas el bando soberanista podría pensar que no está bien aferrarse a un clavo ardiendo y que con tanto fuego esparcido lograría mucho con su renuncia al referéndum, pues, y aquí entran los otros, una reforma constitucional quizá podría posibilitarlo en un futuro. La palabra Procés es exacta y curiosa. De hecho, todas las evoluciones históricas obedecen a eso, a procesos, y estos requieren tiempo, negociación y un pacto. Hablar de revoluciones a lo siglo XIX, y si me apuran a lo estado báltico, en nuestra época es, por desgracia, una quimera, como también lo parece esa expresión magnífica tan italiana: fare política.
¿La han practicado los implicados durante estos años? No, rotundamente no porque no les interesa. Puigdemont y sus socios no parecen estar muy disgustados por la escalada de tensión porque les lleva a un punto idóneo, donde hasta muchos no independentistas han decidido levantar el culo del sofá para tuitear entre manifestantes. Por su parte Rajoy y Compañía observan el desastre desde una perspectiva parecida. A más ruido menos oposición a su gobierno por decreto, a veces se olvida que apenas tienen 137 diputados, y mayor rédito electoral entre la derecha de toda la vida, porque en este país, de un lado y de otro, nunca se ha gobernado para mejorar la situación del ciudadano, sólo se ostenta el bastón de mando para machacar al adversario.
Ambos han perdido por completo la razón y los principales perjudicados somos todos nosotros, unos contagiados por este virus enfermizo, otros con ganas de pedir un pasaporte apátrida. Hablan de dialogar tras el dos de octubre, cuando quizá el uno no se vote y la movilización aspire a su paroxismo. ¿No pueden todos plegar velas y hacerlo ya mismo? No es un capricho. Es una urgencia.