El ‘affaire Bárcenas’ ha consumado definitivamente la percepción general de que la corrupción política e institucional es una peste que se extiende desde una anónima concejalía de provincias hasta la cúpula del Poder Judicial y las mismísimas estancias de la Zarzuela, donde reside la máxima representación del Estado. El abrupto final de la “fiesta” española ha hecho aflorar la colosal depredación de las rentas y bienes públicos acometida en los años de despegue y de bonanza, al amparo del propio sistema representativo. La imagen es ya una marca de ámbito global consagrada por la prensa mundial de referencia.
El escándalo de los sobresueldos en dinero opaco a los máximos dirigentes del PP golpea ahora de lleno al Poder Ejecutivo y pone al propio Mariano Rajoy al pie de los caballos. Los “papeles de Bárcenas” son un colosal pliego de cargos contra la forma de ejercer el poder en España hasta la hecatombe del negocio del ladrillo y las grandes obras públicas tras el crack de 2008. La contabilidad secreta del PP revela el culto desaforado al dinero negro en España a todos los niveles y, sobre todo, la densa trama de intereses entre el poder político y el sector empresarial y financiero.
La nómina de pícaros que se han apuntado al gran festín del “milagro español” es interminable y va desde el olvidado “hermanísimo” Juan Guerra hasta el omnipresente “yernísimo” Iñaki Urdangarin. Lejos de remitir por la presión judicial y social, la crisis financiera y económica ha mantenido y hasta atizado el saqueo bajo nuevas formas y alianzas, con el concurso creciente de las poderosas mafias instaladas en España a caballo del boom inmobiliario.
De la Costa del Sol a la Costa Brava
Desde la “operación Malaya” en Marbella, en el corazón de la Costa del Sol, hasta la reciente “operación Clotilde” en Lloret de Mar, gran hub del turismo de masas de la Costa Brava, el río de lodo de la corrupción ha crecido en los últimos tiempos como un torrente devastador, sin distinción de siglas ni credos. Hasta no hace tanto tiempo, el espectáculo era seguido por las audiencias como una serie de televisión con todos los ingredientes del género y –digámoslo ya-- quien más quien menos se sentía partícipe del gran guateque nacional por acción, omisión o aspiración.
Diez años atrás, la fortuna de 22 millones de euros del tesorero Bárcenas habrían causado tal vez más jolgorio y admiración que escarnio, pero en un país arrasado por la recesión y el desempleo es normal que hoy se pida la guillotina por mucho menos que eso. El violento cambio de ciclo económico, en efecto, ha cambiado las tornas y las audiencias entretenidas de ayer han mutado en masas de indignados donde se incuba la insurrección civil y arrecia la propensión al linchamiento individual y colectivo de todo lo que afecte a la vida pública.
Efectos colaterales
Ese es uno de los efectos colaterales más perniciosos de la corrupción a gran escala, desde las instancias más altas del Estado hasta los niveles más domésticos y aparentemente triviales. El estado de opinión que exuda el país, ya sea en los medios de comunicación, en las conversaciones de café, en las tertulias familiares o en la plataforma del autobús, es que el sistema de representación está viciado por las prácticas en beneficio ecuestrado por sus ususatios en beneficitcorruptas a pesar o a costa de las leyes y secuestrado en beneficio propio por sus administradores y usuarios.
El horizonte al que apuntaría este estado de cosas es el de la regeneración de la vida pública a partir de los instrumentos de la democracia, desde la maquinaria del poder judicial hasta el ejercicio del sufragio universal. Pero la representación del problema ya ha rebasado incluso el problema en sí y ya vemos y oímos cómo se extiende la idea de que la propia democracia parlamentaria y liberal es el foco donde anida y se desarrolla el virus de la corrupción de las élites a costa del pueblo.
No es preciso recordar que la banalización de este proceso mental está en el origen de algunos de los episodios más oscuros de la historia europea reciente. En todo caso, cabe preguntarse si la corrupción de las élites, en el caso de que pueda sostenerse tal afirmación en estos términos, es algo distinto y ajeno al conjunto del cuerpo social. No puede haber corrupción en masa sin corruptibles a la misma escala y la degradación de la moral pública difícilmente se entiende sin la erosión de la moral privada. Basta observar las conductas de particulares en el entorno social, laboral o familiar para constatar que el problema no es solo de orden político-legal, sino que arranca de un escalofriante vacío cultural y educacional enmascarado por el dinero fácil y la opulencia.
Una generación a la espera
La regeneración democrática exige el reconocimiento de una deriva colectiva consistente, cuando menos, en un cierto asenso o tolerancia social ante al éxito y la fortuna amasados por arte de birlibirloque. La tradición se remonta al Siglo de oro español y la lista de pícaros va desde el pocero de Seseña hasta algún gobernador del Banco de España. La tendencia a presentar el crack financiero y la corrupción de la vida pública como la obra maléfica de una casta o una clase específica e independiente de los valores y prácticas de los individuos y organismos particulares es mucho más que un engaño. Es una absurda simplificación que abona el terreno de nuevos liderazgos basados en el populismo y el fuego purificador.
En el caso de España, no se sabe qué o quién estaría en condiciones de abanderar la regeneración tras la decadencia o ruina del PP, el PSOE, la Monarquía parlamentaria y los nacionalismos institucionales. En todo caso, ni el precedente próximo de Italia ni los casos más lejanos de las nuevas democracias del Este invitan a apostar por un escenario de estas características. Sin embargo, la brutal tasa de desempleo juvenil, con el consecuente crecimiento incontrolado de la generación ni-ni, sigue alimentando la mecha de un peligroso vacío disponible para quien quiera ocuparlo. Todo dependerá de la respuesta inequívoca de las instituciones al alud de escándalos que ha pulverizado la omertá de los años de oro. La involución vuelve a ser una amenaza.