El asesinato de Lluís Companys marca una cesura en la memoria popular del catalanismo de izquierdas de este país. Una herida que ha resultado ser finalmente nacional: un espacio de consenso de la memoria de Catalunya. La muerte en manos del fascismo del único presidente de un gobierno democrático ejecutado en medio de una guerra civil europea que se convirtió en mundial, explica por sí misma el significado que tomó aquella muerte. Pero, yendo más allá, el fin de Companys constituye un antes y un después en nuestro pasado. Toda una historia parece acabar con él. En Catalunya y en España, evidentemente, pero también en Europa.
Un mismo hilo atraviesa la muerte de Machado en Colliure -en febrero de 1939, en el otro lado de la frontera huyendo del franquismo-, el fin del filósofo alemán Walter Benjamin -en Portbou en septiembre de 1940, huyendo en este caso del nazismo-, y el fusilamiento de Companys -en octubre de 1940, fruto de la colaboración de la Gestapo con el franquismo. Guerra Civil y Segunda Guerra Mundial son, en estas historias, inseparables. La conmemoración del asesinato de Companys tiene también, por lo tanto, una dimensión internacional. No siempre exitosa, es cierto: si Europa emergió de este periodo con la instauración de nuevos sistemas políticos que tenían en su ADN constitucional y memorial el antifascismo, este no fue el caso de nuestra tierra.
Pero si la muerte de Companys contiene en sí misma múltiples significados, reducir su legado al acto de su fusilamiento, no sería sino enterrar la vida que los franquistas segaron. Como dejó dicho Maragall, la “tendencia a presentar a Companys rodeado de este aura de presidente mártir (...) si bien se ajusta a la verdad, también la distorsiona si se convierte en el único prisma a través del cual se contempla la su vida (...)”; “la transforma en un ser unidimensional”.
La vida de Companys, en efecto, simboliza como pocas las contradicciones, esperanzas y también el hundimiento de lo que fue el republicanismo catalanista del primer tercio del siglo XX. En primera instancia, porque Companys no fue el dirigente político de una Catalunya homogénea, sin contradicciones ni conflictos. Al contrario, representó como nadie la “Falsa Ruta” denunciada en 1939 por el antiguo prohombre de la Lliga convertido en fervoroso franquista, Fernando Valls y Taberner: “Catalunya ha seguido una falsa ruta y ha llegado en gran parte a ser víctima de su propio extravío. Esta falsa ruta ha sido el nacionalismo catalanista. (…) el catalanismo, en su actuación política, construyó poderosamente al desarrollo del subversivismo en Catalunya, llevándolo hasta las capas sociales superiores. (…) y a consecuencia de ello el catalanismo es hoy un cadáver.”
Companys, efectivamente, perteneció a la generación de jóvenes republicanos de principios de siglo, formada por los Alomar, los Domingo o los Layret. Esos jóvenes, partiendo del legado de Pi i Margall, consiguieron en un largo proceso hacer encajar republicanismo y catalanismo, articulando así la propia realidad nacional catalana. En el caso de Companys este camino tomó una forma especialmente intensa, obrando para que este proyecto político no quedara desligado de las clases populares catalanas. Este propósito marcó su actividad política ya casi desde el principio, bien como abogado de obreros, bien cultivando la amistad de dirigentes sindicales libertarios como el Noi del Sucre.
Esta intensa relación con las clases populares le llevó al presidio a principios de los años veinte y a ver de cerca la muerte en la figura de su amado Francesc Layret. Le condujo asimismo a desplegar su activismo más allá de las clases populares urbanas. Se convirtió en ese proceso en una de las personas claves en la fundación de la Unió de Rabassaires, en 1922, y dirigió su principal portavoz, La Terra. Republicanismo, catalanismo, obrerismo y campesinado quedaban así inseparablemente ligados a su figura, sin la que no se entiende su potencia política ni la hegemonía que alcanzó el republicanismo en los primeros años de la II República, cuando Catalunya se convirtió en su principal resguardo.
A veces se ha querido contraponer la figura de Companys a la de Francesc Macià. Este último murió en la Navidad de 1933 convertido ya en todo un símbolo, como demostró un entierro tan sólo comparable al de Durruti. Companys, en cambio, sería tan sólo un político hábil y de “gestos” alocados. Aunque es difícil pensar en algo más voluntarioso que el intento de liberar Catalunya desde Prats de Molló protagonizada por Macià en 1926, esta contraposición olvida fácilmente la importancia de Companys para asegurar el arraigo popular de la propuesta política que impulsó. El futuro President de Catalunya fue el concejal más votado en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931; fue aquel que proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento justo para hacerla llegar; fue el que se constituyó en uno de los principales baluartes del republicanismo de izquierdas de España durante el bienio negro, el que protagonizó los hechos de octubre de 1934, cuando cayó para volver después victorioso en febrero de 1936.
Con el paso del tiempo, Companys ha convertido en un símbolo de la lucha antifascista en una situación enormemente compleja de procesos revolucionarios y confrontación bélica y en uno de los momentos más convulsos de la historia de Catalunya y de Espanya. Su figura contiene muchas esperanzas, contradicciones y también sombras. Sin embargo, nos sigue interpelando y nos recuerda que sin la memoria de las injusticias del pasado, no hay futuro seguro para las esperanzas del presente.
El asesinato de Lluís Companys marca una cesura en la memoria popular del catalanismo de izquierdas de este país. Una herida que ha resultado ser finalmente nacional: un espacio de consenso de la memoria de Catalunya. La muerte en manos del fascismo del único presidente de un gobierno democrático ejecutado en medio de una guerra civil europea que se convirtió en mundial, explica por sí misma el significado que tomó aquella muerte. Pero, yendo más allá, el fin de Companys constituye un antes y un después en nuestro pasado. Toda una historia parece acabar con él. En Catalunya y en España, evidentemente, pero también en Europa.
Un mismo hilo atraviesa la muerte de Machado en Colliure -en febrero de 1939, en el otro lado de la frontera huyendo del franquismo-, el fin del filósofo alemán Walter Benjamin -en Portbou en septiembre de 1940, huyendo en este caso del nazismo-, y el fusilamiento de Companys -en octubre de 1940, fruto de la colaboración de la Gestapo con el franquismo. Guerra Civil y Segunda Guerra Mundial son, en estas historias, inseparables. La conmemoración del asesinato de Companys tiene también, por lo tanto, una dimensión internacional. No siempre exitosa, es cierto: si Europa emergió de este periodo con la instauración de nuevos sistemas políticos que tenían en su ADN constitucional y memorial el antifascismo, este no fue el caso de nuestra tierra.