Cuando el dedo del electorado señala la luna constituyente, los políticos cortos de entendederas miran el dedo de la gobernabilidad. El ciclo electoral de 2015 -municipales, autonómicas y generales- certifica el final del bipartidismo y alienta las reformas necesarias -constitucionals, electorales, territoriales ...- sin excluir a nadie.
Todo hace pensar en las primeras elecciones generales (aunque no democráticas) tras la muerte de Franco, celebradas el 15 de junio de 1977. El presidente Adolfo Suárez leyó correctamente el mensaje de unos electores oscurecido por una ley electoral (¡aún vigente!) que premia las fuerzas políticas mayoritarias. En este sentido, la gubernamental UCD con un tercio de los votos alcanzaba casi la mitad de los diputados. Suárez habría podido gobernar con una mayoría parlamentaria cómoda con la Alianza Popular de Manuel Fraga. Sin embargo, olió los aires constituyentes del electorado (aún más si se tenía en cuenta los 2,5 millones de jóvenes, entre 18 y 21 años que no pudimos votar, como tampoco los 800.000 residentes en el extranjero y los pucherazos que se cocinaron en muchos Gobiernos Civiles, el de Lleida incluido).
Adolfo Suárez pidió ayuda a la gobernabilidad (Pactos de la Moncloa) a cambio de reformas políticas (amnistía de verdad, incluida) y convertir (ahora sí, no en la convocatoria) las nuevas Cortes en Cortes constituyentes y que el proyecto fuera elaborado por una ponencia parlamentaria lo más amplia posible. Un añadido más: Suárez entendió mejor que nadie el mensaje del electorado catalán. Su propuesta de Mancomunidad (Consejo General de Catalunya) había sido rechazada por las candidaturas que hacían bandera del restablecimiento de la Generalitat y que habían recogido el 80% de los votos. Suárez no dudó en restablecer la Generalitat y facilitar el retorno de Josep Tarradellas en un gesto de clara ruptura legal e ideológica con el franquismo.
Si hacen caso de los electores, los políticos deberían convertir el Congreso en el centro de la actividad política de una legislatura constituyente o reformista y, por tanto, corta (dos años) garantizando la gobernabilidad. Eso sí, congelando la reforma laboral y la ley Wert. En este sentido, sería necesario que la presidencia del Congreso estuviera en manos de una persona de color político diferente a la presidencia del Gobierno y facilitar la formación de grupos parlamentarios que certifiquen la vez el fin del bipartidismo y la plurinacionalidad del Estado. En la primera legislatura estaba el Grupo de los Socialistas de Catalunya y en la siguiente se añadió la del Grupo de los Socialistas Vascos (también navarros, como su portavoz Carlos Solchaga). Negar la posibilidad de grupo parlamentario a En Común Podem, Compromís o las mareas galegas, es de una ceguera política punzante extraordinaria.
Mientras los electores señalan con su voto la realidad plurinacional de España, los políticos cortos de entendederas (y la costra de los medios de comunicación) hablan de fraude democrático (¡y también económico!). ¿Alguien cree que se puede acometer una reforma constitucional despreciando (“ninguneando”) a la fuerza catalana mayoritaria en el Congreso (y el Ayuntamiento de Barcelona)? Lo que debería hacer el Congreso es reflejar con nitidez y con voluntad pedagógica la realidad plurinacional y plurillingüística española. En este sentido, debería permitir que todos los diputados y diputadas pudieran hablar con su lengua (aunque sólo fuera necesario la traducción al esperanto español, que es el castellano) y, de este modo, algún día también poder hacerlo en las instituciones europeas.