Llegir versió en català
Hoy he salido a primera hora de casa con el entusiasmo de estrenar la condición de sujeto político y jurídico soberano, reconocida y votada por mayoría parlamentaria. Sin embargo el quiosquero me ha cobrado el mismo precio por el diario, el panadero por la barra de pan y el tabernero por el café matutino. Me ha extrañado, me ha decepcionado la incomprensión mostrada por mis interlocutores habituales. He intentado sondear educadamente los motivos de su frigidez ante la encrucijada trascendental, histórica. Los contertulios del barrio me han manifestado que, desde su punto de vista, no ha cambiado nada. Me lo han dicho, además, con un aire recriminatorio de mi fervor patriótico, como si constituyera una ingenuidad. Un cliente habitual del bar de cada mañana se ha permitido añadir que, en su opinión, el Parlament de Catalunya se ha librado a un ejercicio gimnástico de bicicleta estática y que la prioridad de los representantes que elegimos y sufragamos debería ser la aguda crisis económica y el saneamiento de los casos multiplicados de corrupción financiera y política. Mi convecino se enardecía solo en su perorata, hasta proclamar con vehemencia ante todos los presentes que el derecho a decidir se tiene que usar sin dejar de tener los pies en el suelo, sobre la base de la lucidez a propósito de la realidad dada en cada momento y sus márgenes de maniobra posibles, viablemente negociables. He regresado a casa desconcertado, con mi entusiasmo de sujeto político y jurídico soberano chamuscado bajo el brazo, junto al diario y la barra de pan. Tal vez debería cambiar de barrio, no sé.
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Hoy he salido a primera hora de casa con el entusiasmo de estrenar la condición de sujeto político y jurídico soberano, reconocida y votada por mayoría parlamentaria. Sin embargo el quiosquero me ha cobrado el mismo precio por el diario, el panadero por la barra de pan y el tabernero por el café matutino. Me ha extrañado, me ha decepcionado la incomprensión mostrada por mis interlocutores habituales. He intentado sondear educadamente los motivos de su frigidez ante la encrucijada trascendental, histórica. Los contertulios del barrio me han manifestado que, desde su punto de vista, no ha cambiado nada. Me lo han dicho, además, con un aire recriminatorio de mi fervor patriótico, como si constituyera una ingenuidad. Un cliente habitual del bar de cada mañana se ha permitido añadir que, en su opinión, el Parlament de Catalunya se ha librado a un ejercicio gimnástico de bicicleta estática y que la prioridad de los representantes que elegimos y sufragamos debería ser la aguda crisis económica y el saneamiento de los casos multiplicados de corrupción financiera y política. Mi convecino se enardecía solo en su perorata, hasta proclamar con vehemencia ante todos los presentes que el derecho a decidir se tiene que usar sin dejar de tener los pies en el suelo, sobre la base de la lucidez a propósito de la realidad dada en cada momento y sus márgenes de maniobra posibles, viablemente negociables. He regresado a casa desconcertado, con mi entusiasmo de sujeto político y jurídico soberano chamuscado bajo el brazo, junto al diario y la barra de pan. Tal vez debería cambiar de barrio, no sé.