Llevamos días con el debate relativo al salario mínimo interprofesional (SMI). Hay quién niega subirlo, aduciendo razones de oportunidad económica en un momento de crisis como el actual. Hay quién defiende actualizarlo, también con argumentos de necesidad y oportunidad económica a las que se suman las razones de justicia social. Estamos, pues, ante un debate políticamente relevante, económicamente oportuno y socialmente necesario.
El debate se contextualiza en una situación económica y social negativa, marcada por la caída de la actividad económica y los efectos sobre la vida de las personas, en términos de ocupación e ingresos, y el crecimiento de la desigualdad. También por la decisión tomada por los países de nuestro entorno económico europeo que, a pesar de sufrir también crecimientos negativos del PIB, plantean subidas del SMI para el 2021.
Los sectores contrarios a incrementar el SMI fundamentan la posición por el impacto en los costes empresariales por un lado, que comprometerían la reactivación económica, y porque el IPC negativo no afectaría al poder de compra. Son argumentos marcadamente ideológicos, más que no económicos o empresariales. Obvian la función del SMI en cuanto a factor de equilibrio social y de impulso económico.
Ignoran que las políticas de rentas, más allá de facilitar o no una mayor igualdad distributiva, mantienen el propio funcionamiento de la actividad económica – los salarios que paga una empresa sirven para comprar los productos de otras empresas-; y son motor de innovación y progreso empresarial -las políticas de devaluación salarial y precariedad desincentivan la inversión en capital fijo y los cambios organizativos-.
Es falaz argüir que la inflación negativa actual no afecta al poder de compra. Este argumento es un espejismo cuando hablamos de la capacidad adquisitiva de los hogares con menor renta. Si desagregamos los diferentes componentes del IPC, constatamos que los precios de los productos alimentarios, que son los que determinan la cesta de la compra de los hogares con salarios más bajos, han subido el 2’6%. O que el alquiler de la vivienda representa más del 50% de la renta de estos hogares. Es obvio que la apuesta para congelar el SMI es, también, socialmente regresiva.
Afortunadamente no todos los sectores empresariales son reactivos a la subida del SMI. Al igual que una parte importante del Gobierno, que apuesta para incrementarlo, son conscientes que la actual situación económica requiere mantener fuerte el componente de la Demanda Interna y, por lo tanto, garantizar el poder adquisitivo de los hogares para mantener viva la capacidad de consumo. Del contrario la actividad económica general se resentirá y con ella los ingresos fiscales, pero también la situación social se puede deteriorar más -pobreza y desigualdad- y en consecuencia, también la situación política.
La subida del SMI no afecta directamente las grandes empresas, pero tampoco a las pequeñas y medias de sectores que tienen cobertura de convenio colectivo sectorial. La subida afecta directamente a los trabajadores y trabajadoras no cubiertos por la negociación colectiva, aproximadamente unos 2 millones de personas de sectores fuertemente precarizados y altamente feminizados.
Pero no es solo el SMI lo que afecta la situación salarial de las personas trabajadoras, la temporalidad y la parcialidad laboral son también un factor determinante. Por eso conviene no olvidar la necesidad de combatir la precariedad actuando sobre la reforma laboral y también apostando por una transformación del modelo productivo que pivote sobre productos de mayor valor añadido y la calidad del trabajo. Sin duda el debate tampoco puede obviar que el 25% de la población se encuentre bajo el umbral de la pobreza y la desigualdad crece, actualizar el SMI o congelarlo es un indicador del modelo de mercado laboral que queremos –precariedad y bajos salarios- y de qué estructura económica proyectamos –innovadora y de alto valor añadido-.
En cualquier caso el debate del SMI es políticamente relevante. Tanto por el mensaje social, es una contribución al combate contra la desigualdad, tanto general como de género; como económico, tiene en cuenta el impulso de la capacidad de consumo de los hogares e incentiva la modernización empresarial. Pero además es consecuente con las referencias internacionales y con la Carta Social Europea, que orientan en el 60% del salario mediano y el 50% del salario medio la dignidad mínima salarial. Lo que implicaría una subida del SMI para situarlo en 1.116 o 1.142€ mensuales por 12 pagas.
El gobierno, una vez escuchada los argumentos de organizaciones empresariales y sindicales y negociada la propuesta de actualización del SMI, tiene que asumir su responsabilidad y tomar la decisión. Hay razones de justicia social y económicas que apuntan a la oportunidad y necesidad de no aplazar la decisión y subir el SMI por el 2021.