El verano ha llegado con fuerza y, además de un importante incremento de las temperaturas, nos trae nuevamente algunas campañas publicitarias que, al menos, nos deberían dar que pensar. En concreto, me estoy refiriendo a aquella que muestra una aplicación para teléfono móvil que te garantiza conseguir trabajo en pocos días, incluso en 24 horas, y que algunos autobuses urbanos del conjunto del Estado lucen en sus laterales.
El hecho de que una simple app te pueda conseguir un trabajo instantáneamente y no el esfuerzo coordinado de miles de agentes públicos y privados que cuentan con décadas de experiencia en tal cuestión, nos debería dar una idea del tipo de sociedad en la que vivimos y del papel que el propio trabajo juega en ella, algo en lo que las políticas de flexibilización puestas en marcha a lo largo de las últimas décadas tienen una enorme responsabilidad.
Los debates en torno al trabajo como mercancía tuvieron cierta importancia a mediados del siglo pasado. Autores como Karl Polanyi advirtieron que aquello que se daba como un hecho natural, el que la gente tuviera que vender su fuerza de trabajo en el mercado para poder sobrevivir, era un elemento relativamente reciente en la historia de la humanidad. Polanyi también destacó cuestiones como la consideración de la tierra como factor de producción, objeto también, por tanto, de las disposiciones del sistema capitalista, o la indiferenciación, en las sociedades denominadas tradicionales, de la economía del resto de esferas constitutivas de la vida (la familia, la política o la religión), versión popularizada por los autores liberales ingleses y americanos.
Nuestra consideración del trabajo es, por tanto, una realidad reciente y se encuentra fundamentada, sobretodo, en las grandes transformaciones que se produjeron en Europa y Estados Unidos a lo largo de los siglos XVIII y XIX, donde la revolución industrial y la expansión del capitalismo contribuyeron a polarizar la vida de las grandes ciudades en torno a sectores sociales dispares, esto es, los trabajadores y la burguesía poseedora de fábricas, bancos, etc. Sin embargo, ya en las primeras aproximaciones críticas a la dura realidad de la vida obrera, el trabajo se mostró como un elemento cardinal de identidad y liberación. Las clases sociales no serían solo asépticas y neutrales formas clasificatorias, sino que podrían actuar como auténticos referentes y agrupar aquellos sectores de la población que vivían situaciones similares de explotación. Ser un trabajador -ser de clase obrera- se convirtió en un poderoso elemento de adscripción.
Los principales, y más efectivos, ataques a esta consideración del trabajo como elemento de identidad y lucha tuvieron lugar en Europa en los años 70s y 80s del siglo XX de la mano de Margaret Thatcher y su Partido Conservador. La principal victoria conseguida por la líder tory no fue tanto la privatización de los amplios medios de producción públicos o doblar la mano a los poderosos sindicatos, que también, sino lograr una profunda transformación de la cultura del país. El trabajo y los trabajadores dejaron de ser los elementos primordiales de la estructura productiva del Reino Unido para pasar a ser considerados casi como enemigos del Estado. La apuesta conservadora por destacar la importancia del individuo y la familia, negando la existencia misma de la sociedad y, por tanto, de las clases que la conformaban, tuvo el efecto deseado de romper los mecanismos de adscripción identitaria y solidaridad de clase que tan profundamente arraigados estaban en la sociedad británica. El Reino Unido, y con posterioridad el resto de Europa, así como Estados Unidos de la mano de Reagan, dejaron de ser espacios relativamente igualitarios con fuertes Estados del Bienestar, y se transformaron en tierras de oportunidad donde, en una lucha de todos contra todos, cualquiera podía triunfar y alcanzar la cima. La estigmatización que sufrieron aquellos que no pudieron, no quisieron o no supieron, subirse al carro de la prosperidad capitalista ha sido magníficamente descrito por gente como Owen Jones en su imperdible Chavs. Y es imposible negar que parte de la responsabilidad del Brexit pudiera recaer en unas asustadas y empobrecidas clases sociales trabajadoras que siguen existiendo y que han acabado reconociendo su enemigo no tanto en aquellos que los explotan y en los mecanismos que lo hacen posible, sino en el fontanero polaco, el tendero pakistaní o el refugiado sirio.
De este modo, la lucha por un trabajo que garantice una vida digna, no instantánea, no es solo aquella por la supervivencia diaria, sino que es necesario englobarla en una disputa ideológica global y a más largo plazo donde éste juega un importante papel identitario. Como referente en la lucha contra una explotación que se produce en diferentes ámbitos, el trabajo tiene que recuperar su posición central en el tablero social.