Este año se cumplen justo cuarenta años desde que Amnistía Internacional lanzó la primera campaña para conseguir la abolición de la pena de muerte en el mundo. En aquel lejano 1977, sólo 16 países eran abolicionistas. En 1997, veinte años después, la cifra ya se había elevado a 64. Y este año podemos hablar de 104 países que han eliminado la pena de muerte de su legislación, más de la mitad de países del mundo. Si sumamos a esta cifra la de los países que son abolicionistas en la práctica –es decir, que mantienen la pena de muerte pero que no la aplican, y algunos desde hace décadas– ya nos situamos en los 141 países, el 70% del total.
Sin duda son buenos datos, los mejores de la historia. Son cifras que nos señalan que, en estos 40 años, el recurso a las ejecuciones por parte de los estados se reduce, lenta pero inexorablemente, y que el horizonte del final de la pena de muerte está más cercano. Pero, ¿veremos su fin en un futuro más o menos próximo, en pongamos veinte, treinta o cuarenta años más?
En el análisis de los datos y estadísticas sobre pena de muerte que publicamos cada año por estas fechas intentamos responder a esta pregunta pero no lo logramos totalmente. Hay quien ve el vaso medio vacío. Hay quien lo ve medio lleno. Y ciertamente los datos pueden avalar las dos posiciones.
Empezamos por las malas noticias. El año pasado se registraron un mínimo de 1.032 ejecuciones en el mundo por parte de los estados, el 87% de ellas concentradas en sólo cuatro países: Irán, Arabia Saudí, Irak y Pakistán. China, que completa el macabro top 5 de países ejecutores, con toda seguridad ha ejecutado más personas que todo el resto, pero es imposible facilitar un dato aproximado de su nivel de ejecuciones, que eso sí, es grotesco, porque sus autoridades consideran todo lo que rodea la pena de muerte como un secreto de estado.
Las autoridades chinas se esconden del escrutinio internacional. Aplican un sistema complicado y opaco, un entramado judicial y burocrático muy afinado para ocultar la escandalosa magnitud de las ejecuciones en el país. Por un lado afirman que trabajan para la apertura y la transparencia judicial. Que disponen de una base de datos judiciales online donde se puede consultar todo: que no tienen nada a esconder. Pero los hechos desmienten estas promesas.
Desde Amnistía Internacional hemos detectado centenares de casos de pena de muerte que no constan en ninguna base de datos. Hallamos informaciones públicas sobre ejecuciones de casi un millar de personas entre 2014 y 2016, pero sólo un 10% de estos casos constan en la base de datos judicial. Las cifras tampoco incluyen a los extranjeros condenados a muerte por delitos relacionados con el tráfico de drogas, ni tampoco a los casos vinculados al “terrorismo”.
Sin duda China utiliza revelaciones parciales y afirmaciones no verificables con el objetivo, de cara a la galería, de reforzar su liderazgo en el mundo y sacar pecho de la reducción de ejecuciones. Pero es que las cifras no encajan y pensamos que lo que China viene llevando a cabo es deliberadamente engañoso. Así, poca o nula credibilidad a lo que manifiestan las autoridades chinas sobre sus “progresos”.
La buena noticia del año llega de Estados Unidos, que tiene el dudoso honor de ser el único país del continente americano que todavía aplica la pena de muerte y uno de los dos únicos del G8 –el otro es un caso poco conocido: Japón– que todavía mantienen la pena capital.
Por primera vez desde 2006 Estados Unidos no figura entre los cinco países con más ejecuciones del mundo. Su número no ha dejado de reducirse desde 2009 y este año, con veinte personas ejecutadas, se ha logrado el nivel mínimo registrado desde hace 25 años, desde 1991. Es una tendencia consolidada: las ejecuciones en EEUU caen a la mitad de las de 1996 y son cinco veces menos que, por ejemplo, las de 1999.
Si nos fijamos en el número de condenas a muerte que decretan jueces y tribunales populares vemos la misma tendencia a la baja. Las condenas de 2016 (32) son las más bajas desde 1973. Esto es una señal clara y evidente que jueces, fiscalía y jurados empiezan a dar la espalda a la pena de muerte como instrumento para impartir “justicia”. El debate social, político, comunicativo, judicial sobre la pena capital en el país se empieza a ganar y el año pasado ya sólo se llevaron a cabo ejecuciones en cinco estados de EEUU (Texas, Georgia, Alabama, Misuri y Florida), siendo los dos primeros, Texas y Georgia, los que concentran hasta el 80% de ejecuciones.
A pesar de que los datos avalan el optimismo y el debate está claramente orientado hacia la abolición, no se puede bajar la guardia. La reducción del número de ejecuciones se debe, en parte, a litigios relacionados con las dificultades de muchos estados para obtener las sustancias químicas necesarias para aplicar la inyección letal. Y algunos estados, como Utah o Arkansas –que no ejecuta desde hace diez años pero que para este mes de abril tiene programadas hasta siete ejecuciones– están planteando el regreso a otros métodos de ejecución más “baratos”, como la silla eléctrica o el pelotón de fusilamiento. Por lo tanto, el panorama actual puede invertirse con celeridad.
Además hay que ver qué efecto tendrá la llegada de Trump a la presidencia y una retórica de “mano dura” general que ya contribuyó a marcar los picos de ejecuciones en EEUU de las décadas de los 80 y 90. También preocupa este fenómeno lejos de los EEUU, en el otro lado del Pacífico, en Filipinas, donde el presidente Duterte ha prometido la reintroducción de la pena de muerte (abolida en 2006), hecho que sería una noticia nefasta. Y preocupa también que el número de condenas a muerte aumente en países que atraviesan situaciones complejas de inseguridad o convulsión interna, como Nigeria. Que se invoque la pena de muerte para hacer frente a situaciones vinculadas a la lucha antiterrorista, como también pasa en Pakistán, Egipto o Arabia Saudí, muy encaramados en el ranking de ejecutores.
Sabemos que la pena de muerte no impartirá justicia, porque precisamente los principales países ejecutores son los que funcionan con sistemas de justicia que no soportan un mínimo análisis sobre estándares o procedimientos de lo que se entiende por juicio justo. También sabemos que la pena de muerte no hará que nadie esté más seguro: no hay ningún estudio, ni uno, que demuestre que la aplicación de la pena de muerte reduce los niveles de delincuencia o terrorismo. Esto es lo que tenemos que explicar y extender para que cada vez más estados dejen de aplicar la pena capital. Que de los 104 países abolicionistas actuales pasemos a los 200. Que la pena de muerte se convierta en una entrada en los libros de historia.
Este año se cumplen justo cuarenta años desde que Amnistía Internacional lanzó la primera campaña para conseguir la abolición de la pena de muerte en el mundo. En aquel lejano 1977, sólo 16 países eran abolicionistas. En 1997, veinte años después, la cifra ya se había elevado a 64. Y este año podemos hablar de 104 países que han eliminado la pena de muerte de su legislación, más de la mitad de países del mundo. Si sumamos a esta cifra la de los países que son abolicionistas en la práctica –es decir, que mantienen la pena de muerte pero que no la aplican, y algunos desde hace décadas– ya nos situamos en los 141 países, el 70% del total.
Sin duda son buenos datos, los mejores de la historia. Son cifras que nos señalan que, en estos 40 años, el recurso a las ejecuciones por parte de los estados se reduce, lenta pero inexorablemente, y que el horizonte del final de la pena de muerte está más cercano. Pero, ¿veremos su fin en un futuro más o menos próximo, en pongamos veinte, treinta o cuarenta años más?