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Volver a la Rambla

La Rambla llena de flores y velas

Jordi Corominas i Julián

Hemos paseado mil veces la Rambla, pero volver a pisarla tras el atentado del jueves 17 de agosto es acceder a una especie de territorio mental desconocido porque supone verla y entenderla desde otra perspectiva.

El miércoles bajé a Barcelona. El tren me dejó en passeig de Gràcia y descendí la rambla de Catalunya con parsimonia. Hacía mucho calor, y mientras paseaba intentaba empaparme de sensaciones y pequeñas señales de alteración. En las esquinas había más policía y el silencio era más notorio de costumbre, algo que desde un punto de vista cotidiano podía atribuirse al verano y desde una visión más épica a los hechos recientes que habían puesto una sordina al incesante traqueteo de la ciudad.

A medida que me acercaba a plaça Catalunya, sobre todo tras dejar el tramo central de la avenida más noble de Barcelona, se notaba la concentración de gente en la calle, en ese extraño paréntesis que es el tramo comprendido entre la Gran Vía y el inicio de la Rambla. Una chica de una ONG intentó pararme y le dije que no de un modo extraño. Normalmente basta decir que uno tiene prisa, ves el rostro de otro que pasa de largo en la expresión de esa trabajadora precaria y sigues a lo tuyo. En este caso me salió una negativa muda, era incapaz de pronunciar las palabras porque quería llegar a la Rambla para sentir si de verdad se respiraba otro aire.

Vi la farola construida por el abuelo de Félix de Azúa, esperé con diligencia la luz verde del semáforo y me adentré en el sinfín de altares. Quizá por una cuestión de personalidad nunca he sido de emocionarme mucho con estas estructuras laicas de homenaje. El impacto era por acumulación, por la espontaneidad del acto. Turistas y ciudadanos sacaban fotos en esa tendencia donde no basta con contemplar. Quien no retrate no habrá estado en el lugar. De este modo, por la repetición colectiva, el testimonio se banaliza, aunque no creo que sea así en este caso, excepcional a todas luces por lo terrible y humano de un símbolo repleto de significados.

Mientras avanzaba iba encontrándome con más altares, muchos de ellos en árboles. La Rambla tenía el bullicio de siempre y la mejor prueba de su recobrada normalidad radicaba en esas pausas del caminar, en la imposibilidad de llevar un ritmo rutinario por el exceso de transeúntes. En algunas ocasiones los esquivé metiéndome por dentro de los quioscos. En otras apliqué esa táctica barcelonesa de practicar el eslalon con sutileza, como si me sintiera Messi al aire libre sin césped ni goles.

Recordaba un vídeo del jueves del horror. No lo vi, pero si capté donde estaba filmado. Además de escribir, me gano la vida a base de guiar a personas por la ciudad. Uno de los paseos más complicados es de la Rambla, porque al ir con un grupo numeroso es más complicado parar en sitios tranquilos y hablar sin forzar la voz. Siempre que organizo la ruta hay un momento en que pasamos por el museo de la erótica y Marylin Monroe nos saluda desde un balcón.

Una de esas filmaciones innecesarias, morbo brutal de pésima calidad cinematográficas, se hizo desde el punto en que esa mujer vestida como la sex symbol en La tentación vive arriba saluda al personal con entusiasmo. En las imágenes permanece estática, como si fuera un muñeco del museo de cera. Imagino el impacto, la absoluta incomprensión por ver una furgoneta a toda velocidad dejando ese rastro de muerte a su paso.

El día que volvía a verla Marylin, siempre risueña y con ganas de hacer el ganso por contrato, estaba apoyada en la barandilla, quieta, silenciosa y desganada. Mucho se ha hablado del mutismo de esta semana, y si bien se ha comentado el trauma de muchos trabajadores nadie se ha molestado en mirar hacia arriba y comprobar que esa fuerza de alegría la ha perdido por la lógica de los acontecimientos.

Normalmente Marylin contonea su cuerpo, formula aspavientos, manda besos y se presta a las fotos. Al observarla nada de eso era posible. Tenía la mirada perdida escondida entre sus gafas de sol y su presencia era un espectro obligado a permanecer en un escenario de pesadilla por la memoria de lo sucedido.

Entre todos los viandantes ella es el símbolo verdadero de la metamorfosis tras la muerte. Recuperará la sonrisa y el río retomará su cauce.

Al llegar al altar al Pla de l’Os quedé estupefacto por la continuidad del altar más emblemático de estas jornadas. Algunos lo fotografiaban de cuclillas mientras otros lo apreciaban con los brazos cruzados, atónitos ante esa prodigiosa estela de colores y sentimientos.

Entonces, ante la dificultad de seguir hacia adelante, me perdí por las callecitas, llegué al carrer Ferran, pasé la plaça de Sant Jaume y cogí el metro más cercano. La multitud de locales cerrados daban un halo fantasmagórico al conjunto.

Al llegar al bar donde había quedado con un amigo le hablé de lo visto y llegamos a varias conclusiones. Sin duda es fundamental recuperar la Rambla, replantearla tras el atentado, pero no sólo por él. Ahora el antiguo torrente es una metáfora de todo un país, y quizá toque en lo individual y en lo colectivo reflexionar de verdad sobre qué es lo importante y depositar en la basura todas las tonterías de una época repleta de ellas, desde las polémicas diarias que sólo sirven para crear cortinas de humo hasta las verdaderas prioridades de Barcelona y Catalunya. Tras un golpe solemos levantarnos con más fuerza. Este, además, debe imbuirnos de inteligencia. Ojalá.

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