La cultura ha adquirido un rol estratégico en el desarrollo de las ciudades. Las ideas y los valores asignados a la cultura se han ido acumulando hasta transformarla en un terreno elástico y omnipresente. Sin embargo, las políticas culturales se enfrentan a una evidente falta de legitimidad, de reconocimiento para intervenir en el ámbito de la cultura. Las políticas culturales se perciben cada vez menos como políticas públicas realmente necesarias y prioritarias. En definitiva, lo que se hace y deja de hacer con las instituciones culturales es recibido, en términos generales, con relativa indiferencia. Al menos si lo comparamos con lo que sucede en otros ámbitos de políticas públicas.
Las razones de esta deriva son muchas y diversas. Quiero abordar una de ellas. Las políticas culturales se han construido sobre la idea de la cultura como sustantivo, como objetos, productos y servicios. Poderes públicos y lo que hemos llamado el sector cultural nos hemos refugiado en las políticas culturales como políticas de la cultura. Prueba de ello es el papel central otorgado a las infraestructuras culturales. Hacer políticas culturales se ha limitado, en muchas ciudades, al hecho de construir infraestructuras de cultura.
El impulso de grandes equipamientos y la monumentalización del espacio público están en la base del modelo de democratización de la cultura. Un paradigma que comporta el primer gran dilema de las políticas culturales contemporáneas: hacer compatible el acceso y la excelencia. La institucionalización (y legitimación) de las políticas culturales como políticas públicas dependió en buena medida de su vinculación a la construcción de infraestructuras. Pero al mismo tiempo, las infraestructuras de cultura han sido herramientas de poder para los gobiernos. Por un lado, como instrumentos de normalización e institucionalización nacional y, por otro, como instrumento de regeneración y competitividad urbana. En ambos casos, la centralidad ha estado más en la obra en sí que en su uso y apropiación por parte de la ciudadanía.
Ulrich Beck nos ayudó a entender la proliferación de categorías e instituciones zombis, formas de organizarnos que siguen presentes pero que han perdido su vitalidad. Así, la familia o la vecindad son algunas instituciones que difícilmente ayudan hoy a vincular elecciones individuales y proyectos colectivos. ¿Y la cultura? La cultura no es una categoría o institución zombi, pero corremos el riesgo de que algunas políticas (y sobre todo, infraestructuras) culturales mantengan su presencia física pero acaben perdiendo definitivamente su sentido social. Se trata de políticas culturales que se han refugiado en la administración de infraestructuras (regulando sus usos) y que han subestimado el rol político que estos equipamientos tienen. Un rol asociado al ejercicio de derechos, como el derecho a la cultura o el derecho a la ciudad.
Ahora bien, si hablamos de la cultura o la ciudad como derechos, debemos preguntarnos si se trata de derechos reclamados por la ciudadanía. O si, por el contrario, estamos haciendo de los derechos culturales otra institución más de continente que de contenido. Si fuera así, estaríamos contribuyendo a reproducir la distancia entre el sector cultural y el resto de la sociedad. La potencialidad del relato de la cultura como derecho depende de la capacidad que tengamos para definir de qué estamos hablando y, al mismo tiempo, para desarrollar mecanismos de control capaces de hacer efectivo el ejercicio de esos derechos.
En este debate, una de las políticas (e infraestructuras) culturales más relevantes son las de bibliotecas públicas. Se trata de una de las políticas culturales urbanas que más se acercan a la realización efectiva de derechos, de acceso a determinados bienes y servicios, así como a espacios de socialización y generación de conocimiento. Pero también son indicativas de algunas de los retos de las políticas de proximidad, donde las infraestructuras han podido funcionar más bien como herramientas de cambio urbanístico.
En definitiva, si la idea de proximidad puede haberse instrumentalizado como respuesta conservadora frente al cuestionamiento de la intermediación política tradicional, también ha ayudado a abrir un debate clave para las políticas culturales. El interés público ya no es algo que nos viene determinado por una autoridad centralizada y abstracta. En este contexto, si hablamos de derechos culturales, deberíamos avanzar en políticas que vayan más allá de la construcción y administración de infraestructuras. Políticas no sólo centradas en el derecho a acceder a recursos y contenidos, sino también en el derecho a acceder a comunidades y a participar en la construcción de las normas, las reglas de esas comunidades. En definitiva, estamos hablando no sólo de políticas de acceso sino también de políticas de bienes comunes. Parece lógico entonces que las políticas culturales se enfrenten a la necesidad de redefinir (y no suprimir) sus responsabilidades, contribuyendo a mantener la condición pública de lo común y a hacer efectivo el carácter común de lo público.
La cultura ha adquirido un rol estratégico en el desarrollo de las ciudades. Las ideas y los valores asignados a la cultura se han ido acumulando hasta transformarla en un terreno elástico y omnipresente. Sin embargo, las políticas culturales se enfrentan a una evidente falta de legitimidad, de reconocimiento para intervenir en el ámbito de la cultura. Las políticas culturales se perciben cada vez menos como políticas públicas realmente necesarias y prioritarias. En definitiva, lo que se hace y deja de hacer con las instituciones culturales es recibido, en términos generales, con relativa indiferencia. Al menos si lo comparamos con lo que sucede en otros ámbitos de políticas públicas.
Las razones de esta deriva son muchas y diversas. Quiero abordar una de ellas. Las políticas culturales se han construido sobre la idea de la cultura como sustantivo, como objetos, productos y servicios. Poderes públicos y lo que hemos llamado el sector cultural nos hemos refugiado en las políticas culturales como políticas de la cultura. Prueba de ello es el papel central otorgado a las infraestructuras culturales. Hacer políticas culturales se ha limitado, en muchas ciudades, al hecho de construir infraestructuras de cultura.