La política está pasando por malos momentos, acosada tanto por sus propios errores como por un contexto poco favorable. La política, además, vive atrapada no tanto por la magnitud de los problemas a resolver como por las tensiones que estos suscitan. Wallerstein, por ejemplo, en su excelente libro After Liberalism, destaca la necesidad de hacer frente a dos grandes retos de manera simultánea. Por un lado, esperamos que la política resuelva nuestras dificultades cotidianas en el corto plazo. Por otra parte, también esperamos que la política impulse estrategias de transformación sistémica orientadas al largo plazo. La política, por tanto, debe intentar nadar sin ahogarse en unas aguas muy turbulentas a la vez que no puede dejar de pensar en mantener el rumbo hacia el puerto de destino. Y no siempre somos conscientes de la dificultad que conlleva combinar acciones en ambos niveles.
El estado moderno ha sido probablemente la institución política que más ha ayudado a la gente a hacer frente a sus dificultades inmediatas y, a pesar de las críticas que hoy pueda recibir, sigue disponiendo de una enorme influencia sobre la felicidad y la tranquilidad de muchas personas concretas. El estado, según como distribuya los recursos disponibles, puede propiciar que las cosas nos vayan un poco mejor o un poco peor a muchos ciudadanos. Sin embargo, como nos recuerda Wallerstein, “esto es todo lo que puede hacer un estado”. Es decir, el estado incide en nuestro día a día, pero su capacidad para transformar el mundo es prácticamente irrelevante. De hecho, cuando nos proponemos modificar las reglas del juego, el estado no sólo es impotente sino que incluso actúa como una fuerte resistencia al cambio.
Muchos analistas explican esta paradoja refiriéndose a la obsolescencia de la institución estatal, que -usando una expresión suficientemente conocida- sería demasiado grande para los pequeños problemas de la gente y demasiado pequeña para los grandes problemas de la sociedad. La alternativa, consiguientemente, pasaría por desbordar el estado tanto desde abajo (localismo) como desde arriba (globalización). A menudo olvidamos, sin embargo, que esta alternativa no sólo reclama el doble desbordamiento del estado sino también la articulación local - global. Lo que la academia, aprovechando la facilidad con que puede usar las palabras, llama glocalismo; y que la realidad, atrapada en la tozudez de los hechos, no es capaz de traducir en acciones concretas.
Esta articulación representa, en mi opinión, el principal desafío para superar los límites y las contradicciones de unos estados que ya no responden a las exigencias del siglo XXI. No sabría, obviamente, cómo construir una receta mágica para resolver este reto, pero sí quisiera apuntar que cualquier intento tendría que pasar por que lo local entendiera el lenguaje de la globalización a la vez que lo global hiciera lo mismo con el lenguaje del localismo. Una obviedad, ciertamente.
Así, en primer lugar, debemos celebrar la reciente emergencia de experiencias comunitarias y la proliferación de respuestas locales ante la frustración que generan unos estados cada vez más alejados e insensibles. Debemos evitar, sin embargo, que estas iniciativas se conviertan en espacios-refugio; aldeas galas que resisten y que se mantienen como reductos alternativos, pero que, finalmente, ni siquiera se plantean salir de las murallas y transformar el mundo que las rodea. Desde la proximidad local y comunitaria, por tanto, hay que construir un discurso global que permita completar la capacidad de actuar en el día a día con la voluntad de transformar el sistema. Y hay, también, que completar este discurso con una estrategia de acción que se proyecte desde lo local hacia lo global. Es decir, es necesario que desde abajo, además de ayudar a la gente a sobrevivir en las aguas turbulentas, se les acompañe hacia el puerto elegido. Y eso implica hablar el lenguaje de la globalización y adquirir el poder y la fuerza para situarse en este terreno de juego.
En segundo lugar, deberíamos también asumir que la globalización no es sólo la expresión que define un lugar inaccesible, un espacio-lejano; un dignatario imperial que gobierna nuestros destinos desde un palacio irreal para la mayoría del pueblo. En esta dirección, por ejemplo, las instituciones de la UE deberían entender y usar el lenguaje de la proximidad y, tal como se había intentado en los años ochenta, construir la Europa de las ciudades o, aún más, la Europa de las personas. Es necesario que desde las instituciones globales entiendan los problemas del día a día y, por consiguiente, se propongan transformaciones que las tomen como prioritarias.
La aldea de galos pintorescos, rodeada de locos romanos es una imagen que todos tenemos en la cabeza; pero es una imagen fija. Una imagen que nos divierte con sus peculiares conflictos, pero que no ofrece ninguna oportunidad para superar el status quo. Los galos deben dejar de ser pintorescos y los romanos deben superar su locura o, si se prefiere, las comunidades locales deben salir de sus espacios-refugios y las élites globales deben abandonar sus espacios-lejanos. Fuera de sus reductos, encontrándose en un espacio-compartido, quizás encontrarán la fórmula para dar respuesta a la obsolescencia del estado moderno.
La política está pasando por malos momentos, acosada tanto por sus propios errores como por un contexto poco favorable. La política, además, vive atrapada no tanto por la magnitud de los problemas a resolver como por las tensiones que estos suscitan. Wallerstein, por ejemplo, en su excelente libro After Liberalism, destaca la necesidad de hacer frente a dos grandes retos de manera simultánea. Por un lado, esperamos que la política resuelva nuestras dificultades cotidianas en el corto plazo. Por otra parte, también esperamos que la política impulse estrategias de transformación sistémica orientadas al largo plazo. La política, por tanto, debe intentar nadar sin ahogarse en unas aguas muy turbulentas a la vez que no puede dejar de pensar en mantener el rumbo hacia el puerto de destino. Y no siempre somos conscientes de la dificultad que conlleva combinar acciones en ambos niveles.
El estado moderno ha sido probablemente la institución política que más ha ayudado a la gente a hacer frente a sus dificultades inmediatas y, a pesar de las críticas que hoy pueda recibir, sigue disponiendo de una enorme influencia sobre la felicidad y la tranquilidad de muchas personas concretas. El estado, según como distribuya los recursos disponibles, puede propiciar que las cosas nos vayan un poco mejor o un poco peor a muchos ciudadanos. Sin embargo, como nos recuerda Wallerstein, “esto es todo lo que puede hacer un estado”. Es decir, el estado incide en nuestro día a día, pero su capacidad para transformar el mundo es prácticamente irrelevante. De hecho, cuando nos proponemos modificar las reglas del juego, el estado no sólo es impotente sino que incluso actúa como una fuerte resistencia al cambio.