La ciudadanía catalana está llamada a tomar parte este domingo en una votación no convocada oficialmente y sin validez legal, pese a lo cual se espera que la participación sea multitudinaria. Esta aparente paradoja explica con claridad el entorno poco convencional en el que se ha estado moviendo la política catalana en los últimos tiempos, un escenario más marcado por lo simbólico y el protagonismo de la calle que por avances sustanciales en el terreno jurídico.
Una etapa histórica de la política catalana se cerrará este domingo con una movilización en forma de consulta que, pese a haber sido declarada nula como proceso consultivo, tiene un peso político capital. El referéndum soberanista del 9-N ha sido el eje vertebrador de la actividad del Govern, de la oposición y de buena parte de la sociedad civil durante el último bienio, desde aquella lejana campaña autonómica que comenzó el 9 de noviembre de 2012.
“En España no esperan ni desean una derrota de ERC, del PSC y por supuesto tampoco del PP; lo único que esperan y que desean es un mal resultado de CiU”, aseguró Duran i Lleida la noche del 9-N de hace dos años en el primer acto de campaña de los nacionalistas, que reclamaban una mayoría absoluta para, en palabras del propio Mas, que “el futuro de Catalunya lo decidan sus ciudadanos y no un Consejo de Ministros ni un Tribunal Constitucional”. Esta frase suena a profecía ahora, cuando la consulta que el president prometió y que contaba con un excepcional apoyo parlamentario se ha convertido en un símbolo promovido por el Govern y del que se vuelve a culpar al Consejo de Ministros y al Tribunal Constitucional.
El cambiazo del 9-N por el ‘nou 9-N’ parece haberle salido bien a CiU, a ojos de un electorado que desea votar sobre el futuro de su país como sea. El Govern ha conseguido llegar a la fecha señalada sin realizar la consulta prometida y conservando el apoyo del bloque soberanista, que pareció darle la espalda en los momentos más tensos de la negociación. Pero Mas ha sabido mantener en el redil a una Esquerra que enseñó los dientes al sentirse engañada por la rebaja de la consulta y a una Iniciativa que esperaba que fuera otro quien abriera la puerta para marcharse del pacto sin hacer ruido.
Artur Mas ha salvado los muebles en lo simbólico, pero la burbuja de los símbolos puede explotar el 10-N. La cohesión del bloque soberanista –la “porcelana fina” como la definió edulcoradamente el president– tiene la fecha de caducidad vencida hace tiempo. Oriol Junqueras ha dejado claro que su apoyo al proceso participativo es la antesala de la ruptura del acuerdo de legislatura que sostiene a CiU en el Govern. Los independentistas ni siquiera están ahora dispuestos a aprobar unos nuevos presupuestos. El 9-N se acaba la lucha por el derecho a decidir dentro del ordenamiento constitucional, pero también se agota un periodo político marcado por el consenso peti qui peti. ERC e ICV no van a dar tregua hasta que Mas convoque autonómicas, y Mas va a intentar hacer lo posible por buscar una tabla salvavidas en uno de sus momentos electorales más graves.
En el viaje hacia el 9-N, Mas ha sacrificado su pacto de legislatura y ha erosionado las relaciones con sus socios de Unió al declararse abiertamente independentista. El president está obligado ahora a suscribir nuevos acuerdos para poder terminar la legislatura en 2016 –el PSC ya se ha ofrecido–, o a convocar elecciones, la opción más lógica pese a que Mas quiere aplazarlas hasta tener cerrado un nuevo acuerdo electoral con ERC. Convergència necesita componer una lista unitaria independentista para aminorar la caída, pero Esquerra ve esta opción con desconfianza después del fiasco de la consulta.
Con todos estos ingredientes, el proceso 2012-14, protagonizado por el derecho a decidir, se proyecta ahora hacia unas elecciones autonómicas vestidas de plebiscito en 2015, que cambian el eje soberanista por el independentista. Una huida hacia adelante diseñada por Mas que, incluso aunque consiga llegar con buen pie a un adelanto electoral, sería poco más que el estertor de una etapa terminal.
En el horizonte que marcan los sondeos la opción cada vez más probable es un Parlament fragmentado, de difícil gobernabilidad y sin mayorías claras entre independentistas y no independentistas. La transición nacional tantas veces anunciada no se ha acabado de definir, pero la transición en el sistema de partidos catalán comienza a verse en toda su plenitud. Si el nuevo eje es el independentismo, tal y como desean por diferentes razones CiU y ERC, la histórica coalición nacionalista puede darse por rota e Iniciativa tendrá que recolocarse sacrificando un buen porcentaje de electorado.
Por último, el empuje de Podemos, al que las encuestas le prometen una posición privilegiada también en Catalunya, terminaría de descoyuntar el mapa político clásico que ha dominado el Parlament durante décadas. El final de lo que parecía una odisea hacia el 9-N ha resultado ser el principio de una tormenta de proporciones mucho mayores.