La jornada había comenzado con una calma rara. Europa entera mirando a Barcelona –donde este martes había 1.000 periodistas acreditados– y la ciudad empeñada en mantener su pulso cotidiano. Los trajes de corbata entrando y saliendo de las oficinas del centro y las terrazas de Ciutat Vella plagadas de turistas y menús del día. Solo los rotores de los helicópteros atronando desde el cielo anunciaban otro día excepcional. Y la Delegación del Gobierno (del Gobierno central) vallada desde hace días por furgones de policía (de Policía Nacional), y sus agentes armados con metralletas y, enfrente, un utilitario con una pareja de Mossos.
A mediodía una caravana de tractores convocados por la Unió de Pagesos, el sindicato mayoritario en el campo catalán, había irrumpido por una Diagonal repleta de esteladas en medio de una ciudad aparentemente ajena a todo. Hasta los universitarios, el colectivo más ruidoso estas semanas, habían cancelado sus marchas esta vez.
Fuera de Catalunya todo se estaba moviendo mientras dentro el tiempo parecía suspendido hasta las seis de la tarde, hora de comienzo del pleno. En el comité de las regiones de la Unión Europea el presidente socialista de Valencia, Ximo Puig, recordaba a Puigdemont que “la primera obligación del gobernante es no causar dolor a la población”. Y en el Senado español la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, había mantenido el último rifirrafe con el portavoz del PDeCat, Josep Lluís Cleries. “Están a tiempo de tomar una decisión justa. Apelo a su conciencia”, dijo Santamaría. “Visca Catalunya llibre”, cerró su intervención el senador nacionalista sin responder a la vicepresidenta.
Desde sus redes sociales, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, también reclamaba a Puigdemont no volar el último puente hacia el diálogo.
Era como si todo el mundo lejos del movimiento independentista tratase de impedir in extremis que Puigdemont llevase a cabo su plan anunciado, el que acometió junto a Esquerra y la CUP en septiembre de 2015. El Govern mantuvo sus planes en secreto hasta el final. La misma mañana, su portavoz y consejero de presidencia, Jordi Turull, ni siquiera había anticipado nada a la prensa durante la comparecencia para informar de la reunión del gabinete. “Las deliberaciones son secretas”, se limitó a responder.
A las 16:51 el coche oficial del president sale del Palau de la Generalitat para recorrer los diez minutos que lo separan del Parlament. Con un bolso al hombro y una carpeta con papeles en el brazo se introduce en un Ford gris donde le esperan su chófer y su escolta. El canal 24 horas de TV3 retransmite su salida en directo con la solemnidad de una jornada histórica. Su señal la amplifican dos pantallas gigantes instaladas por la Asamblea Nacional Catalana en la explanada del Arc del Triomf, muy cerca del Parlament.
Cada una de las apariciones del president recibe aplausos de la multitud que se concentra entre banderas esteladas, carteles por el 'sí', y pancartas muy trilladas que han paseado por las protestas que se han sucedido durante las últimas semanas en Catalunya. Un grupo de jóvenes porta botellas de cava para “brindar por la independencia”. Si asoma la imagen de Mariano Rajoy en la tele, la muchedumbre silba. Si es el presidente valenciano Ximo Puig pidiendo no declarar la independencia, más abucheos.
La primera decepción
El locutor informa de que el inicio del pleno se suspende. Nuevos silbidos. “Están haciendo trampas de estas legales para amargar la fiesta”, dice un hombre de unos 30 años que comparte los auriculares del móvil con un compañero.
A esa hora, el presidente Puigdemont está reunido con diputados de la CUP, sus socios en el Govern, para perfilar los últimos flecos del discurso que no gusta a los anticapitalistas, mientras Ciudadanos y el PP reclaman la suspensión del pleno. En la calle se mezcla la tensión y las ganas de juerga. Los bares junto al parque de la Ciutadella están llenos. Los botellines de Estrella Damm son parte del 'kit independentista'.
Cuando por fin se reinicia la sesión, sobre las siete de la tarde, estalla otra ovación. Y más aplausos para la presidenta de la Cámara catalana, Carme Forcadell, cuando lee una declaración institucional contra la violencia machista, que se ha cobrado la vida de tres mujeres en Catalunya durante el último mes.
Arranca Puigdemont y tras los primeros vítores, se instala un silencio atronador en la explanada. Miles de personas calladas y muy atentas a una y otra orilla de las dos pantallas colocadas en el centro. El público silba incluso a los corresponsales de las conexiones en directo para que dejen oír al president.
Hay aplausos de aclamación varias veces pero la frase que espera la marea independentista llega a mitad del discurso: “Asumo presentarles los resultados del referéndum, el mandato del pueblo de que Catalunya se convierta un Estado independiente en forma de república. [...] Las urnas, el único lenguaje que entendemos, dicen sí a la independencia y este es el camino que estoy dispuesto a transitar”.
La plaza la recibe con un único grito, el que une a este movimiento desde la primera Diada multitudinaria de 2012: “In-inde-independència”.
Pero toda esa euforia se apaga con el jarro de agua fría que llega a continuación: “Proponemos suspender durante unas semanas la declaración de independencia para entrar en una etapa de diálogo”. El anuncio recibe una pitada general y la decepción se instala en los rostros de la mayoría. Ha sido la independencia más corta de la historia. Ocho segundos de reloj. La de Lluís Companys en 1934 duró 10 horas, lo que tardó el Ejército español en entrar a detenerlo.
Caras mirando al suelo
“Empujan a la gente para esto”, masculla un hombre de unos 50 años agarrado su bandera. Puigdemont continúa todavía hablando pero hay muchas caras mirando al suelo. También alguna de alivio. Cuando concluye el president vuelve a recibir más aplausos que abucheos.
La multitud sale pronto en estampida sin esperar a que intervenga el resto de grupos parlamentarios. Entre los que se quedan hay tiempo para abroncar a la portavoz de Ciudadanos, Inés Arrimadas, en la retransmisión de TV3. Los corrillos destilan frustración pero también cierta esperanza.
Entre la marea que abandona el Arc del Triomf, Jordi, un empresario de 40 años, pedalea en su bicicleta plegable: “Estoy satisfecho, es lo que esperaba. Si llegan a declarar la independencia, nos mandan a los militares. Lo hemos dejado en manos de terceros que medien y me parece bien”.
Elena, que había pedido para salir antes del trabajo y seguir la comparecencia de Puigdemont, no ve ninguna razón para el optimismo. Niega todo el rato con la cabeza mientras habla: “Nos vamos a casa, nosotros hemos venido hoy para celebrar la independencia, no para volver a intentar un diálogo que, ojalá me equivoque, pero no podrá ser”.
Un vendedor ambulante de esteladas ofrece a 15 euros las más grandes y a 10 las medianas. Cuando uno pasa de largo, propone un regateo y deja la más cara en cinco euros. La marea independentista pasa de largo sin apenas mirarle. Es el peor día y el peor lugar para vender banderas.