En el tercer volumen de sus memorias, Jordi Pujol explica que escogió a Artur Mas como sucesor porque era una persona con carácter, capaz de aguantar pruebas duras y largas y que supo ganarse “a pulso” la confianza de mucha gente que inicialmente no estaba predispuesta a dársela. En el mismo libro, Pujol se definía a si mismo como un patriota catalán y aseguraba que nada le hacía más feliz que Catalunya fuese avanzando. Un mensaje que caló y de qué manera en una parte más que importante de la sociedad como atestiguan tres mayorías absolutas y otras tres simples. 23 años de hegemonía de un partido que no era Catalunya, pese a sus intentos por patrimonializarla, pero un partido sin el que no se podía entender Catalunya.
“Su discurso de valores enlazaba con la filosofía comunitarista –Mounier–, llenaba huecos que la izquierda no ofrecía y resultaba intermitentemente sugestivo incluso para personas de otras afinidades políticas”, resumía el escritor Sergio Vila-Sanjuan en un artículo en La Vanguardia a propósito de la confesión de Pujol en la que el expresident reconoció ser un defraudador fiscal.
En agosto del 2014, Pujol dinamitó esa biografía que todavía hoy tanto le preocupa, pero no solo hizo saltar por los aires sus referencias en los libros de historia sino que contribuyó a la implosión del partido que había fundado, con consecuencias que, como se comprueba estos días, eran imposibles de predecir en ese momento. Pujol era un defraudador confeso y Convergència un partido corrupto, según sentenció la justicia en enero del 2018 cuando la formación fue condenada por cobrar comisiones de la constructora Ferrovial a cambio de recibir contratos de obra pública. Comisiones que no eran del 3% sino del 4%.
Ya antes del fallo que confirmaba las sospechas, el partido que dirigía Mas y en el que estaban también desde hacía décadas algunos de los nombres que ahora reniegan de su paso por él, entre ellos Carles Puigdemont, pasó a ser para muchos cargos convergentes ese partido del que usted me habla. Había que reinventarlo y es lo que se hizo al crear la marca PDeCAT, cuya primera sede fue la misma que ocupaba Convergència (y que se acabó vendiendo para obtener liquidez), cuyos empleados, los que quedaron tras un ERE, procedían de Convergència, y con unos perfiles de Facebook donde lo único que se hizo fue cambiar las fotos de CDC por las del PDeCAT.
El gen convergente (copyright del colega Enric Juliana) mutó, pero el experimento no acabó de funcionar y algunos temieron que no sirviese para conseguir su propósito, el mismo que se perseguía desde noviembre del 74, cuando Pujol fundó el partido: ganar elecciones.
Cuatro décadas después, con una fragmentación inédita en el Parlament, Mas está inmerso en una de esas pruebas duras y largas que su mentor vaticinó que era capaz de soportar cuando le designó heredero. Puigdemont, que a los 17 años asistió a su primer mitin de Pujol, quiere ganar las elecciones y considera que para hacerlo debe ganar tiempo y que los comicios sean lo más tarde posible (a principios del 2021), así como deshacerse del lastre que supone formar parte de un partido que, con mucho menos poder que antaño, sigue identificándose con Convergència. Algo que, para los que siguen al frente del PDeCAT, no tiene porque ser malo y que coloca a Mas en una posición más que incómoda. Él es de los que no quiere renegar de un pasado del que no solo formó parte sino que ha sido protagonista principal. En ese pasado, el más reciente, decidió que Puigdemont fuese president. Y pese a que lo intentó, no pudo evitar que cambiase una convocatoria electoral por la declaración de independencia más efímera de la historia.
Mas se ha quedado en el PDeCAT, las siglas que reivindican “el modelo de país” que diseñó el pujolismo, una propuesta que sus defensores definen como centrista y centrado con pinceladas socialdemócratas. “Gente de orden”, resume un dirigente del PDeCAT. En contraposición, Puigdemont, cuyo atractivo electoral sigue cotizando a la alza, se propone crear un partido desvestido de ideología, y cuyo propósito (¿único?) es mantener la confrontación que hasta ahora le ha servido para seguir ganando elecciones.