Las opiniones en Tripadvisor de Bakery on time, un local en plena Rambla de Barcelona, asustarían al más valiente. De 23 comentarios en español, 21 lo definen como pésimo. “Te cobran 30 euros por dos jarras de cerveza”, señaló un cliente disgustado en octubre de 2019. “Horrible experience”, asegura un cliente inglés que lo visitó en marzo, pocos días antes de que la ciudad cambiara tal vez para siempre.
A pesar de las malas reseñas, Bakery on time facturaba 6.000 euros diarios, según asegura Tahir Ikbal, su encargado. Ahora sus mesas están vacías y no llegan a los 200 euros al día de facturación en un local cuyo alquiler asciende a 35.000 euros mensuales. “A esta hora hace un año no tenía ni una sola mesa libre”, explicaba el jueves al mediodía mientras inistía en que los ingresos se han reducido un 97% . “Y mira ahora, todas vacías. España sin turistas se muere de hambre”, remachaba.
La llegada de agosto no ha conseguido reanimar el estado crítico en el que se encuentra La Rambla desde el inicio de la pandemia. La principal arteria turística de la ciudad sufre más que nadie la falta de visitantes después de años dándole la espalda a los vecinos de la ciudad con precios desorbitados. Ahora sus terrazas están vacías y según la asociación Amics de la Rambla, el 70% de los establecimientos ni siquiera ha abierto las puertas.
“La situación es muy crítica”, reconoce Fermín Villar, presidente de esta asociación. “La iniciativa privada debe ponerse las pilas y hacer una oferta que atraiga a la gente de la ciudad”. Según explica Villar, la falta de turistas supone un gran problema para los comercios de la zona, pero también la ausencia de todos los oficinistas de la ciudad que trabajaban en esta calle o sus aledaños. Sin turismo y con el teletrabajo implementado, La Rambla languidece.
Laura Gómez, que regenta una floristería en el paseo, apunta en la misma dirección. “Mi clientela no eran los turistas sino la gente de la ciudad que trabajaba o vivía por aquí”, explicaba el jueves. “Ahora facturo menos de la mitad que antes y cada día es un poco peor que el anterior”.
Impresiona pasear por esta calle un mediodía de agosto, una época en la que hasta el año pasado no cabía un alfiler en la zona. En el Zurich, la cafetería del principio de La Rambla y lugar de encuentro de los barceloneses, apenas están ocupadas cinco de las casi 40 mesas disponibles. La situación se repite en los pocos locales que permanecen abiertos, observados por hileras de persianas bajadas donde ni tan solo se salvan grandes cadenas como McDonalds o KFC, que tampoco han abierto sus puertas.
“Facturamos una quinta parte de lo que vendíamos el agosto pasado”, resume Ángel Toscano desde un quiosco que queda a la altura del monumento de Joan Miró, donde hace tres veranos se produjo el atentado que dejó muda la ciudad. “Antes trabajabamos cinco personas y ahora estoy yo solo”. Este trabajador explicaba que de vender periódicos no vive su establecimiento y que, sin nadie que compre souvenirs, cada vez les resulta menos rentable permanecer abiertos.
Más allá del problema vinculado al monocultivo turístico de esta calle, las personas entrevistadas reivindican los puestos de trabajo que genera La Rambla. “Sin contar el mercado y los centros comerciales, en los negocios de esta calle trabajan entre 3.000 y 5.000 personas”, recuerda Villar. Tahir Ikbal, desde la Bakery on time, explica que antes eran ocho empleados y ahora solo son tres. También los 20 euros semanales que obtenía en propinas han desaparecido.
Entre los vecinos de Barcelona la sensación es agridulce y se mezclan sentimientos. Por un lado, la alegría de recuperar una calle que los turistas arrebataron a los barceloneses hace ya lustros. Por otro, la pena de ver la calle más famosa de la ciudad desangelada y vacía como nunca nadie la había visto.
“Es muy triste, mucho”, respondía Antonio Alboñán, 70 años, que acude cada semana a tomar un campari en la terraza del Café de l’òpera junto a su amigo Luis, de 85. “Nunca la habíamos visto así y llevamos 25 años viniendo cada semana”, explicaban ambos. “Ni siquiera antes de que llegasen los turistas presentaba un panorama tan triste”.
Una opinión similar tenía Roser Nicolau, una vecina de l’Eixample que desde bien pequeña acude al mercado de la Boquería a comprar. “Me gusta poder bajar a comprar tranquila y que los pasillos no sean un agobio”, señalaba mientras tomaba un café con leche en la despejada barra del bar Pinotxo, el local más codiciado del mercado donde hasta hace poco locales y visitantes pugnaban por uno de sus escasos taburetes. “Por otro lado me da mucha pena ver tantas paradas cerradas de gente que conozco de toda la vida”.
Fermín Villar, el presidente de la Asociació d’Amics de La Rambla, cree que lo que está sucediendo es un aviso para que los comerciantes de esta arteria reaccionen de una vez después de muchos años de avisos. “Hay que mirar a largo plazo, no pensar solo en el lucro inmediato”, explica. “Si la Rambla sólo es válida para los turistas, no saldrá de esta”.
Villar finaliza con una advertencia: lo que sucede en esta arteria turística suele ser una antesala de lo que llegará al resto de la ciudad al cabo de unos meses. “La Rambla siempre avisa”, apunta. “Es el termómetro de la ciudad y lo que vemos no tiene buena pinta”.