Aún no se sabe si Carles Puigdemont ejercerá algún papel en la nueva Ejecutiva de Junts, pero ya se da por descontado que el expresident tomará el poder total en el partido el próximo fin de semana, cuando el partido celebrará su congreso en Calella. No es que el expresident no tuviera ya la última palabra en la formación siempre que lo ha querido. Pero durante los últimos años ha ejercido su influencia de forma intermitente, se ha puesto de perfil en algunas decisiones y ha mantenido en el partido estructuras que podían llevarle la contraria, al menos en teoría, a él o sus colaboradores más estrechos.
Pero, si todo va como está previsto, eso cambiará a partir del congreso de Calella, tanto si el líder opta por volver a tomar las riendas del partido como presidente o bien si prefiere quedarse fuera pero confecciona una dirección de su más estricta confianza. Pase lo que pase, Puigdemont y los puigdemontistas ocuparán los puestos clave en la nueva cúpula. Y esa circunstancia volatiliza las esperanzas que mantenía el Gobierno de Pedro Sánchez de que Junts transitase hacia el post-puigdemontismo.
Desde que firmara el acuerdo para la investidura de Sánchez, en verano del 23, Junts se ha empeñado en demostrar al PSOE que no es un socio que puedan contar como seguro. Y, sin embargo, en el Gobierno nunca han dejado de considerar a los de Puigdemont como un apoyo posible. Entre otras razones, porque se han ido construyendo acuerdos con Junts en diferentes materias, pero sobre todo porque con ellos a la contra la suma parlamentaria se hace imposible.
Sánchez puede permitirse no contar con Junts, pero no puede gobernar contra Junts. Y tampoco es un plato de gusto tener a un partido volátil, impredecible o indeciso. Es decir, un Junts liderado en el día a día por Puigdemont.
Por esa razón, desde la primavera pasada, en círculos socialistas, incluyendo el entorno del Gobierno pero también del PSC, comenzó a fantasearse con la posibilidad de que la amnistía actuase como engrasante para que Junts cambiase de etapa y se desenganchase de la dinámica que irradia Waterloo. El sueño parecía perfecto. Un Puigdemont que regresaba a Catalunya para instalarse, que se centraba en la política catalana y que, conocido su poco interés por los asuntos orgánicos de partido, poco a poco iba dejando espacio para que surgieran nuevas figuras, quizás nuevas corrientes internas, a lo mejor un relevo generacional que retirase a los veteranos de 2017…
Nada de eso está previsto que pase el próximo fin de semana en la localidad barcelonesa de Calella. Primero, porque a Puigdemont no se le ha aplicado la amnistía, razón por la que su regreso se ha limitado a la fugaz aparición en Barcelona, con ridículo policial incluido. Tampoco ha ocupado el cargo de líder de la oposición que le correspondería, pero retarda igualmente la decisión sobre si ejercer o no de diputado, pese a que en campaña aseguró que si no era president se retiraría de la política. E incluso ha vuelto a residir en Waterloo, después de anunciar el “fin del exilio”.
Con ese panorama, el puigdemontismo no solo no ha remitido, sino que ha pasado de ser el carril central de Junts a ser el único posible. Con Laura Borràs desactivada y los suyos fuera de juego, sin que tampoco el ala moderada haya sido capaz de estructurarse y con las figuras del antiguo PDeCAT transitando más hacia el PSC que hacia Junts, el partido que aspira a convertirse en el pilar central del independentismo es una organización casi solo vertebrada en torno al liderazgo del expresident.
Oficializar la dirección 'de facto'
En el último congreso de Junts, celebrado en 2022, ocurrió algo inesperado. Tras un pacto entre Borràs y Turull para celebrar un cónclave de unidad, la entonces presidenta del Parlament creía tener vía libre para ocupar los puestos claves de la dirección del partido. Pero los turullistas dieron la sorpresa y mostraron en las votaciones una fuerza capaz de arrasar a los partidarios de Borràs. El mensaje era claro: aunque Borràs sería la presidenta, Turull, secretario general, controlaba el partido.
El aislamiento de Borràs fue más acusado aún cuando, tras las elecciones generales, Puigdemont volvió a coger el volante de la organización y creó un comité de dirección fuera de las estructuras constituidas en el partido. Un puente de mando confeccionado al gusto del líder y que ha tomado las decisiones principales del partido desde aquel momento.
Mirado así, y según afirma una voz crítica con la dinámica seguida en Junts, lo que se espera del congreso de Caella es que esa dirección que ha estado operando 'de facto' se convierta ahora en la ejecutiva real. Por esa razón, se da por seguro el ascenso del grupo que forman Turull, Míriam Nogueras, Albert Batet, Josep Rius o Mònica Sales.
Otras figuras en ascenso, y también muy cercanas a Puigdemont, sería Toni Castellà, exdiputado que últimamente ha sido la cara visible del Consell per la República, Salvador Vergés, un diputado que gusta mucho en Waterloo, o incluso Agustí Colomines, un hombre que ya fue ideólogo de Artur Mas, que ha aparecido en diversos momentos cercano a la figura del expresident y que en esta legislatura ha reaparecido como diputado en el Parlament.
Altibajos con el Gobierno
Hay algunos elementos paradójicos en la relación entre la Moncloa y Puigdemont. Para empezar, fue el interés de Sánchez en obtener los votos de Junts lo que hizo que el expresident volviera a ponerse a los mandos de la organización, que hasta entonces había dejado en manos de Turull. Pero, además, la participación de Puigdemont fue necesaria para que se produjera el volantazo estratégico que llevó a Junts a suscribir un acuerdo de investidura.
Sin embargo, más de un año después de aquello, en el PSOE crecen los temores de que Puigdemont pueda acabar siendo uno de los principales obstáculos para una normalización de Junts en el Congreso. Fuentes socialistas opinan que Puigdemont está atento a una “agenda personal”, y no tanto a la labor que correspondería a un partido que en Catalunya lidera la oposición y en el Congreso puede ser piedra angular para cuestiones como los presupuestos.
Para rematarlo, la llegada de Salvador Illa a la presidencia de la Generalitat ha acabado de descuadrar los planes del expresident. “Eso de ser aliados en Madrid y enemigos en Barcelona ya lo probó ERC y acabó como acabó”, razonaba hace unas semanas un expolítico convergente, que defendía que ambos, socialistas y Junts, debían apostar por un solo modelo de relaciones que sirviera tanto en el Parlament como en el Congreso.