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Siameses, “zoos humanos” o malformaciones: cuando la diferencia se exhibía en espectáculos ambulantes

Postal publicitaria de 'Los Himalayas'. Estuvieron expuestos en el Turó Park de Barcelona en 1915. El grupo mezclaba personas con acondroplasia y microcefalia

Pau Rodríguez

12 de febrero de 2022 22:22 h

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Un día de hace más de diez años, el historiador barcelonés Enric B. March dio con un cartel de 1934 que le despertó la curiosidad. Estaba en una librería de viejo, en la capital catalana, y le llamó la atención una publicidad del Museo Anatómico Francesc Roca. No por las figuras que pudiese exponer, normalmente reproducciones de cera de partes del cuerpo y órganos, sino por todo lo demás que anunciaba: el hombre mono “en tamaño natural”, la “araña gigante de Japón”, fetos humanos “auténticos”, hermanas siamesas, “monstruos humanos”... Y, en letra pequeña, abajo del todo del papel, una advertencia: “Absténganse personas impresionables”. 

Por una razón u otra, quienes se habían abstenido hasta ahora de adentrarse en ese mundo eran los historiadores. El universo de las barracas de feria y los espectáculos ambulantes nunca había sido objeto de investigación exhaustiva, al menos en Barcelona, a pesar de lo extremadamente populares que fueron desde el siglo XVIII y hasta principios del XX sus exhibiciones, basadas la mayoría de ellas en el morbo y la fascinación que producían en aquella época los animales salvajes, los cuerpos deformes, los hermanos siameses… Algunos de ellos, como las indias Radica y Doodica, auténticas celebridades mundiales que se anunciaban en los periódicos a bombo y platillo.

En ese fenómeno de exhibiciones de lo que se consideraban rarezas, y que tenía como capitales mundiales Nueva York, Londres o París, el hirsutismo se vendía bajo la marca comercial de las “mujeres barbudas” o los “hombres mono” y las personas con gigantismo o enanismo eran carne de escenario. Los puertos coloniales como el de Barcelona, además, eran lugar de paso habitual de tribus extranjeras que se exponían al público con fines lucrativos pero bajo pretextos científicos y antropológicos.

Era algo común en el contexto de las celebradas Exposiciones Internacionales, que la capital catalana acogió en 1888 y 1929. De los llamados “zoos humanos” hay constancia en la ciudad hasta 1929, con una tribu senegalesa de 80 personas instalada en el parque de atracciones de la Foixarda.

El éxito de estos negocios ambulantes fue decayendo entrado el siglo XX, consideradas sus propuestas cada vez más inaceptables y aberrantes, de ahí que su legado en la ciudad hubiese permanecido en el olvido. Hasta que Enric B. March, especializado en la historia urbana y el ocio popular de Barcelona, decidió sumergirse en hemerotecas y rastrear archivos documentales para dar a luz al libro 'Barcelona Freak Show', en referencia al término inglés, hoy peyorativo, que sirve para describir precisamente estos fenómenos. El libro, de más de 600 páginas, documenta no sólo las exhibiciones humanas, sino también el mundo de los ilusionistas, faquires, artistas circenses y museos de cera.

Animales y malformaciones en La Rambla

Todo comenzó, documenta March, en los alrededores de la ciudad amurallada, sobre todo en la parte baja de la Rambla y la zona de huertos que hoy sería el Raval. Allí, a principios del siglo XIX, se amontonaban las conocidas como casetas o barracas de feria. “Había animales exóticos pero también mucho de exhibición extrema: gente que no tenía brazos, piernas, cuerpos sin cabeza…”, detalla. Con la desamortización, en 1836, incluso se ocupan algunos conventos para estos fines. Y poco a poco estos puestos fueron subiendo por la Rambla, con el derribo de las murallas en 1854, y se instalaron en Plaza Catalunya y Paseo de Gracia.

“En la segunda mitad del siglo XIX el Circo Ecuestre pide instalarse en Plaza Catalunya solo para unos meses, pero se acaba quedando 16 años, allí en medio. Eso convierte el sitio en un polo de atracción para todo tipo de espectáculos”, señala March.

Los ejemplos de exhibiciones son inacabables. La mayoría habían transitado antes de desembarcar por Nueva York, Londres y París. También por Madrid. Todo ello queda recogido en los escuetos anuncios que se conservan en los periódicos de la época. Kauka, presentado como el hombre mono, actuó en 1882 en la ciudad en un clima de fascinación por las teorías darwinianas y el eslabón perdido; Kayrah era un hombre guineano a quien el empresario Juan Cornaria hacía comer carne cruda en público. Y bajo ese mismo nombre exótico se tiene constancia de otro hombre a quien el ilusionista Enrique Onofroff paseaba encadenado por las calles. “Ni más ni menos que si fuese una peligrosa bestia”, dejó constancia el diario El Diluvio.

El gigante de Alzo, Joaquín Eleicegui, popularizado por la película Handia, pasó por Barcelona en 1850, exhibido en el piso superior de una tienda de pesca salada de la Rambla. En cuanto a malformaciones y deformidades, la primera noticia detectada por March es de 1827: un niño de 8 años sin brazos ni piernas que se exhibía en la fonda Bona Sort, de la Rambla. La última, en 1934, La Asturianita, “maravillosa artista sin brazos”, que actuaba en el Teatre Circ Barcelonès. 

Los numerosos “zoos humanos” en Barcelona

En general, los espectáculos tenían buena aceptación y raras veces eran criticados (o, si lo eran, era por su considerada baja calidad o por tratarse de farsas, y no por su carácter discriminatorio). Aun así, March recoge también algunas opiniones públicas puntuales de rechazo.

Ya en 1897, el periodista Luis Bernat criticaba en El Diluvio la exposición en forma de zoo humano de una tribu de aixantis, afincados durante semanas en un solar de la Plaza Universitat. “Hay además visitantes de la tribu [en referencia al público asistente] que van seguramente con el premeditado propósito de fomentar la envidia que por los blancos puedan sentir los negros, dando envidiables pruebas de las ventajas obtenidas sobre ellos”, redactaba este periodista. 

Esas 150 personas originarias de la actual Ghana estuvieron de julio a noviembre viviendo a la intemperie en ese descampado, supuestamente reproduciendo sus condiciones en su poblado. Una vez más, el pretexto fue científico, aunque en realidad lo que despertaba atracción entre los asistentes y que hacía que pagasen la entrada era el poder pasearse entre hombres y sobre todo mujeres desnudas.

“Detrás de los zoos humanos solía haber un empresario que cogía a un grupo de indígenas y se los lleva por el continente para mostrarlos”, describe March. “Eran personas observadas las 24 horas del día”. Algunas eran esclavas o semiesclavas. También había casos en los que el propietario del llamado zoológico era de la misma tribu. Dar constancia de esas prácticas, más allá de la pura investigación histórica, es también lo que ha movido a este profesor. El último zoo humano estuvo instalado en Bélgica en 1958. “No nos creamos que somos un mundo aparte. Nos hemos comportado exactamente igual que cualquier otra ciudad o país que ha sido colonialista o en el que se ha creído que por el mero hecho de ser blancos y tener una altura determinada, éramos mejores”, evoca el autor del libro. 

El caso del faquir Taimú

Un espectáculo que también despertó rechazo por su brutalidad, hasta el punto de ser cesado, fue el del faquir Taimú, en junio de 1933, que desde el escenario del Teatre Olimpia, en la Ronda Sant Pau, se crucificaba con clavos en una cruz. “Al sexto día, el Gobernador clausuró el espectáculo”, relata March.

Días después, el escritor Josep Maria de Sagarra firmaría el artículo Sobre la crueldad, representativo de cómo estos shows iban a perder popularidad. Y apuntaba directamente a este negocio: “No se trata de otra cosa que de explotar nuestra más baja crueldad con la mentira de un espectáculo curioso y excepcional, y el hombre –el empresario, quiero decir– que se dedica a esta explotación yo creo que, si hubiese un poco de justicia en el mundo, se lo debería condenar a cadena perpetua”.

Sagarra destapaba así la dinámica de estas exhibiciones, en las que la divulgación y la ciencia eran solamente la excusa. “El gancho era el morbo, no nos engañemos. La morbosidad, el exotismo, todo lo que venía de lejos vendía. Hay que entender que estamos a finales del XVIII y en el XIX, cuando la población de Barcelona no conoce nada de lo que hay más allá de sus murallas”, resume el historiador March.

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