Rachel Aviv es una periodista del New Yorker. También es una mujer que a los seis años sufrió anorexia. ¿A los seis años? Sí, a los seis años, de un día para otro, dejó de comer. Ella no buscaba información sobre cuerpos delgados ni sabía de qué hablaban las chicas con trastornos de la conducta alimentaria hasta que la ingresaron. No lo sabía porque tenía solo seis años.
El psicólogo que le asignaron les explicó a sus padres que en el equipo de médicos no tenían constancia de que se hubiera diagnosticado anorexia a ningún niño con esa edad. Las jóvenes con las que compartía ingreso la consideraban como una especie de “mascota”, una anoréxica en prácticas. Ellas hablaban de su peso en gramos mientras Rachel casi no sabía ni lo que era una báscula.
“Tuve una cosa que era una fermedá que se yama anexorea”, recogió en su diario cuando todavía estaba aprendiendo a escribir, en segundo de primaria. Y añadió: “Uve anexorea porque quería ser alguien mejor que yo”.
Si hubiese que buscar algo parecido a una explicación a su trastorno podría encontrarse en la separación de sus padres. Tras entrevistarlos, el médico apuntó en su informe que la madre había declarado que el padre se burlaba de las personas obesas y que este no lo había negado.
La experiencia que sufrió a tan temprana edad ayuda a entender por qué esta periodista se especializó en informaciones relacionadas con la sanidad y la educación y por qué ha escrito un libro que a partir de casos reales como el suyo sitúa a la medicina pero también a la sociedad ante un espejo incómodo, el de las desigualdades, la precariedad o el racismo.
De las distintas historias que Rachel Aviv relata en (Somos) extraños para nosotros mismos (editorial Lunwerg) probablemente la más sobrecogedora es el de Naomi Gaines, una joven que el 4 de julio de 2003, tras un paseo con dos de sus hijos pequeños durante la celebración anual de la fiesta del Taste of Minnesota, se subió a la acera de un puente que da al río Misisipi, caminó un poco, levantó a los dos niños, uno por uno, los besó y los soltó. Luego trepó a la barandilla y se lanzó mientras gritaba “libertad”. Un hombre logró salvar a una de las criaturas y a la madre.
Antes de llegar a ese momento, esta mujer negra iba buscando entre la multitud a alguien como ella. Pero solo veía a familias blancas. Estaba enferma aunque no lo sabía o no quería reconocerlo. Y porque estaba enferma empezó a preguntarse si el hecho de que no hubiese más mujeres como ella significaba que no quedaba ninguna más, que el resto habían sido aniquiladas. “Sintió que ella y sus hijos tenían dos opciones: una muerte misericordiosa o una llena de sufrimiento”, señala la autora tras reconstruir el caso.
La historia de Naomi Gaines no empezó en ese puente. Se crio en unos edificios de Chicago, 28 bloques idénticos, una de las urbanizaciones sociales más grandes de Estados Unidos. “El mundo nos considera a todos nosotros ratas de viviendas públicas, que vivimos en una reserva, como si fuéramos intocables”, declaró a un diario local uno de sus primeros residentes.
Gaines creció en ese “agujero infernal” (así lo definió un agente de la Autoridad Urbanística de Chicago). Solo salía del edificio para ir a la escuela. El 99% de los residentes eran negros y el 96% no tenían trabajo. Los vecinos explicaban que para sobrevivir tenías que “estar loco o saturado de químicos”. Su hermana acabó en una familia de acogida. Ella no tuvo tanta suerte. Supo qué era escapar en medio de la noche huyendo de la pareja que maltrataba a su madre y que en la nueva escuela la insultasen llamándola “Negra Medianoche”. La práctica totalidad de sus compañeros también eran negros, pero se reían de ella porque tenía la piel más oscura que la mayoría de ellos.
Esta joven empezó a leer sobre la historia de mujeres negras. “Estaba buscando… no sé… alguna continuidad; librarme de la soledad”, explicaría tiempo después. Añadió que quería saber sobre personas que sintiesen lo mismo que ella. La misma pena. Llegó el intento de suicidio y en el hospital le diagnosticaron un “trastorno de adaptación”. Solo eso. Para entonces ya era una madre soltera con dos hijos. “Cree que su depresión se debe a ‘todo el odio del mundo’ y a su desaliento por la discriminación”, escribió una trabajadora social en el informe.
Con un antidepresivo la devolvieron a su casa. A las dos semanas dejó de tomarlo. Decía que le angustiaba el mundo y que eso no se resolvía con sertralina. Nadie hizo un seguimiento de su estado mientras sus familiares se limitaban a rezar para que mejorase.
Tiempo después se le diagnosticó un trastorno bipolar, pero ella se negaba a asumir que estuviese enferma. Tras tirar a sus hijos al río, pasar por el hospital e ingresar en una celda, su situación no mejoró. Corría desnuda por la cárcel para que el resto de reclusas viesen sus “cicatrices de la maternidad”. Finalmente, se la trasladó a un centro psiquiátrico. Ella no quería y se la etiquetó como “enferma mental peligrosa”. Gracias a los fármacos entendió por qué estaba ahí. Por primera vez fue consciente de quién era y qué había hecho. “La persona que hoy está aquí jamás habría lastimado a sus hijos”, reconoció.
Aceptó un pacto de culpabilidad que suponía 18 años de cárcel y cuatro de libertad vigilada. Trabajaba en la biblioteca y coleccionaba citas que apuntaba en un tablero. Una de sus preferidas era esta: “Las prisiones no hacen desaparecer los problemas; hacen desaparecer a los seres humanos”.
16 años después salió. Una vez fuera las medicinas le han permitido no solo mantenerse estable sino ayudar a otras personas con enfermedades mentales. Pero el riesgo de recaída sigue allí y aunque ha pagado la deuda con la sociedad sabe que se pasará “la vida entera” sin saldar lo que le debe a su familia.
La autora cita a Frantz Fanon, un psiquiatra y filósofo nacido en la Martinica, que defendía que los tratamientos de salud mental tendrían que practicarse con “una conciencia brutal de las realidades sociales y económicas”. Testimonios como el de Naomi Gaines y tantos otros desconocidos le dan la razón.