Seydou Kamara tiene los pantalones totalmente rasgados. Hace pocas horas que ha cruzado una nube de humo negro, se ha caído por las escaleras y ha logrado escapar por los pelos de un virulento incendio en la tercera planta de una nave industrial de Badalona. El fuego se originó al lado de su habitación por culpa de una vela que prendió un colchón, asegura. En pocos minutos toda la planta ardía como nunca había visto un fuego arder.
“Fue un caos total”, explicaba este sengalés de 27 años el jueves al mediodía. “La gente gritaba, nos caíamos unos encima de otros para intentar escapar”. Mientras Seydou rememoraba lo ocurrido la noche anterior, los medios informaban de la tercera víctima mortal encontrada entre los escombros. “Sinceramente creo que van a ser más”, decía con los ojos vidriosos. “Ha sido un horror”, añadía, pendiente de lo que le ocurriera a los cuatro heridos críticos y a los cuatro graves hospitalizados desde la noche anterior.
Nadie sabe cuánta gente había el miércoles por la noche en el interior de esta antigua fábrica de pinturas abandonada, situada en el barrio del Gorg de Badalona (220.000 habitantes). Ni la policía, ni las entidades sociales, ni el Ayuntamiento de Badalona ni siquiera los que vivían ahí dentro pueden ofrecer un recuento fiable. Todos coinciden en que, como mínimo, eran un centenar. “Hace unos años éramos muchos menos”, señalaba Alaji Yaya Fofana, 32 años y uno de los veteranos de la nave, en la que ha residido de manera intermitente desde 2009. “Pero primero la pandemia y luego el frío habían llenado esto de gente”.
Desde hace al menos 12 años, esta nave de Badalona se había convertido en un refugio para grupos de migrantes que no pueden acceder a una vivienda. El propietario de la finca, conocedor de la situación desde hace tiempo, nunca había querido denunciar la ocupación del inmueble por “sensibilidad”, según afirma la exalcaldesa de la ciudad, Dolors Sabaté. La comunidad, formada por jóvenes subsaharianos en su mayoría de Gambia y Senegal, se había asentado en el lugar y, hasta hace poco, apenas habían tenido problemas con el vecindario.
La mayoría de ellos vivía paupérrimamente de recoger chatarra y venderla, otros de la venta ambulante, y todos aseguran que se dedican a esto porque no tienen ninguna otra alternativa. “Sin papeles no hay trabajo y sin trabajo no hay casa”, lamentaba Seydou, que al huir del fuego se quedó sin las pocas pertenencias que tenía. “Algo tenemos que hacer para poder comer”.
En el recinto también residían algunos migrantes con los papeles en regla como Alaji Yaya. Este gambiano ha trabajado de ayudante de cocina y de carnicero durante años. Logró salir de la nave hace un tiempo y alquiló un piso en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) junto a unos amigos. Cuando irrumpió la pandemia perdió su empleo, no pudo pagar el piso y volvió al edificio ocupado. “Todo se ha puesto muy complicado con la pandemia y nos hemos reencontrado muchos que ya habíamos marchado de ahí hace años”, remachaba Alaji, que cuando se declaró el incendio estaba en su habitación en la segunda planta. “Con el confinamiento llegó mucha gente nueva y no teníamos nada para comer”.
De las entrevistas con media docena de residentes de la nave se desprende que entre ellos había un grupo de habituales y otro más intermitente, que solo acudía al lugar cuando se quedaba sin empleo o cuando el frío acuciaba, como el caso de la noche del 9 de diciembre. “Cada uno tiene su habitación y se encarga de su parte”, explicaba Ibrah Dafs, senegalés y residente en el recinto desde hace dos años. “Pero siempre dejamos espacio para los chicos que están en la calle sufriendo, les invitábamos a venir”.
Algunos tenían su propia habitación delimitada por paredes y perfectamente decorada, otros se habían construido chabolas dentro del edificio o separaban su estancia con cartones, cortinas o plásticos para tener algo de intimidad. En el edificio, de tres plantas además del vestíbulo, no había ni luz ni agua y sus residentes cocinaban en las habitaciones con pequeñas bombonas de butano. La iluminación se hacía con velas o linternas. En la planta de abajo y en el patio interior los residentes se reunían, hacían comidas de grupo y guardaban la chatarra recogida que todavía no habían vendido. “La última vez que estuvimos en el edificio estaban haciendo muebles con palés”, afirmaba Angelina Lecha, activista de la entidad Badalona Acull. “Nos dio la sensación de que había cierta organización a la hora de permitir la entrada al lugar y organizar las comidas”.
Los problemas del confinamiento
Tanto los vecinos como los residentes de la nave explicaban este jueves que los primeros problemas de convivencia llegaron con la declaración del estado de alarma. La prohibición de estar en la calle atrajo a más migrantes a la nave y de repente fueron muchos más, pero con menos recursos que nunca. La llegada de nuevos residentes junto a la tensión de la pandemia creó los primeros roces.
“Hasta el confinamiento no hubo un solo problema”, apuntaba Alaji Yaya. “Pero en ese momento nadie podía recoger chatarra porque no se podía circular por la calle ni tampoco vender nada”. Según los residentes, la tensión se fue acumulando a medida que pasaban los días y el centenar de migrantes tenían cada vez menos dinero y alimentos. “Es normal que más de 100 personas confinadas pasando hambre tengan algún altercado”, añadía Harun Zerbo, de Burkina Faso, que acudía regularmente al asentamiento a ayudar a sus residentes.
A pesar de las quejas de los vecinos -que las hubo, sobre todo durante el último verano- ninguno de los habitantes de la zona explicaba haber tenido un solo problema con los residentes de la nave. Lo que molestaba a los vecinos eran las trifulcas entre los que vivían dentro del recinto, que se convirtieron en habituales a medida que la pandemia hacía aumentar la miseria. A pesar de las quejas, buena parte de los migrantes entrevistados destacaba que numerosos vecinos del barrio les habían ayudado durante los últimos años dándoles comida, ropa y mantas.
“Problemas con los vecinos no había”, matizaba Calixto Palomares, 71 años y residente justo delante de la nave. “Son todos muy amables, ayudaban a la gente mayor a cargar con la compra”. Según este vecino, los problemas que había en la nave eran de convivencia entre sus ocupantes y comenzaron en verano. “Eso era una torre de Babel, gente de todos lados y todos pasando hambre”, concluía este vecino.
Un espacio en el punto de mira de Albiol
Cuando Xavier García Albiol (PP) recuperó la alcaldía el pasado mayo, en pleno estado de alarma, fijó la ocupación ilegal como una de sus principales obsesiones del mandato. Albiol empezó a tuitear actuaciones policiales, a personarse en lugares conflictivos e incluso anunció que el consistorio había adquirido un “dron antiokupas” para mejorar la seguridad en la ciudad.
Cuando la tensión con los ocupantes de la nave aumentó en verano, Albiol acudió con un equipo de cámaras a encararse con los migrantes. Aprovechó la visita y el material grabado para anunciar que recuperaría una unidad de treinta agentes destinados a combatir la conflictividad y la “impunidad” de las ocupaciones ilegales. También aprovechó para acusar a los residentes de la nave de vender droga, una afirmación que ha vuelto a hacer este jueves mientras los bomberos seguían buscando víctimas mortales en el edificio incendiado.
“Si vendiéramos droga tendríamos dinero, ¿tu te piensas que viviríamos aquí apilados si estuviéramos vendiendo droga?”, ironizaba Seydou con el poco humor que le quedaba tras una noche traumática.
Los migrantes que vivían en la nave explicaban que la llegada de Albiol al poder fue un punto de inflexión. Los controles policiales en los aledaños para pedir papeles se convirtieron en habituales. Buena parte de los ocupantes se marcharon después de la visita veraniega del alcalde, temerosos de que les expulsaran del país al identificarlos sin los papeles en regla. Los que se quedaron se organizaron para responder a las acusaciones “inventadas” del alcalde y algunos vecinos. El mismo miércoles, pocos minutos antes de que se declarara el incendio, una patrulla de la Guardia Urbana y la Policía Nacional se había acercado al recinto para hacer un control de documentación.
“Albiol cambió el tratamiento social del asentamiento por un tratamiento policial”, explicaba Dolors Sabaté, exalcaldesa de la ciudad hasta junio de 2018. Según Sabaté, su equipo colaboró con la Cruz Roja para censar a los ocupantes y les asistió para intentar empadronarse. También se encontró una alternativa habitacional para una familia con menores que residía en la nave y se fomentaron trabajos de “autogestión comunitaria” para que los residentes se organizaran y designaran distintos turnos para hacer tareas. “Sabíamos que era un asentamiento con sus complejidades, pero en ningún momento hubo conflictividad”, remachaba la antigua alcaldesa de la ciudad, que accedió a la vara de mando en 2015 liderando una coalición de distintas fuerzas de izquierda.
Ricard Vilaregut ejerció de mediador con los residentes de la nave entre 2015 y 2018 y opina de manera similar. “La situación era indigna, pero dentro de la indignidad estaba controlada”, señalaba en conversación telefónica. Este mediador, que estuvo en varias ocasiones dentro de la nave, explicaba que entonces vivían unas 60 personas a lo sumo y contaban con normas bastante estrictas. Por ejemplo, no se podía ni entrar ni salir de la nave entre las nueve de la noche y las nueve de la mañana. Recuerda que algunos vecinos estaban en contra, pero también la implicación de las asociaciones vecinales a la hora de ayudar a los migrantes.
Sabaté denuncia que durante la noche del miércoles la atención a los que escaparon del fuego fue en un primer momento marcadamente policial, un tratamiento impensable para cualquier superviviente de una tragedia de este tipo. “Hasta las tres horas no les atendieron debidamente los servicios sociales”, aseguraba la antigua alcaldesa. Seydou, tras escapar de las llamas, también se sorprendió al ver a tanta policía. “Parecía que estábamos en guerra cuando el problema era un incendio donde estaban muriendo amigos nuestros”, afirmaba.
Tanto los afectados como los representantes públicos entrevistados -con la excepción de Albiol- coincidían en resaltar que el problema de esta nave no era de drogas ni de peleas, sino de pobreza y de falta de papeles. La pandemia, que se ceba siempre con los más débiles, lo empeoró todo. “Cuando vi el fuego ayer lo tuve claro”, remachaba Vilaregut. “Rápidamente pensé en el frío que hacía y en las dificultades que tienen actualmente estas personas para conseguir comida y dinero”.