El 17 de mayo de 1984, el diario El País anunciaba en portada que la Fiscalía General del Estado ultimaba una querella contra Jordi Pujol y el resto de directivos de Banca Catalana, intervenida por el Banco de España un par de años antes ante el enorme agujero que arrastraba. Como consecuencia de esa intervención los ahorros de miles de pequeños inversores se evaporaron. No sucedió lo mismo con los de algunos administradores de la entidad, que habían tenido ocasión de retirarlos antes (no sé si les suena esta canción). La querella se presentó unos días más tarde y Jordi Pujol, que acababa de ganar por una apabullante mayoría las segundas elecciones autonómicas (CiU pasó de 43 a 72 escaños), tuvo la habilidad de convertirla en una maniobra de Madrid contra Cataluña. En el mal perder de los socialistas, que “nos quieren confiscar la victoria y la honorabilidad”.
El 30 de mayo, con motivo de su investidura en el Palau de la Generalitat, una multitud (se supone que espontánea) se reunió en la plaza de Sant Jaume a los gritos de “som una nació”, “Pujol, president” y “Obiols, botifler” (botifler significa algo así como colaboracionista, dirigido al líder socialista, Raimon Obiols). Pujol salió al balcón para agradecer el apoyo a los congregados y dejar una frase para la posteridad: “Dejadme que os diga una cosa, que es la última vez que la digo pero quiero que quede claro: el Gobierno de Madrid, el Gobierno central concretamente, ¡ha hecho una jugada indigna! Y a partir de ahora, cuando se hable de ética, de moral y de juego limpio, podremos hablar nosotros, pero no ellos”.
El discurso del presidente continuó un poco más, con constantes referencias a la querella, como el ataque a todo un pueblo (“sí, somos una nación, somos un pueblo, ¡y con un pueblo no se juega!”), si bien terminó apelando al civismo de los manifestantes y al espíritu integrador de los catalanes; se cantó Els Segadors, se gritaron vivas a Cataluña y la gente regresó pacíficamente a sus casas.
Hay que entender las circunstancias del momento. Pujol era el primer presidente catalán surgido de las urnas tras más de cuarenta años, el líder del partido nacionalista hegemónico y un icono vivo de la lucha antifranquista. Ante esta hoja de servicios, a ver quién es capaz de explicar que se le quiere encarcelar por su actuación como banquero y no como político ni activista. Quizá jurídicamente era lo que procedía (al fin y al cabo, en Banca Catalana se había producido un fraude y había muchos indicios de delito), pero políticamente fue un gran error no dejar a Pujol al margen de aquello y concentrarse únicamente en los gestores de la entidad de los dos o tres últimos años. Esto es fácil de decir ahora, pero algunos ya deberían ser conscientes entonces.
Sorprende releer en ese primer artículo de El País cómo una profética fuente de la fiscalía revela al periodista que “no sabemos dónde ni quién la parará [la querella], pero estamos seguros de que no seguirá adelante”. Y, efectivamente, después de un par de años en los que varios tribunales se pasaron la pelota, finalmente en noviembre de 1986 el pleno extraordinario de la Audiencia Territorial de Barcelona (formado por 42 magistrados) sentenció que no había suficientes indicios para procesar al presidente de la Generalitat. El resto de los ilustres patriotas que habían formado parte del consejo de administración de Banca Catalana serían también exculpados en 1990.
En el imaginario colectivo (expresión rematadamente cursi, pero que aquí sirve) se ha instalado la idea de que aquella fue la primera operación de guerra sucia de la España democrática contra la voluntad de los catalanes de mantener una identidad nacional propia. Contra lo que el pujolismo llamaba “el hecho diferencial”. Es muy posible que si los manuales de historia acaban recogiendo alguna cosa del episodio de Banca Catalana será la tesis pujolista según la cual el Gobierno dejó caer la entidad para hacer daño a Cataluña, ya que otros bancos españoles que atravesaban dificultades como consecuencia de la crisis de los setenta recibieron un trato diferente. De la pésima gestión llevada a cabo por aquellos prohombres del catalanismo, que otorgaban créditos irrecuperables a empresas en quiebra técnica sólo porque eran de los nuestros, no se acordará nadie.
En el segundo volumen de sus memorias, Pujol se ratifica en la idea de que aquella querella fue sobre todo un intento de “destrucción” de su persona y de lo que él representaba. Para quien quiera tomarse la molestia, que recupere el texto íntegro de la querella (con una lectura en diagonal es suficiente para entender que respondía a muchos meses de investigación) y después lea cómo lo explica Pujol en su libro. No es un caso de amnesia o de memoria selectiva, sino de tergiversación consciente de la realidad. Y, en todo caso, si realmente hubo esa voluntad destructiva, lo lógico habría sido airear la querella antes de las elecciones y no después (como ocurrió con el grotesco informe policial anónimo sobre las actividades de las familias Pujol y Mas, filtrado a El Mundo durante la campaña de los últimos comicios al Parlamento).
Catalunya, Convergència y los prohombres
Catalunya, Convergència y los prohombres
Me estoy desviando, porque mi intención no es reabrir la fosa donde está enterrado el sumario de Banca Catalana, sino situarlo como el hecho histórico que fue, ya que soy de la opinión que ningún otro caso judicial ha tenido un impacto tan grande en la Cataluña actual. Todavía está por escribir la tesis doctoral que analice las consecuencias de aquella querella en la historia reciente de Cataluña. Me atrevo a esbozar dos.
La primera: se consolida la simbiosis entre las marcas Cataluña y Convergència. La estrategia ya venía de antes, pero a partir de ahí amplios sectores ciudadanos se inoculan del mensaje que defender la segunda es defender la primera, y que una crítica al partido es un ataque al país. Y así es como, durante un decenio o más, los periodistas que no aplaudían al amo con las orejas engrosaban la lista de traidores e infieles que querían hacer daño al país (también es cierto que no todos tuvieron que cambiar de oficio o morir de hambre, el PSC aún era fuerte y tenía hilo directo con varios medios). La simbiosis llegó a ser tan perfecta que incluso algunos intelectuales y periodistas que detestaban el pujolismo transmutaron su rechazo por el partido en un rechazo por el país. Delirante.
Con el paso de los años, sin embargo, el esquema se fue resquebrajando, consecuencia del lógico desgaste producido por la gestión pública y por episodios como el pacto del Majestic (de CiU con el PP), pero diría que en 2003 todavía mucha gente de buena fe vivió la llegada del tripartito como una usurpación del poder a sus legítimos poseedores. Hoy todo eso me parece felizmente superado. Quiero pensar que, por ejemplo, muy poca gente ha comprado la insinuación de Oriol Pujol Ferrusola sobre la supuesta mano negra que se esconde detrás de la instrucción judicial sobre el trapicheo de las ITV. ¿Que existen fuerzas ocultas que maquinan para torpedear la oleada soberanista? Seguro. Pero que esto tenga algo que ver con la doble imputación del ex número dos convergente no se lo cree nadie. O casi.
La segunda: se extiende la impunidad entre todos aquellos prohombres que, orgullosos de pertenecer al equipo de los buenos catalanes, consideran que sus sacrificios por el país merecen como recompensa algo más que un buen jornal. ¿O no es esta creencia la que ha inspirado las hazañas de personajes como Félix Millet o Ramon Bagó? Estaría bien que los ex fiscales Villarejo y Mena, lanzados a la fama por aquella querella y más adelante fiscales jefe del TSJC, reflexionaran algún día en voz alta sobre los efectos que tuvo la derrota en la tarea de la fiscalía. Fue un KO durísimo, de los que dejan secuelas. Durante años oí decir que después del caso Catalana la fiscalía había quedado aturdida y acomplejada, y que eso explicaba su poco ímpetu a la hora de perseguir corruptelas tan flagrantes como la de los avales de la CARIC (organismo precursor del ICF) a empresas de destacados notables convergentes; la financiación irregular de CDC a través de Casinos de Catalunya; o la implicación del ex consejero Cullell en la recalificación ilegal de unos terrenos de su cuñado (sobre estos casos no intenten buscar demasiada información en según qué hemerotecas, porque no la encontrarán).
Seguro que intervinieron otros factores políticos más poderosos, en especial durante los siete años que CiU fue decisiva en Madrid, primero con el PSOE (1993-96) y después con el PP (1996-2000), pero me gustaría saber hasta qué punto el golpe moral de Banca Catalana paralizó la fiscalía y en consecuencia dio alas a la corrupción. Con el tiempo creo que la fiscalía fue recuperando el espíritu, deduzco que ayudaron factores como la pérdida de influencia de CiU o la entrada en juego de nuevas herramientas fiscalizadoras, en los años noventa inexistentes (Oficina Antifraude), infrautilizadas (Sindicatura de Cuentas) o decorativas (Síndic de Greuges). Y imagino también la íntima satisfacción que debería causar a unos cuantos ver finalmente en la cárcel por asociación mafiosa a Joan Piqué Vidal, el otrora temible toga de oro que dirigió la defensa de Jordi Pujol en el caso Catalana.
“A partir de ahora, cuando se hable de ética, de moral y de juego limpio, podremos hablar nosotros, pero no ellos”, bramó Pujol aquella tarde de rabia y gloria desde el balcón del Palau de la Generalitat. Parece claro que ninguno de los partidos que ha ocupado la Moncloa puede hablar mucho de ética, moral y juego limpio, aunque todos lo siguen haciendo sin pudor. Como también lo hace el Muy Honorable Pujol. Sólo hay que seguir leyendo sus memorias, en las que presume de ser uno de los políticos más autocríticos del mundo, pero no dedica una línea a expiar los casos de corrupción del pasado o del presente. Y eso que la lista de escándalos (silenciados o no) es larga; que hoy CDC tiene la sede embargada por el caso Millet; que UDC ha sido condenada por desviar fondos de la UE por el caso Pallerols; y que tiene dos hijos, Jordi y Oriol, bajo investigación judicial, el segundo por el caso ITV, y el primero y primogénito, de quien nunca se ha sabido a qué se dedica ni cómo se lo hace para llevar el tren de vida que lleva, acusado por una exnovia de traficar con dinero negro al por mayor...
Hemos avanzado, sí, pero en lo esencial estamos donde estábamos. Hoy seguiría siendo impensable un presidente de la Generalitat en la cárcel por mucho que el motivo fuera un delito económico, porque aquí no tenemos dirigentes políticos, sino mesías. Y dado que, en lo relativo a corrupción, en Madrid están mucho peor, pues seguimos pasando por lo que no éramos ni cuando hace treinta años Jordi Pujol dijo que de ética y moral sólo podríamos hablar nosotros.