Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Agricultura ecológica versus convencional: la necesidad de integrar lo mejor de ambos mundos
Todas las actividades humanas tienen un impacto ambiental y la agricultura, sea ecológica o convencional, no es ninguna excepción. La agricultura representa la principal amenaza para la biodiversidad, como consecuencia de la destrucción directa de áreas naturales. Los lugares más fértiles y ricos en biodiversidad son los primeros que se deforestan y acondicionan para ser cultivados. La destrucción de los bosques tropicales, que tanto nos preocupa en la actualidad, no es sino la extensión a otras regiones del proceso de deforestación con fines agrícolas que ya ocurrió en siglos pasados en las regiones más pobladas del planeta. El ejemplo más extremo lo tenemos en los bosques de Malasia e Indonesia, donde se tala el equivalente a 300 campos de fútbol por hora para plantar la palma Elaeis guineensis y extraer el controvertido aceite de palma.
El concepto de agricultura ecológica surge a inicios del siglo XX como consecuencia de la creciente preocupación por la calidad alimentaria y la conservación medioambiental, cada vez más amenazada por la industrialización de la agricultura. Se asume que la agricultura ecológica tiene un impacto ambiental menor que la convencional. ¿Pero, es realmente así? ¿Tenemos datos científicos para decir algo concreto y significativo al respecto? En realidad sí, y los análisis globales que revisan cientos de trabajos y artículos científicos (conocidos como meta-análisis) ofrecen una perspectiva sólida sobre el impacto ambiental de los distintos tipos de agricultura. Estos meta-análisis nos permiten comparar con bastantes garantías el impacto de la agricultura ecológica con el de la convencional. Y ambas tienen ventajas e inconvenientes.
Los estudios disponibles indican que la agricultura ecológica favorece la conservación de la biodiversidadconservación de la biodiversidad, aunque este efecto se manifiesta sobre todo en grandes extensiones agrícolas, no siendo tan visible en paisajes más diversos o que incluyan pequeñas áreas de hábitat natural. El origen de este beneficio reside en un conjunto de buenas prácticas (como el menor uso de pesticidas químicos y fertilizantes inorgánicos o la preservación de hábitats no cultivados) que son típicas, aunque no exclusivas, de la agricultura ecológica.
Otra ventaja generalmente atribuida a los productos de agricultura ecológica es su mejor sabor, textura y valor nutricional. Sin embargo, los trabajos científicos disponibles hasta la fecha muestran que no existe ninguna ventaja nutricional en los alimentos ecológicos y que no siempre saben mejor que los convencionales. Otros estudios concluyen que los vegetales ecológicos tienen mayores concentraciones de antioxidantes, carotenos y flavonoides. Por desgracia, los beneficios de estas sustancias son cuando menos controvertidos. Su buena fama se basó sobre todo en algunos estudios que, en los años 90, asociaron su consumo con la prevención del cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Desde entonces, se han multiplicado los estudios que demuestran su escasa influencia en dicha prevención, su ineficiencia para mejorar la fertilidad, e incluso su potencial para dañar nuestra salud cuando son ingeridos en cantidades elevadas.
La agricultura ecológica reduce el uso de pesticidas en un 97% y el de energía y fertilizantes en un 34-53%. Pero tiene un problema importante: su baja productividad que le lleva a producir en promedio un 20% menos de alimentos para una misma superficie de cultivo. Esta diferencia de productividad aumenta con el tamaño de las explotaciones debido a la dificultad de mantener el suplemento de nutrientes en explotaciones ecológicas de gran tamaño y suele compensarse con una mayor superficie de cultivo. Si tuviéramos que producir con agricultura ecológica la misma cantidad de alimentos que producimos ahora deberíamos ocupar, en principio, un 25% más de superficie de la que ocupamos ahora. A escala global, podría argumentarse que esta expansión puede llevar a transformar importantes extensiones de ecosistemas naturales, como bosques y grandes praderas tropicales, en campos agrícolas. Sin embargo, este aumento ni es lineal ni necesariamente del todo negativo: de hecho, el abandono de explotaciones agrícolas y ganaderas tradicionales puede llegar a ser un problema de conservación en algunas regiones europeas, en las que el abandono de usos tradicionales, como la dehesa mediterránea, está dando lugar a importantes pérdidas de biodiversidad debido a la menor heterogeneidad del paisaje renaturalizado. La experiencia de los últimos siglos nos indica que lo más probable es que cualquier aumento de las áreas de cultivo acabe teniendo lugar en las áreas más accesibles y fértiles – que albergan, en su mayor parte, las especies y ecosistemas más amenazados por la acción del hombre. Otra cosa es cuántas de esas áreas quedan aún disponibles. Por ello, es necesario tener en cuenta multitud de factores para evaluar tanto los beneficios como los riesgos de la expansión de la agricultura ecológica.
Dada la gran cantidad de excedentes que produce la agricultura en el primer mundo, una pérdida del 20% en la producción no parece un problema importante para Europa o América del Norte, los lugares donde precisamente está más implantada la agricultura ecológica. Sí debemos prestar atención a la expansión de la agricultura a otras regiones, donde la alternativa es la expansión de técnicas de monocultivo. Movimientos como la toma de poder de los ruralistas en Brasil (cuyo nuevo ministro de agricultura es el principal productor de soja del país) evidencian la gravedad del desmatamiento de los sistemas naturales en el trópico para implantar grandes extensiones de monocultivos. La réplica racional a esa expansión podría ser la modificación parcial y ecológicamente informada de los sistemas agrícolas convencionales, propiciando la sustitución de monocultivos por policultivos y aplicando criterios de potenciación de la biodiversidad (p.ej. mediante el establecimiento de setos de plantas autóctonas y de pequeñas reservas de hábitat natural alrededor de las zonas cultivadas). Este enfoque podría ser, en conjunto, menos negativo para la biodiversidad autóctona y la funcionalidad de los ecosistemas que la agricultura convencional actual. Sobre todo si incluimos en el balance la disminución proporcional de contaminantes y desperdicios, junto a la mayor racionalización del gasto en transporte de productos y materiales. En estas regiones es particularmente sensible la redistribución de la riqueza y la creación de relaciones económicamente más justas entre productores y consumidores que las explotaciones ecológicas hacen posible. Conviene recordar, además, que los cultivos ecológicos exigen menos inversión inicial y permiten la independencia económica de pequeñas explotaciones con mayor facilidad al utilizar muchos menos agroquímicos.
Pero el problema principal de la agricultura ecológica es que, en realidad, no siempre es todo lo ecológica que podría parecer. Para que un producto lleve el sello de “ecológico” debe cumplir con una normativa que regula las condiciones en las que ese alimento fue producido. Aunque lo primero que nos viene a la mente al pensar en agricultura ecológica es que es “libre de químicos”, el Reglamento europeo (y, por tanto, la normativa española que lo desarrolla y aplica) permite el uso de “Otras sustancias utilizadas tradicionalmente en la agricultura ecológica”. El criterio para definir qué sustancias químicas son suficientemente “naturales” para ser utilizadas es poco claro (como hemos visto, la normativa hace referencia a la tradición, más que a algún criterio objetivo) y parece estar basado en tener un origen vegetal o en tratarse de productos químicos poco procesados. El resultado es que muchos productos químicos usados con normalidad en agricultura “ecológica” son bastante más tóxicos que los pesticidas convencionales. Por ejemplo, la normativa “ecológica” permite la aplicación de hasta 6 kg por hectárea y año de cobre, o cantidades ilimitadas de azufre, mientras que los productos químicos de síntesis utilizados en la agricultura convencional sólo se pueden utilizar en dosis muy reguladas y limitadas. Además, muchos químicos sintéticos “convencionales” son más eficientes y más biodegradables que los químicos “naturales” utilizados en la agricultura con certificado de “ecológica” (véase este ejemplo para la soja).
Para concretar utilizaremos uno de los parámetros utilizados frecuentemente para caracterizar la toxicidad aguda de los productos, que cuantifica la noción de que cualquier sustancia puede matar en función de la dosis: la llamada “dosis letal 50” (LD50), que es la concentración de una sustancia necesaria para provocar la muerte de la mitad de un grupo de animales de prueba. Por ejemplo, el agua tiene una LD50 de 90 g/kg en ratas, lo que significa que el consumo repentino de 22,5 g de agua mataría a una de cada dos ratas de 250 g de peso; y la sal de mesa tiene una LD50 de 3 g/kg, por lo que la mitad de las ratas de 250 g que ingieran de golpe 0,75 g de sal correrán igual suerte.
Pues bien, la LD50 del sulfato de cobre, un conocido mutagénico (es decir, que provoca mutaciones en el ADN) utilizado regularmente en agricultura ecológica para el tratamiento de hongos, es de 0,3 g/kg. La alternativa sintética convencional (mandipropamida, comercializada como Revus) es 17 veces menos tóxica (ya que tiene una LD50 de 5 g/kg, casi la mitad de tóxico que la sal común), no es mutagénica y, al ser mucho más efectiva, puede utilizarse en cantidades muy inferiores. De hecho, la normativa “ecológica” autoriza el uso de sulfato de cobre hasta un máximo de 6.000 g/ha, mientras que la normativa “convencional” autoriza el uso de mandipropamida hasta un máximo de 150 g/ha, 40 veces menos. ¿Cuál es el riesgo que estas dos sustancias suponen para el consumidor? Asumiendo una LD50 similar para humanos y ratas, un adulto de 70 kg debería consumir toda la mandipropamida aplicada a 23.333 m2 para alcanzar su dosis letal 50, mientras que el sulfato de cobre aplicado a un pequeño huerto “ecológico” de 35 m2 sería suficiente para alcanzarla. Este análisis no tiene en cuenta otros factores que regulan el riesgo que suponen estos productos para el consumidor y para los ecosistemas, como su persistencia en los alimentos tratados y en los compartimentos ambientales (suelo, agua y biota), pero sirve para ilustrar la importancia de regular de forma más rigurosa las “sustancias utilizadas tradicionalmente en la agricultura ecológica”.
Pero las incoherencias de la normativa ecológica no acaban ahí. Otros artículos son aún más preocupantes por su naturaleza acientífica. En la producción de carne ecológica, por ejemplo, “Se dará preferencia para el tratamiento a los productos fitoterapéuticos y homeopáticos (...) frente a los tratamientos veterinarios alopáticos de síntesis química o los antibióticos, siempre que aquellos tengan un efecto terapéutico eficaz para la especie animal de que se trate” (Artículo 2 del Reglamento). Es decir, que no se prohíbe el uso de antibióticos en la carne ecológica, pero se sugiere que primero se deben utilizar tratamientos homeopáticos, cuya ineficacia ha quedado ampliamente demostrada, o plantas medicinales cuya dosificación es completamente arbitraria, al contener sustancias activas en concentración desconocida (ya que varía ampliamente entre variedades y con las condiciones de cultivo). Con ello únicamente se contribuye a alargar el sufrimiento de los animales enfermos que tienen la desgracia de ser criados con el etiquetado “ecológico”. Puro oscurantismo.
En resumen, todas las actividades humanas realizadas a gran escala tienen un gran impacto ambiental, y la agricultura no es una excepción. Pero no todo es negativo. La agricultura, sea convencional o ecológica, puede y debe seguir unas buena prácticas ambientales como las recomendadas por la FAO. Estas prácticas tienen beneficios demostrados, aunque la estrategia óptima depende de la producción de alimentos que se necesite alcanzar. Algunas de estas prácticas, como la rotación y alternancia de cultivos, el uso reducido de pesticidas y la conservación de “parches” naturales, resultan en mejoras ambientales que amplían los efectos positivos de la agricultura ecológica. De hecho, la conocida como producción integrada, que ya se utiliza en el 5% de los cultivos españoles, intenta combinar de forma pragmática y sostenible “lo mejor de ambos mundos” integrando de forma sistemática estas buenas prácticas.
En lugar de azuzar el debate entre la agricultura ecológica y la convencional, el medio ambiente y nuestra salud saldrían muy beneficiados si concentrásemos nuestros esfuerzos en promover la producción integrada, en revisar y reducir el uso de químicosquímicos tanto en la agricultura ecológica como en la convencional, y en garantizar que ambas utilicen criterios ambientales y científicos mucho más rigurosos.
Sobre este blog
Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.