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Alerta roja: ¡escuchad a la ciencia!

19 de abril de 2022 06:00 h

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La Ciencia es una actividad al servicio de la sociedad. Se encuentra detrás de todos y cada uno de los avances tecnológicos que nos permiten disfrutar de una calidad de vida insospechada hace apenas un siglo. Y no solo eso: junto a las Humanidades, son la fuente del saber que alimenta el espíritu humano, nuestro aliento vital como especie. En consecuencia, la mayoría de las personas que se dedican a la Ciencia lo hacen con vocación de servicio público, con el objetivo principal de generar conocimiento para ponerlo al servicio de la sociedad en beneficio de todos. Desde hace varias décadas, la comunidad científica ha venido alertando del severo impacto medioambiental de origen antropogénico, generado por nuestras civilizaciones, que está cambiando la faz de la Tierra y amenazando nuestra supervivencia. Son alteraciones que alcanzan una progresión exponencial debido a la falta de acciones contundentes, algo que nos ha traído al borde del precipicio. Nos hemos quedado sin tiempo, pero los políticos no parecen dispuestos a ponerle el cascabel al gato; continúan navegando por aguas tibias incapaces de asumir su responsabilidad, inmersos como están en este teatrillo en el que se han convertido las democracias liberales, en las que el “juego político” no es otra cosa que el desarrollo de tácticas electorales cortoplacistas. El resultado de esta forma de entender la política se materializa en acciones fáciles de vender al público por sus efectos positivos inmediatos, mientras se relegan al cajón del olvido aquellos cambios de calado cuya implementación es tan urgente como crítica. Es cierto que casi todos los países presumen hoy en día de tener una “agenda de transformación ecológica”, pero por su tibieza más bien parecerían cortinas de humo, para acallar las protestas de un sector de la sociedad preocupado por la magnitud de la amenaza, que auténticos planes de choque para salir de una situación de alerta global. 

Las conclusiones contenidas en el resumen para políticos del tercer estudio del Sexto Gran Informe de Evaluación del IPCC, el Grupo Intergubernamental de Expertos de la ONU en cambio climático, son una versión edulcorada y diplomática de lo que hay que explicar a la sociedad, para que los políticos puedan seguir discutiendo sobre si son galgos o son podencos. Esto ha desatado la indignación de la comunidad científica, comenzando por aquellos que han trabajado directamente en la elaboración de un informe cuyo resumen final ha sido descafeinado por intereses espurios en detrimento de la veracidad y sobre todo de la contundencia en las propuestas que el gran público merece ante un problema de esta envergadura. La desesperación de quienes siendo plenamente conscientes del drama están viendo cómo la presión de los grandes lobbies pone sordina a su voz, les ha llevado a efectuar acciones que consigan ser portada de los medios de comunicación para alertar a la sociedad. La rebelión científica internacional es un acto de responsabilidad de los científicos hacia la sociedad. 

Arrojar pintura roja biodegradable (de hecho, agua de remolacha) a las puertas del Congreso no es una falta de respeto a la soberanía popular, como afirmaron algunos periodistas y tertulianos sin apenas dignarse a mencionar las razones del acto. No es tampoco un acto vandálico. La pintura desapareció con un simple manguerazo, y los manifestantes se encargaron de recoger botes y papeles para que todo quedase limpio. Vandalismo es lo que estamos haciendo con el planeta. Eso es lo que la prensa debería denunciar, haciendo hincapié precisamente en la inacción de los políticos y demás grandes poderes representados en la sociedad. Con su rebelión, los científicos tan solo han hecho gala de su compromiso con el derecho de la sociedad a estar correctamente informada en un asunto de esta gravedad, arriesgándose a convertirse en objeto de escarnio por parte de los voceros habituales, a ser reducidos por las fuerzas de seguridad –se desplazaron 11 furgones de antidisturbios–, y a recibir multas severas. En lugar de criticar con acritud una acción que resultó tan espectacular como inocente y valiente, el cuarto poder debería reflexionar sobre su actitud y sobre su contribución al desastre. No solo no se está alineando con la Ciencia con la contundencia que sería deseable en beneficio de todos, sino que se está convirtiendo en una herramienta de extraordinaria utilidad para quienes buscan un empoderamiento de la ignorancia para su provecho. Resulta particularmente desalentador que, para algunos medios, el corazón de la noticia, aquello de lo que se hacen eco los titulares, sea precisamente la mancha de pintura en la fachada del Congreso, sin dignarse a mencionar siquiera el cambio climático. ¿Puerilidad? ¿Ceguera? ¿Agenda política? Para otros medios la mancha de rojo también merece un lugar destacado en los titulares, aunque al menos aclaran en el mismo titular su razón de ser: alertar del cambio climático. Es evidente que manchar de rojo la fachada de una institución tan importante para nuestra democracia como es el Congreso tiene una poderosa razón de ser, explicada por los científicos y científicas a los medios de comunicación presentes en el acto. El rojo representa sangre, un poderoso símbolo del estado de trágica emergencia en el que nos encontramos, un “código rojo para la humanidad”, según el secretario general de la ONU, que nos recuerda que no actuar lleva a la humanidad por una senda suicida. ¿Cómo es posible que un poco de agua de remolacha arrojada en una fachada y desprovista de su simbolismo se convierta en noticia, relegando a la indiferencia la vida de los millones de personas cuyo futuro se ve comprometido por el cambio climático? Señalar al dedo que apunta la Luna en una cuestión tan crítica como es esta, denota una falta de respeto descorazonadora hacia la sociedad en su conjunto. 

Mientras hay vida hay esperanza, y a ella se aferra la comunidad científica sin dejar de señalar el camino a los políticos. Hay medios técnicos para aliviar la situación, que pueden implementarse en paralelo a efectuar el cambio de modelo productivo que se necesita. También se incide en la necesidad de revalorizar la justicia social, única garantía de que saldremos todos juntos de este embrollo tal y como se esperaría del ser moral que creemos ser. Y pedagogía, pedagogía, pedagogía, porque todo el mundo tiene que entender el porqué de los cambios que vienen. Los científicos no se limitan a alertar del problema del cambio climático: también se están preocupando por buscar narrativas comprensibles para todo el mundo y, sobre todo, soluciones. Hay que escucharlos.

La Ciencia es una actividad al servicio de la sociedad. Se encuentra detrás de todos y cada uno de los avances tecnológicos que nos permiten disfrutar de una calidad de vida insospechada hace apenas un siglo. Y no solo eso: junto a las Humanidades, son la fuente del saber que alimenta el espíritu humano, nuestro aliento vital como especie. En consecuencia, la mayoría de las personas que se dedican a la Ciencia lo hacen con vocación de servicio público, con el objetivo principal de generar conocimiento para ponerlo al servicio de la sociedad en beneficio de todos. Desde hace varias décadas, la comunidad científica ha venido alertando del severo impacto medioambiental de origen antropogénico, generado por nuestras civilizaciones, que está cambiando la faz de la Tierra y amenazando nuestra supervivencia. Son alteraciones que alcanzan una progresión exponencial debido a la falta de acciones contundentes, algo que nos ha traído al borde del precipicio. Nos hemos quedado sin tiempo, pero los políticos no parecen dispuestos a ponerle el cascabel al gato; continúan navegando por aguas tibias incapaces de asumir su responsabilidad, inmersos como están en este teatrillo en el que se han convertido las democracias liberales, en las que el “juego político” no es otra cosa que el desarrollo de tácticas electorales cortoplacistas. El resultado de esta forma de entender la política se materializa en acciones fáciles de vender al público por sus efectos positivos inmediatos, mientras se relegan al cajón del olvido aquellos cambios de calado cuya implementación es tan urgente como crítica. Es cierto que casi todos los países presumen hoy en día de tener una “agenda de transformación ecológica”, pero por su tibieza más bien parecerían cortinas de humo, para acallar las protestas de un sector de la sociedad preocupado por la magnitud de la amenaza, que auténticos planes de choque para salir de una situación de alerta global. 

Las conclusiones contenidas en el resumen para políticos del tercer estudio del Sexto Gran Informe de Evaluación del IPCC, el Grupo Intergubernamental de Expertos de la ONU en cambio climático, son una versión edulcorada y diplomática de lo que hay que explicar a la sociedad, para que los políticos puedan seguir discutiendo sobre si son galgos o son podencos. Esto ha desatado la indignación de la comunidad científica, comenzando por aquellos que han trabajado directamente en la elaboración de un informe cuyo resumen final ha sido descafeinado por intereses espurios en detrimento de la veracidad y sobre todo de la contundencia en las propuestas que el gran público merece ante un problema de esta envergadura. La desesperación de quienes siendo plenamente conscientes del drama están viendo cómo la presión de los grandes lobbies pone sordina a su voz, les ha llevado a efectuar acciones que consigan ser portada de los medios de comunicación para alertar a la sociedad. La rebelión científica internacional es un acto de responsabilidad de los científicos hacia la sociedad.