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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Ciencia de todo a cien

Uno de los mitos recientes más repetidos sobre la ciencia española es que el crecimiento de su productividad no ha ido acompañado de un crecimiento paralelo en calidad. Cuando había más inversión –se argumentaba– publicábamos muchos papers pero pocos “Sciences y Natures”. Y cuando la inversión cayó, se concluyó con todo cinismo, lo que lastra la calidad de nuestra investigación no es la falta de fondos, sino “el exceso de investigación de mala calidad”.

Como hemos explicado reiteradamente, este mito se apoya en un análisis interesado que ignora el papel de dos variables esenciales: la inversión en I+D, y la infraestructura y capital humano que esta asegura. Los datos demuestran, por ejemplo, que hasta el desmantelamiento de la inversión en I+D impuesto tras la crisis, la I+D de los países del sur de Europa (a los que ciertos medios se referían entonces con el ofensivo acrónimo PIIGS) mostraban una elevada productividad de Europa por euro invertido. Y lo eran trabajando con unos recursos y en unas condiciones que, en manos de un cineasta, se parecerían mucho a los avatares de los personajes de Tocando el viento, Full Monty o Los lunes al sol.

Como la mayoría de nuestros lectores no están familiarizados con nuestras condiciones reales de trabajo, hemos seleccionado algunos ejemplos. Muchos de ellos giran alrededor del mejor aliado de los ecólogos españoles: los bazares que antes llamábamos “de todo a cien”. Empezamos a depender de ellos durante nuestros trabajos de fin de carrera, tesinas y tesis. Nos independizamos brevemente de ellos mientras disfrutábamos de nuestra “movilidad exterior”, realizando estancias en ese “primer mundo” donde podíamos adquirir productos diseñados específicamente para nuestra investigación o incluso encargárselos a un taller de nuestro centro de investigación. Y, tras volver a España, volvimos a depender de ellos hasta hoy, veinte o treinta años después.

No es una exageración: en un bazar asiático de Tres Cantos (Madrid), por ejemplo, se compran suministros para al menos cinco grandes universidades públicas y nueve centros diferentes del CSIC, que investigan en áreas tan dispares como nuevos materiales, química industrial, biotecnología y biomedicina molecular. Es cierto que el bazar es grande y bien surtido, y que está cerca del Campus de Cantoblanco (que comparten la Universidad Autónoma de Madrid y el CSIC), pero la cantidad de centros que tienen sus datos de facturación al día en la base de datos de este comercio indica la recurrencia con la que los investigadores recurrimos a soluciones baratas –y muchas veces ingeniosas– para desarrollar nuestro trabajo.

Otros ejemplos de esta “ciencia de mercadillo” incluyen trabajos realizados durante la carrera – convencidos por algún profesor avispado de que, si completábamos los datos con una nueva campaña de campo (financiada, claro está, por nosotros mismos), podrían dar lugar a nuestra primera publicación. En uno de estos casos, tras recorrer los 426 km que nos separaban del lago que íbamos a muestrear y subirnos a la pequeña lancha hinchable que llevábamos (para espanto, si nos hubieran visto, de los servicios de prevención de riesgos laborales, inexistentes entonces), descubrimos que la única botella de muestreo del departamento no estaba en su caja, por lo que no podíamos tomar el deseado perfil de muestras a diferentes profundidades. Como diría el Lazarillo, la necesidad agudiza el ingenio: en una tienda de productos agrícolas conseguimos un pulverizador con bomba manual, que dotamos de un largo tubo de plástico rematado con un peso – y conseguimos tomar todas las muestras. Como en cada nueva profundidad teníamos que bombear prolongadamente, y a mano, hasta purgar completamente el tubo de la muestra anterior, teníamos tiempo sobrado para acordarnos del responsable de nuestra falta de equipo, y no precisamente con cariño - lo que valió al extraño ingenio el sobrenombre de “el vituperador”. Pero la campaña se completó con camaradería, bastantes risas y un relativo éxito – aunque la ansiada publicación nunca llegara.

Los ejemplos más hilarantes tuvieron lugar durante nuestras tesis doctorales. Una de ella involucró varias prospecciones de campo en uno de los iconos de nuestra conservación: el Parque Nacional de Doñana. Viendo ahora a los guardas, técnicos e investigadores subidos a potentes 4x4, cuesta creer que dos chavales con mínimos recursos pero muchísimas ganas fuéramos capaces de muestrear múltiples puntos de la marisma con la única ayuda de un dos caballos al que se le bloqueaban, cada vez que se detenía, las varillas del alternador – obligándonos a bajarnos, abrir el capó y golpear el motor con una barra de hierro que siempre llevábamos con nosotros. Este vehículo, combinado con el laboratorio improvisado en el patio de una casa alquilada, bastó para sacar adelante varios artículos de cierto interés – aunque a nadie sorprenderá que ninguno llegara a ser “Sciences y Natures”.

La querencia por utilizar vehículos de la época dorada de la automoción ha sido lugar común en el trabajo de muchos biólogos de campo durante el final del milenio. Además del Citroën 2CV, algunos de nosotros hemos disfrutado de la estabilidad y dureza del famoso Renault 4L, mal llamado “cuatro latas”. El nuestro era capaz tanto de llevarte por resbaladizos caminos de arcilla mojada con fiabilidad aceptable para la época, como de pararse mientras subía puertos de primera categoría, obligándonos a arrancar (en estado de pánico contenido) en medio de una curva cerrada. Lo conseguía a la primera, eso sí, haciendo gala del mensaje que lucía en su pegatina ajada por los años: “su belleza es su mecánica”.

Para ser justos, es necesario resaltar que esta necesidad de buscarse la vida ha otorgado a varias generaciones de investigadores una capacidad de ingeniar soluciones aplicadas que resulta notable cuando llegamos a laboratorios de países que dedican más inversión a la I+D+i. Una vez que aprendes que se pueden construir cedazos para separar partículas del suelo de diferentes tamaños cortando las tapas de un conjunto de túpers apilables y consiguiendo mallas de mosquiteras y celosías del tamaño adecuado, cualquier dificultad para conseguir equipamiento adecuado parece solventable. Estaciones meteorológicas, sensores fotovoltaicos o tanques experimentales realizados de manera casera se encuentran en el hacer de muchos investigadores con vocación de McGyver.

Trabajar en estas condiciones durante las etapas iniciales de nuestra carrera en España no nos resultaba ni siquiera ajeno o sorprendente: al fin y al cabo, era lo único que conocíamos. Más duro fue regresar de nuestra etapa posdoctoral, algunos tras haber llegado a ser investigadores senior en países “de referencia”, y descubrir que las cosas no habían cambiado un ápice.

Esos años de postdoc sin acceso a recursos fueron, a menudo, muy productivos en artículos de revisión y análisis de bases de datos – lo que se llamaba, acertadamente, trabajo de “lápiz, papel y regla”. Pensar en ellos nos recuerda, con bastante cariño, a los investigadores del Este de Europa en los años inmediatamente posteriores a la caída del muro, en los que éstos multiplicaron sus trabajos de historia natural y ecología teórica porque era lo único que podían seguir haciendo sin recursos. Como ellos, diseñábamos nuestra investigación con frugal astucia para que requiriera poco más que lápices y cuadernos, un par de bolsas de plástico, algunas estacas de madera y otro material menor que íbamos pagando poco a poco con lo que nos ahorrábamos en dietas (comiendo un bocata en lugar del menú del día) o con nuestro propio salario.

Mencionar esta situación en las entrevistas que hicieron algunos medios internacionales, como el especial 'Science in Spain' de la revista Nature, nos valió algo más que una sonora reprimenda de nuestras autoridades, que se habían gastado mucho dinero en hacer propaganda engañosa mostrando que la ciencia española “iba bien”: a los postdocs que regresábamos en ese momento a España nos valió también ser descartados en las ofertas de empleo público: nuestros perfiles de investigador los dejaron deliberadamente fuera.

Pero, lejos de amilanarnos, muchos jóvenes investigadores seguíamos abasteciéndonos en tiendas de todo a cien y bazares asiáticos – y, con presupuestos ridículos, publicábamos en las mejores revistas científicas, contribuyendo a esa imagen de España como una potencia científica emergente. Una potencia que no invertía ni un mísero 0,6% del PIB en I+D+i, que carecía de una carrera investigadora programada y que no sabía en realidad qué hacer con aquellos chicos y chicas tan listos que se habían formado en España, habían consolidado su experiencia en el extranjero, y tenían mejores currículos que muchos miembros de los paneles que les juzgaban cuando se presentaban a las poquísimas plazas de investigadores y profesores universitarios que se abrían por entonces.

Y así, burla burlando, llegamos a día de hoy, sin que haya cambiado mucho ni la situación de la I+D ni la percepción de sus responsables políticos, que siguen creyendo que la “excelencia científica” (léase: artículos en Nature y Science, y muchas patentes) aparece por generación espontánea, en ausencia de infraestructuras, recursos y capital humano.

Los ejemplos no son exclusivos del mundo de la ecología. También en los laboratorios de biología molecular o de biomedicina, dotados con muchos más recursos, se recurre al bazar o al supermercado. Esto no es malo en sí: se trata de elegir bien en qué se gasta, y la labor del científico es también resolver los problemas prácticos según se presentan. Pero en España cruzamos a menudo la línea divisoria entre el ahorro práctico y lo abiertamente precario. Y un sistema científico-tecnológico no puede sostenerse eternamente sobre la vocación y la generosidad de las personas que hacen ciencia.

Lo más curioso de todo es que la correlación entre “Natures y Sciences” y la calidad científica dista mucho de ser perfecta. Muchos de nuestros trabajos más citados, por ejemplo, fueron publicados en revistas que nuestros gestores consideran “de segunda fila” – a pesar de que partían en desventaja, por la menor difusión y prestigio de éstas. Algo que demuestra que somos capaces de jugar en la Champions con un presupuesto de Segunda B.

Imagínense el día en que dejen de utilizar la excelencia como excusa para los recortes, y empiecen a tomarse en serio financiarla y apoyarla como si de verdad creyeran en ella.

Uno de los mitos recientes más repetidos sobre la ciencia española es que el crecimiento de su productividad no ha ido acompañado de un crecimiento paralelo en calidad. Cuando había más inversión –se argumentaba– publicábamos muchos papers pero pocos “Sciences y Natures”. Y cuando la inversión cayó, se concluyó con todo cinismo, lo que lastra la calidad de nuestra investigación no es la falta de fondos, sino “el exceso de investigación de mala calidad”.

Como hemos explicado reiteradamente, este mito se apoya en un análisis interesado que ignora el papel de dos variables esenciales: la inversión en I+D, y la infraestructura y capital humano que esta asegura. Los datos demuestran, por ejemplo, que hasta el desmantelamiento de la inversión en I+D impuesto tras la crisis, la I+D de los países del sur de Europa (a los que ciertos medios se referían entonces con el ofensivo acrónimo PIIGS) mostraban una elevada productividad de Europa por euro invertido. Y lo eran trabajando con unos recursos y en unas condiciones que, en manos de un cineasta, se parecerían mucho a los avatares de los personajes de Tocando el viento, Full Monty o Los lunes al sol.