Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Y la ciencia, ¿pa' cuando?
Después de varios meses de inactividad, demoscopia y tacticismo partidista, estamos a apenas unos días de la fecha definitiva. Los partidos autodenominados progresistas tenían que decidir antes del martes 17 si serían capaces de negociar una coalición para formar gobierno, o si abandonaban toda pretensión de hacerlo en el futuro cercano y nos abocan a nuevas elecciones. El problema, mil veces repetido, es que mientras el tridente Sánchez-Calvo-Ábalos juega al escondite con sus propios votos, el país en general, y la administración pública en particular, acumula ya años de parálisis y desmantelamiento. Seguimos viviendo de las rentas, pero estas rentas se acaban.
La situación es tan crítica que hasta se hace difícil hablar de ciencia e innovación. Con la brecha social creciendo sin detenerse, familias enteras condenadas a no salir nunca de la pobreza extrema, el acceso a la vivienda convertido en una emergencia social, una sanidad y una educación en las que se utiliza un deterioro programado mediante recortes para justificar y financiar su creciente privatización, una justicia totalmente desprestigiada por la infiltración partidista y sectaria, y una corrupción inacabable que nos cuesta 90.000 millones de euros al año (casi 6 veces más que la inversión anual en I+D), cuesta creer que nuestra investigación puede tener una mínima relevancia dentro de la serie de reformas urgentes que tendría que abordar el nuevo gobierno.
Y, sin embargo, la tiene. No solo por ser la pata en la que todo lo demás se sostiene, reactivando la economía a través de la creatividad y la innovación, aportando bienestar a través de la mejora de los tratamientos médicos y las intervenciones sociales, ayudando a alcanzar una alimentación y un ambiente sano (y a identificar cuándo nos están ocultando su deterioro), refinando las técnicas de enseñanza, identificando procedimientos legales y políticos para mejorar la justicia y la equidad, y haciéndonos en suma más cultos y felices. También, y sobre todo, por su valor estratégico y simbólico – ya que, cuando un gobierno la cuida y la fomenta, manda el mensaje claro de que han vuelto a cambiar las normas del juego y vuelven a imperar unos valores de los que podemos sentirnos orgullosos.
Por eso hay que hablar de ciencia e innovación. Por eso y porque están en verdadero peligro de extinción, tanto que sin un giro de 180 grados España no volverá a ser relevante en éste área – y detrás de ellas, se irán sumiendo en la irrelevancia nuestra tecnología, nuestra industria y nuestra economía.
A quien lea habitualmente esta sección, le podrá parecer que estamos cargando demasiado las tintas. Pero no es así. Lo que ocurre es que ha ido ocurriendo tan progresivamente que se ha acabado haciendo cotidiano, y nos hemos ido acostumbrando a un desmantelamiento gradual que no parece acabar nunca. Primero fue pura doctrina del shock: recortes, corralito, cierre del ministerio y relegación de la ciencia a una secretaría de estado encargada de defender que, “para fortalecer el sistema español de I+D”, había que recortarlo severamente. Igual daba que este análisis fuera completamente falso. Y después, la cotidianeidad de la reducción de plantillas mediante trucos como congelar la reposición de las jubilaciones, de la eliminación o reducción de la financiación mediante retrasos sucesivos de las convocatorias, del cierre transitorio o permanente de centros y equipos de trabajo por falta de dinero para su mero mantenimiento, de las auditorías tramposas para obligar a devolver gasto ejecutado correcta y legítimamente, del maquillaje de la cuantía del gasto y la progresiva reducción en su ejecución mediante trampas de trilero… La vieja estrategia, en resumen, de matar de hambre a la ciencia y sepultarla en procedimientos burocráticos cada vez más complejos para que no pueda volver a levantarse. Todo ello mientras se mantiene el maniqueo discurso de “mejorar la eficiencia del sistema”.
Así que, a día de hoy, el sistema español de I+D está exhausto. Sus investigadores jóvenes llevan años totalmente desmoralizados por un sistema que les aboca a la precariedad, el abandono o el exilio. Sus investigadores senior están rabiosos y, a la vez, agotados por un sistema que conforme les recortaba los recursos para trabajar multiplicaba la burocracia necesaria para usarlos, haciendo que sea mucho más fácil no trabajar que sí hacerlo. Sus centros están esquivando continuamente la quiebra, obligando a los gestores a enfocar sus energías en la subsistencia en lugar de a planificar a largo plazo, mejorar su calidad, optimizar su eficiencia o encontrar fuentes de financiación alternativas. Y muchas de sus infraestructuras y equipamiento –fruto de un gran esfuerzo inversor en el pasado– se encuentran abandonadas u obsoletas por la obligada falta de uso y la falta de planes adecuados de mantenimiento y actualización.
Mientras tanto nuestros líderes políticos y económicos siguen hablando de si va a ser posible o imposible llegar al 2% de inversión en 2020 (¡de vuelta a la ya magra promesa incumplida de hace más de una década!). Parece que nadie se quiere enterar de que la caída en la inversión, recursos y capacidad es de tal calibre, sobre todo comparada con el esfuerzo que están haciendo nuestros competidores europeos y asiáticos, que si no hacemos un programa de choque que inyecte de forma rápida recursos, rescate infraestructuras, incorpore el talento perdido (local, emigrado y extranjero) y, sobre todo, reestructure una gobernanza a la que la escasez de recursos ha vuelto a hundir en el nepotismo, lo único que conseguiremos será mantener apariencia de actividad mientras nos hundimos en la irrelevancia, cual orquesta del Titanic.
Es difícil comprender por qué nuestros gobiernos de derecha han considerado a la ciencia como su enemigo, y por qué los de izquierdas se han esforzado tan poco en defenderla. Al fin y al cabo, tanto las derechas como las izquierdas de los países que aspirábamos a imitar tienen clara la importancia clave de la actividad científica, y los países que han apostado por invertir en ella durante la crisis han obtenido ventajas evidentes. Es posible que los primeros fueran presa del pasado (ese “muera la inteligencia” del que, cuando llega el momento, han sido incapaces de desprenderse) o de un neoliberalismo radical pacato y mal entendido que no duda en bramar contra la evidencia científica (o incluso prohibirla) cuando ésta compromete sus intereses. Y que los segundos fueran presa del presente: un presente copado por individuos cuya única formación y talento ha sido medrar en el partido, y están predispuestos por ello a simpatizar con la endogamia. Sea cual sea el motivo, la realidad es que las políticas científicas del PP se han limitado a estrangular progresivamente la I+D y derivar sus recursos hacia créditos blandos para el sector privado; mientras que el PSOE se limitaba a inyectarle financiación (cada vez más, en el sector privado) sin preocuparse por reformar su gobernanza para que ésta pueda gastarse de forma eficiente.
Y es aún más sorprendente que ni liberales ni podemitas parezcan dispuestos a presentar una propuesta política mínimamente articulada – dejando a la derecha nacionalista, vasca y catalana el patrimonio exclusivo de la solvencia en éste área. Cada uno tendrá sus simpatías políticas, pero los resultados de unos y otros son difíciles de negar.
Todo esto nos lleva al presente. Y a lo peligroso de esta situación. Solo hay que mirar en nuestro entorno. El tacticismo de la socialdemocracia y su acomodación al poder ha arrasado con el apoyo de sus votantes, dejando un enorme espacio vacío que ha acabado ocupando el populismo de ultraderecha. Es significativo que uno de los primeros objetivos de ese populismo negacionista sea atacar la evidencia científica y el conocimiento basado en ella, y eliminar por completo el debate argumentado. El ataque a la ciencia y a la educación superior es tremendamente ostentoso y violento en EEUU, Brasil, India o Italia, arquetipos actuales de este tipo de liderazgos – y empieza a ser muy visible en España y en el resto de Europa. Aunque solo sea por puro interés político, yo pondría mis barbas a remojar.
Porque, igual que la defensa decidida del conocimiento y la actividad científica es una señal inequívoca de que un país lucha por ser mejor, atacarlos es una señal inequívoca de que volvemos a apostar por nuestros peores demonios. Ya es hora de que nos tomemos en serio este riesgo.
Después de varios meses de inactividad, demoscopia y tacticismo partidista, estamos a apenas unos días de la fecha definitiva. Los partidos autodenominados progresistas tenían que decidir antes del martes 17 si serían capaces de negociar una coalición para formar gobierno, o si abandonaban toda pretensión de hacerlo en el futuro cercano y nos abocan a nuevas elecciones. El problema, mil veces repetido, es que mientras el tridente Sánchez-Calvo-Ábalos juega al escondite con sus propios votos, el país en general, y la administración pública en particular, acumula ya años de parálisis y desmantelamiento. Seguimos viviendo de las rentas, pero estas rentas se acaban.
La situación es tan crítica que hasta se hace difícil hablar de ciencia e innovación. Con la brecha social creciendo sin detenerse, familias enteras condenadas a no salir nunca de la pobreza extrema, el acceso a la vivienda convertido en una emergencia social, una sanidad y una educación en las que se utiliza un deterioro programado mediante recortes para justificar y financiar su creciente privatización, una justicia totalmente desprestigiada por la infiltración partidista y sectaria, y una corrupción inacabable que nos cuesta 90.000 millones de euros al año (casi 6 veces más que la inversión anual en I+D), cuesta creer que nuestra investigación puede tener una mínima relevancia dentro de la serie de reformas urgentes que tendría que abordar el nuevo gobierno.