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El colonialismo científico, una realidad tenaz

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Hace unos días se hacía eco la prensa generalista de un trabajo que acababa de ver la luz en la prestigiosa revista Science liderado por investigadores de la Escuela de Geografía de la Universidad de Leeds en Reino Unido (Sullivan y colaboradores, 2020). Más allá de su incuestionable valor científico, al describir la sensibilidad térmica de los bosques tropicales y las repercusiones que ello puede tener a nivel global en los flujos y dinámica del carbono, una cuestión clave para reducir la incertidumbre de nuestros modelos climáticos globales, lo que nos llamó poderosamente la atención es el listado tan enorme de autores: 224 ni más ni menos. Una primera impresión puede hacernos concluir que esto no es más que el resultado de un trabajo colaborativo y una reafirmación de que las grandes preguntas no pueden abordarse de otra forma. De hecho, en las revistas científicas más relevantes como ésta, no es raro encontrar listados de autores casi interminables que impactan al lector pero que hablan de un trabajo intenso en cooperación. La mejor ciencia también es esa.

En un trabajo como éste, donde se quiere dar respuesta a una cuestión global relacionada con la dinámica de bosques tropicales, parece imprescindible la participación activa y predominante de investigadores de países tropicales. Sin embargo, un análisis rápido de las autorías nos indica algo sustancialmente diferente; más de la mitad de los autores trabajan en países desarrollados de latitudes elevadas (53%). Es más, entre los investigadores del Reino Unido (28%) y de Estados Unidos (10%) se reúne a una buena parte de los autores. Este listado se completa con más científicos de los mal llamados países desarrollados, con colegas holandeses y franceses. Aunque no viene muy al caso, no hay representantes españoles; algo que daría para reflexionar también, pero que no toca en este momento. Entre los países en los que aparece este tipo de bosques sólo cabe destacar a los brasileños que representan aproximadamente el 17% de todo el listado de autores. El resto es una larga lista de países donde hay un reducido número de investigadores por país y que, en general, no han conseguido organizar grupos locales de impacto y reconocimiento global. Pero más allá de estos números, llama también la atención que algunas instituciones situadas en países “aristocráticos” en esto de la ciencia como en el caso de la Universidad de Leeds en Reino Unido llegan a tener algo más del 11 % de las autorías, un número realmente desorbitado para los bosques tropicales que hay en su ámbito territorial. Es más, las posiciones más relevantes desde el punto de vista curricular, los dos primeros y el último puesto, son también ocupadas por investigadores de dicha universidad, lo cual destaca aún más el papel dominante de dicha institución.

A dónde queremos ir con este simple ejercicio, es a que esta publicación, como tantas otras con muchos autores, es un ejemplo de una expresión de lo que en un reciente trabajo en Scientific American, Asha de Vos llama Ciencia Colonial. La publicación mencionada anteriormente no es más que uno de los muchos ejemplos de una disfunción ética que seguimos sin superar y que arrastramos casi desde la emergencia de la ciencia moderna en el siglo XVIII. Obviamente, esto no es un problema asociado a los autores de este y muchos otros artículos, sino una simple y contundente expresión de una mala práctica tristemente habitual y de un funcionamiento profesional no resuelto. El colonialismo científico no sólo se expresa como una brecha en la incorporación de investigadores de países con menor renta per cápita en proyectos de investigación relevantes para esos países, un déficit que algún investigador de países desarrollados se esfuerza en compensar, el problema es mucho más profundo. El problema implica un sesgo en el desarrollo de investigadores y grupos autónomos capaces de hacer ciencia de alto nivel sin la tutela de nadie. En muchas ocasiones, los investigadores de los países tropicales son, en esencia y con escasas excepciones, meros proveedores de los datos que por otra parte son imprescindibles, o bien mantenedores de infraestructuras científicas de seguimiento a largo plazo, o facilitadores de la logística necesaria para el estudio o intermediarios entre las poblaciones locales (acceso cultural e idiomático) y los investigadores del norte que trabajan en países más afluentes. Con frecuencia los “locales” son un proceso burocrático más, que se sobrelleva incluyendo a alguno de ellos en los artículos.

Aunque el número de proyectos para desarrollar capacidades en estos países ha incrementado, todavía se está muy lejos de lograr una verdadera inclusión de investigadores locales en grandes proyectos científicos. Se esperaría que con el tiempo las capacidades locales fueran mejorando, pero, desafortunadamente, la realidad se aleja tozudamente de esa realidad. Como en el marco del capitalismo más exacerbado, la mejora de los trabajadores situadas abajo en el escalafón social, mejorarán como consecuencia de la propia dinámica del sistema. Desafortunadamente el colonialismo científico no ha disminuido. Todo lo contrario, ha crecido con la demanda de información básica de calidad sobre el papel de los ecosistemas en estas zonas tropicales para responder a problemas de carácter global como el cambio climático. La asimetría entre lo que hemos venido llamando norte y sur se ha exacerbado en el plano científico por la necesidad de disponer de información de dichas regiones para abordar cuestiones de urgencia como las que implican el Cambio Global y las emergencias climática y pandémica.

Lamentablemente, todo el entusiasmo por trabajar en los trópicos no ha ido ligado con un esfuerzo honesto para formar líderes en investigación en esos países, capaces de dirigir y encabezar proyectos y ser eficaces captando fondos competitivos nacionales e internacionales. No involucrar a investigadores de los países donde se lleva a cabo la investigación o donde se han obtenido los datos a analizar, no es sólo poco ético, sino que también supone perder valiosas oportunidades de incorporar conocimiento local que puede contribuir a un mejor diseño experimental o a mejorar la interpretación de datos. Además, todo ello genera disfunciones como la de que las preguntas científicas que se abordan no son necesariamente las más urgentes o importantes, en especial para la ciudadanía de esos países o para la realidad ambiental de esas regiones. Es más, la presencia de algunos investigadores en estas publicaciones de mucho impacto genera distorsiones locales que hacen extremadamente complicada la emergencia de grupos locales con capacidad de dirigir ciencia de calidad, dado que los pocos recursos disponibles localmente son captados por estos investigadores que podemos llamar sin ruborizarnos meros “facilitadores”.

Necesitamos promocionar ciencia en estas regiones, pero liderada por investigadores locales, capaces de desarrollar su trabajo en las condiciones y herramientas disponibles, y que respondan a las necesidades apremiantes que allí tienen. No basta con incorporar investigadores locales en estudios científicos de gran impacto. La ciencia debe de ser una herramienta de justicia y desarrollo social local y, para eso, debe de ser consciente de que la producción y la ultra métrica competitiva en los que nos movemos los investigadores de nuestras latitudes no es lo único con lo que medir nuestro desempeño, y que la creación de un tejido científico potente y autónomo en muchos de estos países es una auténtica prioridad y no sólo una necesidad. Por tanto, es importante que esta cultura de verdadera colaboración se promueva en todos los niveles científicos, en particular en los estadios iniciales de formación universitaria, empezando con la descolonización de los currículums educativos que algunas universidades europeas ya están llevando a cabo, y continuando en las fases siguientes de formación de posgraduados y personal científico. Es necesario invertir más en países de menor renta por cápita y con menor tradición científica (al menos como la entendemos en nuestros países), pero siempre garantizando la necesaria integración de investigadores locales en el elenco de los líderes científicos globales y no contentarnos con su fácil acomodo como científicos acompañantes o de segundo nivel.

Este artículo ha sido escrito por Carlos I. Espinosa y Adrián Escudero con la colaboración de Silvia Pérez Espona y Fernando Valladares.