Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
La competitividad en la ciencia puede estar lastrando el progreso del conocimiento
Al igual que el resto de profesiones en un sistema económico capitalista, la investigación científica se rige por la competencia, bajo la premisa de que esta es la manera más eficiente de hacer avanzar en el conocimiento. Sin embargo esto puede ser contraproducente y, en algunos casos, puede hacer que la ciencia avance con mayor lentitud de la deseada.
El sistema competitivo que rige la ciencia se basa principalmente en los méritos, aunque esto se traduce fundamentalmente en la publicación en revistas especializadas de alto impacto. Cuando un científico solicita un proyecto o compite por un puesto de trabajo, el principal baremo que siguen las instituciones para evaluar su mérito y capacidad es el número y la calidad de las publicaciones realizadas. De ellas dependen su futuro, el de su laboratorio y su línea de investigación. Esto tiene varias consecuencias perversas, una de ellas es que la urgencia y la necesidad de publicar favorece la proliferación de resultados poco fiables, no replicables o, sencillamente, falsos. Este tipo de resultados crean confusión, hacen perder el tiempo al resto de investigadores y, decididamente, no contribuyen al avance de la ciencia.
Otra de las consecuencias del sistema de alta competitividad es el secretismo en torno a los resultados de un laboratorio. Es lo que ocurre en los laboratorios de ciencia molecular y celular, donde el gasto económico es muy elevado: los reactivos, los equipamientos y las instalaciones son carísimos. Un estudio de excelencia en este campo consta de decenas de experimentos que, a través de un hilo argumental conductor, debe llegar finalmente a la propuesta de un mecanismo de acción del objeto a estudio para poder publicarse. Este proceso puede llevar años y cientos de experimentos de los cuales, siendo generosos, en torno al 70-80% son “resultados negativos”; esto es: el resultado no fue el esperado (demostró no tener relevancia para nuestra hipótesis de trabajo), el planteamiento del experimento no era el correcto o el experimento salió mal. Los resultados negativos son aparcados en un cajón de forma indefinida, no se publican y no se sabe si algún día se utilizarán. Al no ser publicados, muchos serán repetidos una y otra vez en distintas partes del mundo con resultado equivalente, ya que no existe una forma efectiva de consultar si ya se hicieron. Aunque muchos investigadores no tendrán tiempo o interés en conocer todos los entresijos de un estudio, aquellos interesados en replicarlo o aplicar sus técnicas podrían sacar un gran provecho de conocer los experimentos que no se han incluido en una publicación.
Hace algunos años surgieron las primeras revistas interesadas en publicar resultados negativos. Desafortunadamente, no parece que hayan tenido un gran éxito entre los investigadores, que parecen preferir mantener esos resultados en sus cajones. No da la impresión de que sea prestigioso ni valorado publicar en dichas revistas, que en algunos ámbitos son tomadas incluso en broma, y realmente su impacto es mínimo por el momento. Una de las causas es, sin duda, la falsa percepción de que solo se aprende de los aciertos, aunque la realidad sea más bien la contraria, y aunque formalmente se acepta que la ciencia avanza rechazando hipótesis, no confirmándolas.
Como hemos dicho, la preparación de un artículo de alto impacto en ciencia molecular lleva años para un investigador. Pueden ser, con suerte, tres años, pero no es raro trabajar en un artículo durante siete u ocho años. Durante todo ese tiempo los resultados suelen permanecer ocultos, pues el hecho de que pudieran ser “utilizados” por competidores podría frustrar su publicación, comprometer la consecución exitosa de un proyecto científico y arruinar la carrera del investigador, que no tendría mérito alguno que declarar para acceder al siguiente contrato o proyecto. Solamente cuando el trabajo está prácticamente concluido y listo para ser publicado, los autores osan comentar sus hallazgos con sus colegas y presentarlos en congresos, a sabiendas de que aunque intentasen usar algunos de esos resultados, no tendrían tiempo de publicarlos antes que ellos.
Las consecuencias de la competitividad en la ciencia no afectan sólo a los resultados. En los laboratorios moleculares continuamente se están desarrollando técnicas y protocolos para realizar nuevos experimentos. Estos protocolos tienen a menudo una componente muy artesanal: consisten en múltiples pasos, se extienden a lo largo de días y el resultado final puede ser muy variable, dependiendo en buena parte de la propia pericia del investigador. Cuando se publica un artículo, los autores deben dar cuenta de qué tipo de protocolos han usado pero, por razones de espacio, siempre se refieren a ello de forma muy sintética, que impide replicarlos de forma precisa. Imaginemos que hablamos de una receta para hacer pizza, pero solo nos dicen los ingredientes y la temperatura del horno; la pizza resultante puede ser deliciosa o un absoluto desastre, porque las instrucciones son muy vagas. Pues los laboratorios no son muy propensos a compartir sus refinadas “recetas”, sus trucos, porque son uno de sus mejores activos: tener un protocolo mejor que tu competidor te hará llegar antes a la meta.
Cuando un nuevo reactivo, que puede costar cientos de euros, llega al laboratorio, la información de cómo utilizarlo se limita a unas breves instrucciones adjuntas al producto y a lo publicado en los artículos, habitualmente breve y poco detallado. Aunque tus contactos y un ambiente positivo de trabajo (algo que no siempre está garantizado) te permita recurrir a la buena voluntad de algún investigador con experiencia previa, lo más habitual es pasar una importante parte del tiempo tratando de diseñar tu propia “receta” para usarlo o, como se dice en el laboratorio, “poner a punto la técnica”. Esto puede llevar semanas o meses; con suerte acabará funcionando. No es raro que una vez puesto a punto el protocolo, hayamos consumido buena parte del producto y haya que comprar uno nuevo. Tampoco es raro que, después de haberlo conseguido, tu resultado sea negativo y se quede “en el cajón”. Y vuelta a empezar. Es el día a día.
El sueño de cualquier investigador en uno de estos laboratorios es contar con una base de datos en la que consultar protocolos fiables y detallados, que ahorren tiempo, esfuerzo y dinero. En la que buscar si cierto experimento ya se hizo antes en algún lugar del mundo, y si salió bien, regular o mal. Si alguien ya probó determinado reactivo y si funcionó, y cómo. Y poder contactar sin trabas con los investigadores que los llevaron a cabo. No creo estar exagerando si digo que así se ahorraría más de la mitad del tiempo y los medios empleados actualmente; lo que, matemáticamente, haría a los laboratorios de ciencia molecular el doble de eficientes. Pero conseguirlo requiere un enfoque colaborativo, no competitivo; que hiciera una valoración del mérito y capacidad basada no sólo en el número de artículos publicados, sino también en la cantidad de experimentos, protocolos y técnicas aportados a la comunidad científica. Un sistema en el que compartir tus especialidades, tus recetas y tus trucos proporcione prestigio y méritos, no desventajas. Un sistema en el que conste cuál es tu contribución real a la ciencia, no sólo aquello que tuviste la fortuna de publicar. El sistema de méritos empleado actualmente no siempre es realista, y a menudo trunca la carrera de investigadores capaces, trabajadores y talentosos que no han tenido la suerte de caer en el proyecto o el laboratorio adecuados.
La sacrosanta competitividad, que en algunos campos y circunstancias puede alimentar el avance de la ciencia, en otros puede tener un impacto negativo, ralentiza el progreso del conocimiento, lastra la carrera de los científicos y supone un enorme derroche de energía. Cuando un descubrimiento conlleva además un rendimiento económico, como es el caso de las patentes, entramos en el ámbito del secretismo absoluto, en el que prima el lucro económico. Imaginemos decenas de laboratorios tratando al mismo tiempo de generar un remedio contra la misma enfermedad y sin compartir sus avances. La institución que consiga el primer medicamento efectivo conseguirá importantes beneficios al vendérselo a sus competidores y vecinos. El progreso de la ciencia queda así lejos de la idea romántica de la generación de conocimiento para enriquecimiento de la humanidad en su conjunto: algo que nos contaron en la facultad y que hizo despertar, en muchos de nosotros, la vocación por la investigación. Una idea construida sobre casos admirables como el de Alexander Fleming, que no quiso patentar su descubrimiento del primer antibiótico, la penicilina, y lo puso a disposición de la humanidad, salvando con ello millones de vidas.
El sistema científico no es perfecto, no es infalible; tiene considerables defectos y muchos ya han sido de sobra detectados. Algunos se relacionan precisamente con el exceso de competitividad. El debate lleva suficiente tiempo abierto, pero hace falta la voluntad para asumir cambios que nos conduzcan a una nueva forma de hacer ciencia. Empezando, seguramente, por aquellos aspectos en los que la humanidad se está jugando su bienestar, o incluso su propia supervivencia.
Al igual que el resto de profesiones en un sistema económico capitalista, la investigación científica se rige por la competencia, bajo la premisa de que esta es la manera más eficiente de hacer avanzar en el conocimiento. Sin embargo esto puede ser contraproducente y, en algunos casos, puede hacer que la ciencia avance con mayor lentitud de la deseada.
El sistema competitivo que rige la ciencia se basa principalmente en los méritos, aunque esto se traduce fundamentalmente en la publicación en revistas especializadas de alto impacto. Cuando un científico solicita un proyecto o compite por un puesto de trabajo, el principal baremo que siguen las instituciones para evaluar su mérito y capacidad es el número y la calidad de las publicaciones realizadas. De ellas dependen su futuro, el de su laboratorio y su línea de investigación. Esto tiene varias consecuencias perversas, una de ellas es que la urgencia y la necesidad de publicar favorece la proliferación de resultados poco fiables, no replicables o, sencillamente, falsos. Este tipo de resultados crean confusión, hacen perder el tiempo al resto de investigadores y, decididamente, no contribuyen al avance de la ciencia.