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La ecoansiedad abre el camino a las emociones en el ámbito científico

6 de diciembre de 2023 06:01 h

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En septiembre de 2019, Nicole Thornton, una científica ambiental de Australia, escribió que después de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2009 en Copenhague, sufrió una depresión debido al fracaso político a la hora de acordar compromisos para mitigar el cambio climático. Recuerda el momento preciso en el que el mundo y ella se quebraron. Fue al ver llorar a los diplomáticos de las islas del Pacífico porque sus solicitudes de ayuda para que sus tierras y sus pueblos no desapareciesen habían sido desoídas.

El cambio climático, aunque habitualmente se enmarca como un problema científico, también es social. Es una crisis que cuestiona las cosmovisiones más arraigadas en Occidente, empezando por la visión de la naturaleza y la construcción del conocimiento. El método científico pretende alcanzar la validez universal de los saberes a través de la objetivación y cuantificación de las cualidades del mundo físico, para lo cual concibe el mundo como un mecanismo que puede ser observado, registrado y verificado. Descubrir cómo se articulan los elementos permitiría actuar sobre la naturaleza y dominarla. Desde esta perspectiva, los seres humanos, y más concretamente los varones, por ser histórica y supuestamente los depositarios exclusivos de la capacidad de razonar, se sitúan fuera y por encima de la idea de la naturaleza. En base a esta posición de superioridad que se auto-otorga el ser humano respecto a la naturaleza, se justifica su derecho a manipular, controlar y explotar los recursos naturales a su antojo y conveniencia. Sin embargo, la organización social que explota la naturaleza extrayendo los recursos sin tener en cuenta que son finitos, son no sólo injustos e irresponsables, sino también insostenibles.

La psicología del cambio climático pronostica graves impactos en la salud mental, empeorada en aquellas poblaciones que mayor exposición y menor capacidad de respuesta tengan. Ser consciente de las amenazas ecológicas, de la pasividad y lentitud con la que reaccionan los gobiernos, del obstruccionismo climático y negacionismo científico creciente o de la polarización política es lógico que amplifique la angustia existencial. La ecoansiedad está motivada por la preocupación, entendida como la inquietud generada por el afecto a la naturaleza o la responsabilidad que tenemos hacia generaciones futuras a la vista de situaciones que se viven como problemáticas y amenazantes. Tomar conciencia de que, a cada paso, a cada decisión, se deja una huella ecológica en el planeta, puede constituir un peso colosal. Pero tomar conciencia de esta huella es indispensable para transformar los sistemas y estructuras sociales que posibilitan las relaciones laborales, familiares, comunitarias o internacionales.

Por todo ello, se proponen nuevos planteamientos desde diferentes disciplinas que buscan superar el modelo clásico de conocimiento. La COVID-19 ha impulsado una reconceptualización de la naturaleza en la que todos los seres, humanos y no humanos, compartimos un espacio, un aire y una tierra. Los seres humanos son naturaleza, son parte de la naturaleza y son dependientes de lo que ocurra en ella. Estos aspectos que desde hace décadas resultan incuestionables en ámbitos como la investigación médica o la evaluación de tecnología, son cruciales también en el campo de la investigación climática. En esta dimensión en la que los factores personales y comunitarios se solapan, surgen emociones que no pueden ser extirpadas del análisis de la crisis ecológica.

La ecoansiedad recoge en sus diferentes descripciones el malestar emocional, mental y somático como una respuesta razonable a las amenazas de las crisis ecológicas, económicas, alimentarias, sanitarias, etc. Esta estimulación del sistema nervioso indica que aquello en lo que la atención queda cautiva es importante para la supervivencia. Quizá se necesite aprenderlo porque pueda ser perjudicial para la vida o porque sea beneficioso o provechoso para alcanzar un objetivo. Lo que ha dejado una cicatriz emocional permanece firme en nuestra memoria. 

Desatender esta preocupación constructiva solo puede empeorar la situación del planeta. Los mecanismos bio-culturales más básicos de alarma, las emociones, favorecen esa toma de conciencia y son guías apropiadas para conducir los cambios siempre y cuando se equilibren con los sistemas de razonamiento analíticos y experienciales de procesamiento de la información. De esta manera, las emociones impulsan a buscar otros modos de interpretar, alterar o estructurar la realidad. Uno de los indicios que ilustran este punto son las investigaciones del neurocientífico Antonio Damasio, en las que se constata que las personas que pierden la capacidad de acceder a sus emociones ven afectada su competencia para tomar decisiones, convirtiéndose en personas que asumen más riesgos de los necesarios y provocan más conflictos interpersonales, haciendo muy difícil su integración en la sociedad.

La novedad de esta visión sobre el funcionamiento del pensamiento consiste en borrar las fronteras entre la razón y la emoción. Cualquier actividad, incluida la ciencia, tiene que contemplar el entrelazado complejo de estas dimensiones. La información emocional debe ser considerada e integrada como cualquier otra dimensión de la realidad humana ya que es un pilar necesario e importante en el que descansa la inteligencia. O por decirlo con palabras del sociólogo Orlando Fals Borda, que acuñó el concepto de seres sentipensantes, hay que pensar con el corazón y el cerebro, ligar la sensibilidad a la inteligencia y comprometer significativamente el pensamiento y las emociones a los procesos de transformación. Este tipo de experiencia permite comprender que todos los elementos del planeta Tierra están intrínsecamente conectados y crea otras narrativas que priman la construcción de relaciones para una vida digna.

En el documental “Romper los límites”, aparece el premiado científico Terry Hughes contando cómo después de dedicar su vida al estudio de la gran barrera de coral australiana la está viendo desaparecer, muriendo sin remedio. No esconde las lágrimas y el tremendo pesar que eso le ocasiona. Esto contrasta con el hecho de que la investigación científica está repleta de normas no explícitas que hacen embarazosa la expresión de las emociones. Estas normas permiten cuestionar la imparcialidad y la integridad del personal investigador y la legitimidad de los hallazgos. Saltarse estas normas conlleva riesgos de perder la credibilidad, cosechar peores críticas o sufrir la falta de incentivos profesionales. Estas normas específicas encajan en una estructura social más amplia que permite responder y adaptarse de maneras diferentes y más o menos apropiadas a los requerimientos del trabajo, a las identidades sociales, familiares y políticas, con el objetivo de protegerse ante los retos psicológicos que plantea la emergencia ecológica.

En 2014, Joe Duggan preguntó al personal que trabajaba en temas relacionados con el medio ambiente ¿cómo te sientes respecto al cambio climático? Y publicó en internet las cartas que recibió en el proyecto ITHYF5. En 2020 volvió a preguntarles y estas son algunas de las respuestas que le llegaron: “Todavía estoy muy preocupada. También estoy profundamente triste. Probablemente estoy más triste de lo que estaba hace cinco años. Me siento impotente y, hasta cierto punto, culpable. Siento que he incumplido mi deber como ciudadana y como madre porque no fui capaz de comunicar la urgencia de la situación lo suficientemente bien como para desencadenar una acción significativa a tiempo” (Profesora Katrin Meissner. Directora del Centro de Investigación sobre el Cambio Climático. Universidad de Nueva Gales del Sur). “Me da miedo el futuro cuando me enfrento a la simple ignorancia de algunos líderes políticos. Me siento cansado, cansado de que, a pesar de los incendios forestales, las inundaciones, etc., todavía parece que me estoy golpeando la cabeza contra una pared de ladrillo para convencer a la gente de que la amenaza del cambio climático es grave. Me siento aliviado porque ahora estoy jubilado, no tengo que vivir y respirar esto cada minuto de cada día. Me siento culpable de retirarme de la primera línea, así que a pesar de que estoy jubilado me siento obligado a seguir trabajando. Siento una alegría indescriptible por la noticia de que voy a convertirme en abuelo por primera vez, pero temeroso del mundo en el que mi nieto crecerá. Me siento aliviado de que cuando mi nieto crezca y me pregunte por qué no hicimos nada para detener el cambio climático, al menos pueda decir que lo hice lo mejor que pude. Mientras me siento a escribir esto en un banco mirando a los páramos, me siento asombrado de que, a pesar de todo, el mundo sigue siendo el lugar más hermoso” (Profesor David Griggs. Instituto de Sostenibilidad Monash. Universidad de Monash). Existen más de 20 testimonios y a partir de ellos se han hecho exposiciones en varios lugares del mundo con el ánimo de crear espacios de diálogo en los que recoger estos malestares, discutir las barreras con las que se encuentran en el desempeño de sus carreras profesionales, y expresar cómo se ve afectada su vida personal.

El estrés emocional de los y las profesionales de las ciencias que estudian el cambio climático puede crecer rápidamente ya que enfrentan continuamente datos alarmantes en su labor de análisis, predicción y prevención de los efectos del calentamiento global. Los resultados que obtienen suelen ser desalentadores, preocupantes y cargados de incertidumbres debidas a las interacciones, en muchos casos imprevisibles, de los sistemas que están implicados en el mantenimiento del equilibrio climático.  Además, en muchos casos son también los responsables de comunicar estas consecuencias, asumiendo el rol de vector de transferencia de malas noticias. Asimismo, hay que recordar que la mayoría han llegado por vocación a sus profesiones y aquello que estudian es también aquello de lo que se ocupan, pre-ocupan y atienden. Un propósito fundamental de su trabajo es cuidar y proteger esos espacios naturales. Este análisis ofrece varios motivos por los que se puede empezar a experimentar ecoansiedad o emociones altamente intensas y de valencia negativa: porque se evalúan las catástrofes en los ecosistemas; porque se es consciente de que las razones de las pérdidas son los estilos de vida que dejan una elevada huella ecológica; porque el desafío es para todo el planeta, lo que genera tensiones a nivel local o porque el problema del cambio climático es altamente complejo, originando resistencias al cambio cuando se trata de modificar las estructuras económicas. 

Uno de los pocos estudios que analiza la relación entre las emociones y el cambio climático en una muestra de científicos/as climáticos/as de Australia, pone de manifiesto las contradicciones que sufren, ya que se les pide objetividad, neutralidad e imparcialidad para desarrollar su trabajo. Sin embargo, como personas que son, experimentan sentimientos acerca de lo que estudian, desempeñan otros papeles en la sociedad (madres, abuelos, hermanas…) que les requieren acciones comprometidas con el medio ambiente para proteger los bienes comunes y tienen que lidiar con los discursos negacionistas que menosprecian el trabajo que realizan. No son máquinas. No son inmunes. 

La investigación científica empieza con alguna pregunta, una inquietud, un ansia por saber, por profundizar, por desvelar lo que hasta el momento es un misterio, es decir, surge de una pasión personal. En este mismo documental, “Romper los límites”, el prestigioso científico Johan Rockström comienza hablando de su niñez en Suecia, sitúa su pasión por la ciencia vinculada a un territorio y a unos lazos personales y familiares. Da respuesta a eso que a la ciencia le da tanto miedo y que a veces echamos de menos en las frías estadísticas, ¿por qué hago lo que hago? ¿qué me hace sentir esta tierra? ¿qué relación tengo con ella? ¿cómo quiero que sea mi vida y la de las siguientes generaciones? ¿qué me motiva? ¿qué quiero conseguir? 

Las emociones pueden transformarse en los gérmenes y motivaciones del conocimiento siempre que se traten de manera transparente, reconociendo de dónde vienen, dónde sitúan lo investigado y a quien investiga, examinando cómo se imbrican en la producción de conocimiento, en el razonamiento, haciendo transparentes las causas que fundamentan las investigaciones y estimulando el pensamiento crítico. Quizá esto proporcione un nivel de entendimiento más profundo de las relaciones que mantienen los seres vivos entre sí y aporte otras razones para defender estilos de vida sostenibles. Y quizá sirva para indicar las señales de alerta y los caminos que se pueden tomar.

Otro proyecto que investiga las emociones que el personal científico y los comunicadores y comunicadoras del cambio climático sienten es el desarrollado por Neal Haddaway: Esperanza, ¿cómo hacer el duelo por el planeta? A través de entrevistas en profundidad de las que se destacan fragmentos sobre fotografías de las personas entrevistadas, van pensando sus emociones y sintiendo sus pensamientos. Cada uno destaca en tres palabras sus reflexiones: frustración, consternación, indecisión, traición, miedo… no muy diferente de las emociones que se han estudiado en la población general. Específicamente se les pregunta si sienten esperanza y Charlie, científico para la conservación de la naturaleza, escritor y activista responde: “Sí y no, siento más esperanza de la que he sentido antes, gracias al aumento del activismo. Sí, los problemas son mucho peores, pero ahora estamos mucho más cerca del cambio. La única esperanza que tenemos es el poder de las personas, o nos devolvemos nuestro planeta o lo perdemos.” Emma, ecologista y activista dice: “Sí, no es muy obvio dónde está, pero debe estar allí en algún lugar para que sigamos luchando. A pesar de que tengo muy poca confianza en la humanidad, supongo que ese deseo incontenible de un mundo mejor se manifiesta como esperanza en mí.”

Introducir estas nuevas perspectivas proporciona una idea más detallada de los motivos que llevan a actuar, a tomar decisiones y a resolver eventos que afectan lo individual y lo colectivo, quedando transparente lo que mueve a perseverar o no en la investigación y en el activismo. Reconforta encontrar los apoyos para no romperse ante las pérdidas. Previene los raptos emocionales y los juicios rígidos. Ofrece razones emocionales y emociones razonadas para elegir una buena vida y superar los lastres de una civilización desgastada. 

En septiembre de 2019, Nicole Thornton, una científica ambiental de Australia, escribió que después de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2009 en Copenhague, sufrió una depresión debido al fracaso político a la hora de acordar compromisos para mitigar el cambio climático. Recuerda el momento preciso en el que el mundo y ella se quebraron. Fue al ver llorar a los diplomáticos de las islas del Pacífico porque sus solicitudes de ayuda para que sus tierras y sus pueblos no desapareciesen habían sido desoídas.

El cambio climático, aunque habitualmente se enmarca como un problema científico, también es social. Es una crisis que cuestiona las cosmovisiones más arraigadas en Occidente, empezando por la visión de la naturaleza y la construcción del conocimiento. El método científico pretende alcanzar la validez universal de los saberes a través de la objetivación y cuantificación de las cualidades del mundo físico, para lo cual concibe el mundo como un mecanismo que puede ser observado, registrado y verificado. Descubrir cómo se articulan los elementos permitiría actuar sobre la naturaleza y dominarla. Desde esta perspectiva, los seres humanos, y más concretamente los varones, por ser histórica y supuestamente los depositarios exclusivos de la capacidad de razonar, se sitúan fuera y por encima de la idea de la naturaleza. En base a esta posición de superioridad que se auto-otorga el ser humano respecto a la naturaleza, se justifica su derecho a manipular, controlar y explotar los recursos naturales a su antojo y conveniencia. Sin embargo, la organización social que explota la naturaleza extrayendo los recursos sin tener en cuenta que son finitos, son no sólo injustos e irresponsables, sino también insostenibles.